Vivir juntos con amor

“Que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Juan 13:34). De esta sencilla frase depende el éxito de cada matrimonio y familia. Bajo la luz del amor de Cristo vemos el potencial divino de nuestra familia. La amamos con todo nuestro corazón, alma y mente, y al hacerlo, una familia común y corriente se convierte en una familia extraordinaria.

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El sentir la seguridad y la constancia del amor de un cónyuge, de un padre o de un hijo es una rica bendición. Ese amor nutre y sostiene la fe en Dios, es una fuente de fortaleza y aleja el temor (véase 1 Juan 4:18). Ese amor es el deseo de toda alma humana”.

Las experiencias más felices y las más dolorosas se tienen dentro de las relaciones familiares. La felicidad viene al poner el bienestar de los demás por encima del nuestro; eso es lo que significa el amor. Los dolores vienen ante todo a causa del egoísmo, que es la ausencia de amor. El ideal de Dios para nosotros es que establezcamos una familia de una manera que con más probabilidad nos lleve hacia la felicidad y nos aleje del pesar”.

Debido a que el amor es el gran mandamiento, debería ser el punto central de todo lo que hagamos en la familia, en los llamamientos en la Iglesia y en el modo de ganarnos la vida. El amor es el bálsamo sanador que repara las diferencias personales y familiares, el lazo que une a familias, comunidades y naciones. El amor es el poder que da comienzo a la amistad, la tolerancia, la cortesía y el respeto; es la fuente que supera las divisiones y el odio. El amor es el fuego que da calidez a nuestra vida con gozo incomparable y esperanza divina. El amor se debe demostrar en palabra y hechos”.

“El amor… consuela, aconseja, sana y reconforta.”


 

Establecemos relaciones familiares profundas y amorosas al hacer cosas sencillas juntos, como cenar en familia, la noche de hogar, y simplemente al divertirnos juntos. En las relaciones familiares, amor en realidad se deletrea t-i-e-m-p-o, tiempo. El tomar tiempo para estar juntos es la clave para la armonía en el hogar. Hablamos el uno con el otro, en vez del uno sobre el otro. Aprendemos unos de otros y apreciamos nuestras diferencias así como nuestras cosas en común. Establecemos un vínculo divino los unos con los otros al acercarnos a Dios juntos mediante la oración familiar, el estudio del Evangelio y la adoración dominical”.

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