Por medio de la expiación de Jesucristo y del poder de Su resurrección, todos los hijos de Dios resucitarán a la vida eterna. Él nos dio a Su Amado Hijo como nuestro Salvador para hacer eso posible. En Getsemaní y en el Gólgota, el Salvador pagó el precio de nuestros pecados para que podamos ser limpios. Esa purificación puede llegar a los que tienen fe en Jesucristo.
La oscuridad de la muerte es disipada por la luz de la verdad revelada. “Yo soy la luz y la vida”, dijo el Maestro, “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá jamás” (Juan 11:25–26).
La seguridad de la vida más allá del sepulcro brinda la paz que prometió el Salvador cuando dijo a Sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan 14:27).
Thomas S. Monson
Henry B. Eyring
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