El bastón de la Navidad
En casa, en un lugar no muy transitado, tengo un pequeño bastón negro con un mango hecho de imitación de plata. Alguna vez perteneció a un pariente lejano. ¿Por qué lo he conservado por más de 70 años? Tengo una razón especial.
De pequeño, participé en una obra de teatro sobre la Navidad organizada en nuestro barrio. Yo tuve el privilegio de representar a uno de los Reyes Magos. Con una bufanda grande de colores en la cabeza, la cubierta del banco del piano de mi madre sobre el hombro y el bastón negro en la mano, recité mi parte:
“¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarle” (Mateo 2:2).
No recuerdo todas las palabras en ese espectáculo al aire libre, pero todavía se mantiene vívido en mi mente lo que sentí en mi interior cuando nosotros tres, los “Reyes Magos”, miramos hacia arriba y vimos la estrella, atravesamos el escenario, encontramos a María con el pequeño Jesús, nos postramos y adoramos al Niño, y luego abrimos nuestros tesoros y le ofrecimos los presentes: oro, incienso y mirra.
En especial me gustó el hecho de que no volvimos al perverso Herodes para traicionar a Jesús, sino que obedecimos a Dios y tomamos otro camino.
Los años han pasado, los acontecimientos de una vida muy ocupada ocupan su lugar en mi memoria, pero el bastón de Navidad sigue ocupando su lugar especial en mi casa; y llevo en mi corazón un compromiso con Cristo (de “Feelings of Heart Recalled” [Recuerdos de los sentimientos del corazón], Church News, 12 de diciembre de 2009, pág. 7, reimpreso como “Un recuerdo de Navidad”, Liahona, diciembre de 2010.)
El tren Navidad
Uno siempre recuerda ese día de Navidad cuando el dar reemplaza el recibir. Esto ocurrió cuando tenía unos 10 años. Al acercarse la Navidad, ansiaba como sólo un niño puede anhelar un tren eléctrico. Mi deseo no era recibir un tren de modelo económico y a cuerda como los que se encontraban en todas partes; más bien, yo quería que funcionara a través del milagro de la electricidad. Eran los tiempos de la depresión económica; sin embargo, mamá y papá, a través de algo de sacrificio, estoy seguro, me presentaron la mañana de Navidad un hermoso tren eléctrico.
Durante horas hice funcionar el transformador, viendo la locomotora empujar los vagones hacia adelante, luego los empujaba hacia atrás alrededor de la pista. Mi madre entró en la sala y me dijo que ella había comprado un tren a cuerda para Mark, el hijo de la señora Hansen, que vivía en la misma calle. Le pregunté si podía ver el tren. La locomotora era corta y poco vistosa, no larga y elegante como el modelo costoso que yo había recibido. Sin embargo, vi que aquel tren tan barato tenía un vagón de combustible que el mío no tenía, y me llené de envidia. Mi tren no tenía tal vagón y el dolor de la envidia comenzó a sentirse. Tal fue el alboroto que armé, que mi madre cedió a mis súplicas y me entregó el susodicho vagón. Ella dijo: “Si crees que lo necesitas más que Mark, quédate con él”. Lo tomé y lo enganché a mi tren, quedando muy satisfecho con mi resultado.
Mi madre y yo tomamos los vagones restantes y la locomotora, y los llevamos hasta la casa de Mark Hansen. El niño era uno o dos años mayor que yo. Él jamás había esperado recibir semejante regalo y no tenía palabras para expresar su agradecimiento. Le dio cuerda a la locomotora, que no era eléctrica como la mía, y se llenó de alegría al ver cómo la locomotora y dos vagones, más un furgón marchaban por la vía.
“Sabiamente mamá me preguntó: ‘¿Qué piensas del tren de Mark, Tommy?’.
Entonces me invadió un sentimiento de culpabilidad y comprendí mi egoísmo. Le dije a mamá, “Espera un momento. En seguida regreso”.
“Corrí a casa tan rápido como mis piernas me lo permitieron, tomé el vagón de combustible y además otro vagón de mi propio tren y corrí de regreso a la casa de Mark, donde le dije alegremente: “Olvidamos traerte dos vagones que pertenecen a tu tren”. Mark agregó los dos vagones al tren. Yo observé mientras lo ponía en marcha por la vía; en ese momento sentí un gozo inmenso, difícil de describir e imposible de olvidar. El espíritu de la Navidad había llenado mi alma.
Conejos de Navidad
Esa experiencia hizo un poco más fácil para mí tomar una decisión difícil sólo un año más tarde. Otra vez había llegado la época navideña y nos encontrábamos preparando un enorme pavo para ponerlo en el horno, en los Estados Unidos es tradición comer pavo el día de la Navidad, saboreando de antemano el sabroso festín que nos esperaba. Un amigo del vecindario me hizo una extraña pregunta: “¿Qué gusto tiene el pavo?”.
“Más o menos como el pollo”, le contesté.
“Y, ¿qué gusto tiene el pollo?”, volvió a preguntar.
Fue en ese momento que me di cuenta de que mi amigo no había comido nunca ni pollo ni pavo. Le pregunté entonces qué iba a comer su familia para las fiestas. No me contestó de inmediato, sólo bajó la mirada y murmuró: “No tengo idea; no hay nada para comer en casa”.
Me puse a pensar qué podía hacer, pero no se me ocurría nada. Yo no tenía pavos, ni gallinas, ni dinero. Entonces recordé que tenía dos conejos como mascotas. Inmediatamente tomé una determinación, puse los conejos en una caja y se los di a mi amigo. Al entregársela, le dije: “Aquí tienes estos dos conejos; son muy sabrosos, tal como un pollo”.
Tomó la caja, pasó al otro lado de la valla y se dirigió a su casa con la cena de Navidad asegurada en las manos. Al cerrar la puerta de la jaula vacía de los conejos, se me empezaron a salir las lágrimas; sin embargo, no me sentía triste. Una calidez, un sentimiento de indescriptible gozo inundaba mi corazón. Fue una Navidad inolvidable (“Christmas Gifts, Christmas Blessings”, Ensign, diciembre de 1995).