2000–2009
El Sacerdocio: Un don sagrado
Abril 2007


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El Sacerdocio: Un don sagrado

Es nuestra responsabilidad vivir de manera tal que seamos dignos del sacerdocio que poseemos.

Hermanos, estamos reunidos esta noche como un poderoso cuerpo del sacerdocio, tanto aquí en el Centro de Conferencias como en diferentes lugares alrededor del mundo. Me siento honrado por el privilegio de hablarles; ruego que la inspiración del Señor guíe mis pensamientos e inspire mis palabras.

Durante las últimas semanas, al reflexionar sobre lo que les podría decir esta noche, he pensado muchas veces en la bendición que tenemos de poseer el sagrado sacerdocio de Dios. Cuando miramos al mundo en su totalidad, con una población de más de seis y medio millares de millones de personas, nos damos cuenta de que somos un grupo muy pequeño y selecto. Los que poseemos el sacerdocio somos, en las palabras del apóstol Pedro: “…linaje escogido, real sacerdocio…”1.

El presidente Joseph F. Smith dijo que el sacerdocio es: “El poder de Dios delegado al hombre, mediante el cual éste puede actuar en la tierra para la salvación de la familia humana…, por medio del cual se puede declarar la voluntad de Dios, como si ángeles estuviesen presentes para declararla ellos mismos,… mediante el cual los hombres están facultados para que lo que aten en la tierra sea atado en los cielos, y lo que desaten en la tierra sea desatado en los cielos”. El presidente Smith agregó: “[El sacerdocio] es sagrado, y la gente debe conservarlo sagrado”2.

Mis hermanos, el sacerdocio es un don que trae aparejado no sólo bendiciones especiales sino también responsabilidades solemnes. Es nuestra responsabilidad vivir de manera tal que seamos dignos del sacerdocio que poseemos. Vivimos en una época en la que nos encontramos rodeados por muchas cosas que tienen la intención de atraernos a caminos que nos conducen a la destrucción. Evitar esos caminos requiere determinación y valor.

El valor es importante. Esa verdad la aprendí hace muchos años por medio de una experiencia vívida y dramática. En ese entonces prestaba servicio como obispo. Se llevaba a cabo la sesión general de nuestra conferencia de estaca en el Salón de Asambleas de la Manzana del Templo, en Salt Lake City; se iba a reorganizar nuestra presidencia de estaca. El Sacerdocio Aarónico, incluyendo a los miembros de los obispados, estaba encargado de la música para la conferencia. Cuando terminamos de cantar el primer número musical, el presidente Joseph Fielding Smith, la autoridad que nos visitaba, leyó desde el púlpito los nombres de la nueva presidencia de estaca, para que la congregación los aprobara. Entonces mencionó que Percy Fetzer, quien sería nuestro nuevo presidente de estaca y que John Burtstoy sería nuestro primer consejero —cada uno de los cuales había sido consejero en la presidencia anterior— ya sabían con anticipación acerca de su nuevo llamamiento, antes de comenzar la conferencia. Pero él indicó, que yo,sin embargo, que había sido llamado como segundo consejero de la nueva presidencia de estaca, no había tenido conocimiento de mi llamamiento hasta ese momento, en que se había leído mi nombre para el voto de sostenimiento. Después anunció: “Si el hermano Monson está dispuesto a aceptar este llamamiento, nos gustaría escuchar sus palabras ahora”.

Cuando me paré ante el púlpito y miré ese mar de personas, recordé la canción que acabábamos de cantar; se refería a la Palabra de Sabiduría y se llamaba: “Ten valor, hijo mío, para decir que no”. Ese día escogí como tema de mis palabras: “Ten valor, hijo mío, para decir que sí”. Todos necesitamos valor constantemente, valor para defender nuestras creencias, valor para cumplir nuestras responsabilidades, valor para honrar nuestro sacerdocio.

Dondequiera que vayamos, nuestro sacerdocio va con nosotros. ¿Permanecemos en “lugares santos”3? El presidente J. Reuben Clark, Jr., que sirvió por muchos años en calidad de consejero de la Primera Presidencia, dijo: “El sacerdocio no es como la ropa, que se puede quitar y luego volver a poner… Depende de nosotros [si es] una investidura eterna”. Y continuó: “Si tuviésemos esa… convicción… de que no podemos dejar de lado [el sacerdocio] y de que si lo [degradamos] Dios nos considerará responsables, no haríamos muchas de las cosas que hacemos ni iríamos a muchos de los lugares a donde vamos. Si cada vez que nos desviamos del sendero estrecho y angosto, pensáramos: ‘tengo el sacerdocio, ¿debería hacerlo?’, no nos tomaría mucho tiempo volver al camino recto y angosto”4.

El presidente Spencer W. Kimball dijo: “El poder del sacerdocio que poseen no tiene límites. La limitación proviene de ustedes, si no están en armonía con el Espíritu del Señor y se limitan a sí mismos en el poder que ejercen”5.

Mis hermanos del sacerdocio, desde el más joven hasta el más anciano, ¿viven en armonía con lo que el Señor requiere? ¿Son dignos de poseer el sacerdocio de Dios? Si no lo son, tomen la decisión aquí y ahora, ármense del valor que necesiten y realicen cualquier cambio que sea necesario para que su vida sea lo que debe ser. Para navegar a salvo en los mares de esta vida terrenal, necesitamos la guía del Marinero Eterno, el gran Jehová. Si nos encontramos al servicio del Señor, tenemos derecho a recibir Su ayuda.

Yo he recibido Su ayuda en innumerables ocasiones de mi vida. Durante las últimas fases de la Segunda Guerra Mundial, cumplí los 18 años y me ordenaron élder, una semana antes de ingresar en la Marina, en el servicio activo. Un miembro del obispado de mi barrio estaba en la estación para despedirme. Justo antes de subir al tren, me dio un libro que tengo aquí frente a ustedes esta noche. El título es el “Manual Misional”. Yo me reí y le dije: “Estaré en la Marina, no en una misión”. Él me contestó: “Llévatelo igual. Tal vez te sea útil”.

Y lo fue. Durante el entrenamiento básico, el comandante de la compañía nos enseñó cómo empacar la ropa en una bolsa grande de marinero. Después nos aconsejó: “Si tienen un objeto duro y rectangular para poner en el fondo de la bolsa, su ropa se mantendrá más firme”. Yo pensé, “¿dónde voy a encontrar algo rectangular y duro?”, pero de inmediato recordé el objeto rectangular adecuado, el Manual Misional, y de esa manera lo utilicé durante doce semanas.

Como siempre, la noche antes de salir para el receso de Navidad, pensábamos en casa. Había silencio en las barracas; pero de pronto me di cuenta de que mi compañero que tenía su litera al lado mío, un miembro de la Iglesia, Leland Merril, se quejaba de dolor. Le pregunté: “¿Qué te pasa Merrill?”.

Contestó: “Estoy enfermo, realmente enfermo”.

Le aconsejé que fuera al dispensario de la base, pero me contestó que sabía que si lo hacía no podría ir a casa a pasar la Navidad. Entonces le sugerí que se quedara quieto, ya que si no iba a despertar a todo el cuartel.

Las horas se prolongaron y sus quejidos eran cada vez más fuertes. Entonces, en desesperación susurró: “Monson, ¿tú eres un élder, verdad?”. Le dije que sí lo era, tras lo cual me rogó: “Dame una bendición”.

Me di cuenta de que nunca había dado una bendición; nunca había recibido una bendición, ni tampoco había observado dar una bendición. Oré al Señor pidiendo Su ayuda, y recibí una respuesta: “Mira en el fondo de tu bolsa de marinero”. Por lo tanto, a las 2:00 de la mañana, vacié el contenido de mi bolsa en el piso, saqué el objeto duro y rectangular, el Manual Misional, lo acerqué a la luz y leí cómo bendecir a una persona enferma. Ante la mirada curiosa de alrededor de ciento veinte marineros, le di una bendición. Antes de que guardara mis cosas, Leland Merrill dormía como un niño.

A la mañana siguiente, Merrill, me dijo con una sonrisa: “Monson, ¡me alegro de que tengas el sacerdocio!”. Sólo mi agradecimiento superó su alegría; agradecimiento no sólo por el sacerdocio sino por ser digno de recibir la ayuda que se requería en un momento de inmensa necesidad y por ser digno de ejercer el poder del sacerdocio.

Hermanos, nuestro Señor y Salvador dijo: “Ven, sígueme”6. Si aceptamos Su invitación y caminamos en Sus pasos, Él enderezará nuestras veredas.

En abril del año 2000, recibí ese tipo de ayuda. Había recibido una llamada telefónica de Rosa Salas Gifford, a quien no conocía. Me explicó que sus padres habían venido de visita de Costa Rica por unos meses, y que justo una semana antes de que ella me llamara, a su padre, Bernardo Augusto Salas, le habían diagnosticado cáncer del hígado. Me indicó que los doctores le habían informado a la familia que el padre sólo iba a vivir unos días más. El gran deseo de su padre, me explicó, era conocerme antes de morir. Me dio su dirección y me preguntó si yo podría ir a su casa, en Salt Lake City, para conversar con su padre.

Debido a las reuniones y a las obligaciones, era bastante tarde cuando salí de la oficina, pero en vez de ir directamente a casa, tuve la impresión que debía seguir hacia el sur y visitar al hermano Salas esa misma tarde. Con la dirección en la mano, traté de encontrar la casa. Con bastante tráfico y con poca luz, me pasé del lugar donde debía estar la calle que conducía a la casa. No podía ver nada. Sin embargo, no me di por vencido. Di la vuelta alrededor de la cuadra y volví, pero seguí sin encontrarla. Traté una vez más y tampoco la encontré. Comencé a sentir que estaría justificado si me volvía a casa. Había hecho un noble esfuerzo, pero no había encontrado la dirección. Pero, en vez de eso, ofrecí una oración en silencio para pedir ayuda. Me sentí inspirado a acercarme al lugar desde la dirección opuesta. Recorrí cierta distancia y di la vuelta de modo que ahora estaba del otro lado de la calle. En esa dirección había menos tránsito. Al acercarme al lugar otra vez, pude ver a través de la tenue luz, uncartel que se había caído y ahora estaba tirado al borde de la calle, y un camino casi invisible lleno de hierbas que conducía a un pequeño edificio de apartamentos y a una pequeña casa solitaria, a cierta distancia de la calle principal. Al dirigirme hacia los apartamentos, una niña pequeña, vestida de blanco, me hizo señas con la mano y supe que había encontrado a la familia.

Me hicieron pasar a la casa, y luego me condujeron al cuarto donde estaba acostado el hermano Salas. Alrededor de la cama se encontraban tres hijas, el yerno y la hermana Salas. Todos menos el yerno eran de Costa Rica. Por la apariencia del hermano Salas se notaba la gravedad de su estado. Tenía un paño húmedo deshilachado sobre la frente —no una toalla ni una toallita de mano, sino un trapo deshilachado— lo cual ponía de relieve la humilde situación económica de la familia.

Con un leve movimiento, el hermano Salas abrió los ojos y una tenue sonrisa se perfiló en sus labios cuando le tomé la mano. Le dije: “He venido a conocerlo”; y sus ojos y los míos se llenaron de lágrimas.

Pregunté si deseaban que le diera una bendición y la respuesta unánime de la familia fue afirmativa. A causa de que el yerno no poseía el sacerdocio, procedí yo solo a darle una bendición del sacerdocio. Las palabras parecían fluir libremente bajo la dirección del Espíritu del Señor. Incluí las palabras del Señor que se encuentran en la sección 84 de Doctrina y Convenios, versículo 88: “Iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros”. Después de la bendición, expresé unas palabras de consuelo a los acongojados miembros de la familia. Hablé con cuidado para que pudieran entender mi inglés, y después, con mi limitado español, les hice saber que los amaba y que nuestro Padre Celestial los bendeciría.

Les pedí la Biblia de la familia y les señalé 3 Juan, versículo 4: “No tengo yo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la verdad”. Les dije: “Esto es lo que su esposo y su padre desea que recuerden ahora que se prepara para dejar esta existencia terrenal”.

Con el rostro surcado por las lágrimas, la dulce esposa del hermano Salas me pidió que escribiera la referencia de los dos pasajes de las Escrituras que había compartido con ellos para que la familia pudiera volver a leerlos. Como no tenía nada a mano donde escribirlas, la hermana Salas buscó en su bolso y sacó un pedacito de papel. Al tomarlo, noté que era un recibo de diezmos. Mi corazón se conmovió cuando me di cuenta de que, a pesar de las condiciones tan humildes en las que vivían, eran fieles en el pago del diezmo.

Después de una tierna despedida, me acompañaron hasta el auto. Al manejar hacia casa, reflexioné sobre el espíritu especial que había sentido. También sentí, como muchas otras veces, un sentido de gratitud porque mi Padre Celestial había respondido a las oraciones de otra persona por medio de mí.

Mis hermanos, recordemos siempre que el sacerdocio de Dios que poseemos es un don sagrado que nos brinda a nosotros y a quienes servimos las bendiciones del cielo. Ruego que nosotros, dondequiera que nos encontremos, honremos y protejamos ese sacerdocio; que estemos siempre en el servicio del Señor y que siempre tengamos el derecho a recibir Su ayuda.

Se está librando una batalla por el alma de los hombres, la de ustedes y la mía; que continúa sin tregua. Como el llamado del clarín llega la palabra del Señor a ustedes y a mí, y a todos los poseedores del sacerdocio por doquier: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado”7.

Que cada uno tenga el valor para hacerlo, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. 1 Pedro 2:9.

  2. Véase Doctrina del Evangelio, págs. 134–135.

  3. D. y C. 45:32; 87:8; 101:22.

  4. En Conference Report, octubre de 1951, pág. 169.

  5. The Teachings of Spencer W. Kimball, editado por Edward L. Kimball, Salt Lake City: Bookcraft, 1982, pág. 298.

  6. Lucas 18:22.

  7. D. y C. 107:99.