2000–2009
Testimonio
Abril 2008


15:33

Testimonio

El conocimiento fomenta la obediencia y la obediencia realza el conocimiento.

Un testimonio del Evangelio es un testigo personal que el Espíritu Santo atestigua a nuestra alma que ciertos hechos de importancia eterna son verdaderos y que sabemos que lo son. Entre esos hechos se incluye la naturaleza de la Trinidad y nuestra relación con sus tres integrantes, la eficacia de la Expiación y la realidad de la Restauración.

Un testimonio del Evangelio no es un itinerario de viajes, ni un historial médico, ni es una expresión de amor hacia los miembros de la familia; no es un sermón. El presidente Kimball enseñó que en el momento en que comenzamos a sermonear, se acaba nuestro testimonio1.

I.

Al escuchar a los demás dar testimonio o cuando pensamos en expresar el nuestro, surgen varias preguntas.

  1. En una reunión de testimonios un miembro dice: “Yo sé que el Padre y el Hijo se aparecieron al profeta José Smith”, y un visitante se pregunta: “¿Qué quiere decir cuando afirma saber eso?”.

  2. Un jovencito que se prepara para la misión se pregunta si su testimonio es lo suficientemente firme para prestar servicio como misionero.

  3. Una persona joven escucha el testimonio de uno de sus padres o de un maestro. ¿Cómo ayuda ese testimonio a la persona que lo escucha?

II.

¿Qué queremos decir cuando testificamos y decimos que sabemos que el Evangelio es verdadero? Comparen esa clase de conocimiento con la frase “Sé que hace frío afuera” o “Sé que amo a mi esposa”. Son tres tipos diferentes de conocimiento, cada uno de los cuales se aprende de manera distinta. El conocimiento de la temperatura exterior se puede verificar mediante pruebas científicas. El conocimiento de que amamos a nuestro cónyuge es personal y subjetivo. Aunque no se puede comprobar científicamente, es importante. La idea de que todo conocimiento importante se basa en evidencia científica simplemente no es verdad.

Aunque existen algunas “evidencias” de las verdades del Evangelio (por ejemplo, véase Salmos 19:1; Helamán 8:24), los métodos científicos no producirán el conocimiento espiritual. Eso fue lo que enseñó Jesús al responder al testimonio de Simón Pedro de que Él era el Cristo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17). El apóstol Pablo lo explicó en una epístola a los santos de Corinto, cuando dijo: “…nadie conoció las cosas de Dios, sino [por] el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:11; véase también Juan 14:17).

Por el contrario, conocemos las cosas del hombre por los métodos del hombre, pero “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).

En el Libro de Mormón se enseña que Dios nos manifestará la verdad de las cosas espirituales por el poder del Espíritu Santo (véase Moroni 10:4–5). En las revelaciones modernas, Dios nos promete que la forma en la que recibiremos “conocimiento” será que Él nos hablará a la mente y al corazón “por medio del Espíritu Santo” (D. y C. 8:1–2).

Una de las cosas más sublimes del plan de nuestro Padre Celestial para Sus hijos es que cada uno de nosotros puede saber por sí mismo la veracidad de ese plan. Ese conocimiento revelado no se recibe de libros, de evidencia científica ni de meditación intelectual. Al igual que el apóstol Pedro, podemos recibir dicho conocimiento directamente del Padre Celestial por medio del testimonio del Espíritu Santo.

Cuando sabemos verdades espirituales por medios espirituales, podemos estar tan seguros de ese conocimiento como lo están los eruditos o los científicos en cuanto a los diferentes tipos de conocimiento que han adquirido por otros métodos.

El profeta José Smith proporcionó un maravilloso ejemplo de esto. Cuando fue perseguido por contarle a la gente en cuanto a su visión, comparó su situación a la del apóstol Pablo, que fue ridiculizado y despreciado cuando presentó su defensa ante el rey Agripa (véase Hechos 26). “Pero nada de esto destruyó la realidad de su visión”, dijo José. “Había visto una visión, y él lo sabía, y toda la persecución debajo del cielo no iba a cambiar ese hecho… Así era conmigo”, continuó José. “Yo efectivamente había visto una luz, y en medio de la luz vi a dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron… había visto una visión; yo lo sabía, y sabía que Dios lo sabía, y no podía negarlo, ni osaría hacerlo” (José Smith –Historia 1:24–25).

III.

Ése fue el testimonio de José Smith. ¿Y el nuestro? ¿Cómo podemos llegar a saber y a testificar que lo que él dijo era verdad? ¿Cómo se obtiene lo que llamamos un testimonio?

El primer paso para adquirir cualquier tipo de conocimiento es tener un verdadero deseo de saber. En el caso del conocimiento espiritual, el siguiente paso es preguntar a Dios en oración sincera; tal como leemos en la revelación moderna:

“Si pides, recibirás revelación tras revelación, conocimiento sobre conocimiento, a fin de que conozcas los misterios y las cosas apacibles, aquello que trae gozo, aquello que trae la vida eterna” (D. y C. 42:61).

Esto es lo que Alma escribió acerca de lo que él hizo:

“He aquí, he ayunado y orado muchos días para poder saber estas cosas por mí mismo. Y ahora sé por mí mismo que son verdaderas; porque el Señor Dios me las ha manifestado por su Santo Espíritu” (Alma 5:46).

Al tener el deseo y buscar, debemos recordar que adquirir un testimonio no es algo pasivo, sino un proceso en el que se espera que hagamos algo. Jesús enseñó:

“El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17).

Otra forma de buscar un testimonio parece asombrosa al compararla con los métodos para obtener otros tipos de conocimiento. Obtenemos el testimonio o lo fortalecemos al expresarlo. Alguien incluso sugirió que algunos testimonios se obtienen mejor al estar de pie expresándolos, que al estar de rodillas orando para recibirlos.

Un testimonio personal es fundamental para nuestra fe. Por consiguiente, las cosas que debemos hacer para adquirir, fortalecer y conservar el testimonio son vitales para nuestra vida espiritual. Además de las que ya se han mencionado, debemos participar semanalmente de la Santa Cena (véase D. y C. 59:9) a fin de merecer la preciada promesa de que “siempre [podamos] tener Su Espíritu con [nosotros]” (D. y C. 20:77). Naturalmente, ese Espíritu es la fuente de nuestro testimonio.

IV.

Los que tienen un testimonio del Evangelio restaurado también tienen el deber de compartirlo. En el Libro de Mormón se enseña que debemos “ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos]…” (Mosíah 18:9).

Una de las enseñanzas más impresionantes sobre la relación que existe entre el don del testimonio y el deber de expresarlo se encuentra en la sección 46 de Doctrina y Convenios. Al describir las diferentes clases de dones espirituales, en la revelación dice:

“A algunos el Espíritu Santo da a saber que Jesucristo es el Hijo de Dios, y que fue crucificado por los pecados del mundo;

“a otros les es dado creer en las palabras de aquéllos, para que también tengan vida eterna, si continúan fieles” (versículos 13–14; véase también Juan 20:29).

Aquellos que tienen el don de saber tienen el deber obvio de expresar su testimonio para que los que tengan el don de creer en sus palabras también puedan tener vida eterna.

Jamás hemos tenido mayor necesidad de profesar nuestra fe, tanto en privado como en público (véase D. y C. 60:2). Aunque algunos se consideran ateos, hay muchos que son receptivos a verdades adicionales acerca de Dios. A esas personas que buscan con sinceridad debemos afirmarles la existencia de Dios el Eterno Padre, la misión divina de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y la realidad de la Restauración. Debemos ser valientes en nuestro testimonio de Jesús. Cada uno de nosotros tiene muchas oportunidades de proclamar sus convicciones espirituales a amigos y a vecinos, a compañeros de trabajo y a conocidos. Debemos aprovechar esas oportunidades y expresar nuestro amor por nuestro Salvador, nuestro testimonio de Su divina misión y nuestra determinación de servirle2. Nuestros hijos también deben escucharnos expresar nuestro testimonio con frecuencia. Además, debemos fortalecerlos al instarles a que se definan a sí mismos de acuerdo con su creciente testimonio, y no sólo a raíz de los reconocimientos que reciban en la escuela, los deportes u otras actividades escolares.

V.

Vivimos en una época en la que algunos tergiversan las creencias de los que llaman mormones e incluso nos desprecian debido a ellas. Cuando nos topemos con esas falsedades, tenemos el deber de aclarar nuestra doctrina y lo que creemos. Debemos ser nosotros los que declaremos nuestras creencias en lugar de permitir que otros tengan la última palabra al tergiversarlas. Para ello se requiere el testimonio, el cual se puede expresar en privado a un conocido o en público en una reunión pequeña o grande. Al testificar de la verdad que sabemos, debemos seguir fielmente la precaución de hablar “con mansedumbre y humildad” (D. y C. 38:41). Nunca debemos ser autoritarios, frenéticos ni denigrantes. Tal como enseñó el apóstol Pablo, debemos hablar la verdad en amor (véase Efesios 4:15). Cualquiera puede estar en desacuerdo con nuestro testimonio personal, pero nadie puede refutarlo.

VI.

Para terminar, menciono la relación que existe entre la obediencia y el conocimiento. A veces, a los miembros que tienen un testimonio y que lo ejercitan bajo la dirección de los líderes de la Iglesia se les acusa de obediencia ciega.

Naturalmente, tenemos líderes, y naturalmente estamos sujetos a sus decisiones y dirección en el funcionamiento de la Iglesia y en la ejecución de las ordenanzas necesarias del sacerdocio. Pero en lo que tiene que ver con aprender y saber la veracidad del Evangelio, o sea, nuestro testimonio personal, cada uno de nosotros tiene una relación directa con Dios, nuestro Eterno Padre, y con Su Hijo Jesucristo por medio del poderoso testimonio del Espíritu Santo. Eso es lo que nuestros detractores no logran entender; les desconcierta el que seamos unidos al seguir a nuestros líderes y a la vez que seamos independientes al saberlo por nosotros mismos.

Quizás el desconcierto de algunos pueda explicarse con la realidad de que cada uno cuenta con dos vías diferentes hacia Dios. Tenemos una vía de gobierno por medio de nuestro profeta y otros líderes. Esa vía, que tiene que ver con la doctrina, las ordenanzas y los mandamientos, resulta en la obediencia. También tenemos la vía del testimonio personal, que es una vía directa a Dios y tiene que ver con Su existencia, con nuestra relación con Él y con la veracidad de Su evangelio restaurado. Esa vía produce el conocimiento, y ambas vías se apoyan mutuamente: el conocimiento fomenta la obediencia (véase Deuteronomio 5:27; Moisés 5:11), y la obediencia realza el conocimiento (véase Juan 7:17; D. y C. 93:1).

Todos actuamos en base al conocimiento, es decir, le rendimos obediencia. Ya sea en la ciencia como en la religión, nuestra obediencia no es ciega cuando actuamos basándonos en el conocimiento que corresponde al tema de nuestros hechos. El científico recibe la certificación fidedigna del contenido o de las condiciones de cierto experimento y actúa de conformidad con ella. En lo que concierne a la religión, la fuente de conocimiento de un creyente es espiritual, pero el principio es el mismo. En el caso de los Santos de los Últimos Días, cuando el Espíritu Santo da testimonio a nuestra alma de la veracidad del Evangelio restaurado y del llamamiento de un profeta actual, nuestra decisión de seguir esas enseñanzas no es obediencia ciega.

Al testificar, debemos evitar la arrogancia y el orgullo. Debemos recordar la amonestación en el Libro de Mormón a un pueblo que tenía tanto orgullo en las cosas que Dios les había dado que afligieron a sus semejantes (véase Jacob 2:20). Jacob dijo que esas cosas eran “abominables para aquel que creó toda carne” porque “ante su vista un ser es tan precioso como el otro” (Jacob 2:21). Más adelante, Alma advirtió: “no estimaréis a una carne más que a otra, ni un hombre se considerará mejor que otro” (Mosíah 23:7).

Termino con mi testimonio. Sé que tenemos un Padre Celestial cuyo plan nos trae a la tierra y nos brinda las condiciones y el destino de nuestra jornada eterna. Sé que tenemos un Salvador, Jesucristo, cuyas enseñanzas definen el plan y cuya expiación nos da la certeza de la inmortalidad y la oportunidad de alcanzar la vida eterna. Sé que el Padre y el Hijo se aparecieron al profeta José Smith para restaurar la plenitud del Evangelio en estos últimos días. Sé que somos guiados hoy por un profeta, el presidente Thomas S. Monson, quien posee las llaves para autorizar a los poseedores del sacerdocio a efectuar las ordenanzas prescritas para nuestro progreso hacia la vida eterna. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Véase The Teachings of Spencer W. Kimball, ed. por Edward L. Kimball, 1982, pág. 138.

  2. Por ejemplo, véase Jeanne Newman, “Con el son de trompeta”, Liahona, agosto, septiembre de 1985, pág. 21.