“Pedir con fe”, capítulo 1 de Los santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, tomo I, El estandarte de la verdad, 1815 – 1846, 2018
Capítulo 1: “Pedir con fe”
Capítulo 1
Pedir con fe
En 1815, la isla indonesia de Sumbawa lucía frondosa y verde gracias a las recientes lluvias. Las familias se preparaban para la llegada de la estación seca, tal como lo habían hecho cada año por generaciones, cultivando arrozales a la sombra de un volcán llamado Tambora.
El 5 de abril, tras décadas de inactividad, la montaña despertó rugiendo y arrojando cenizas y fuego. A cientos de kilómetros de distancia, las personas escuchaban lo que parecían disparos de cañón. Se produjeron pequeñas erupciones durante varios días. Entonces, la noche del 10 de abril, la montaña entera estalló. Tres columnas ardientes salieron disparadas hacia el cielo y se fusionaron en una enorme explosión. Fuego líquido descendió por la ladera de la montaña y rodeó la aldea que se encontraba al pie del monte. Los torbellinos asolaron la región, arrancando árboles y arrasando las casas1.
El caos continuó toda aquella noche y al día siguiente, hasta el anochecer. Las cenizas cubrían kilómetros de tierra y mar, y en algunos lugares se acumulaban hasta alcanzar más de medio metro de altura. El mediodía parecía la medianoche. El mar embravecido se precipitó sobre la costa, arruinando las cosechas e inundando las aldeas. Durante semanas, Tambora hizo llover cenizas, rocas y fuego2.
En los meses subsiguientes, los efectos de la erupción se propagaron por todo el planeta. Por todo el mundo, las personas se asombraban de las espectaculares puestas de sol, pero aquellos colores resplandecientes ocultaban los efectos mortales de la ceniza volcánica que circunvolaba la Tierra. Al año siguiente, el clima se tornó impredecible y devastador3.
La erupción hizo que las temperaturas descendieran en la India, y el cólera mató a miles de personas, destrozando familias. En los fértiles valles de China, unas tormentas de nieve reemplazaron al habitual clima apacible del verano, y las lluvias torrenciales destruyeron los cultivos. En Europa, el abastecimiento de alimentos disminuyó, lo que produjo hambre y pánico4.
En todas partes, la gente buscaba una explicación para el sufrimiento y las muertes que el insólito clima había causado. Las plegarias y los cánticos de hombres santos resonaban en los templos hindúes de la India. Los poetas chinos intentaban darle sentido al dolor y las pérdidas. En Francia y Gran Bretaña, sus habitantes caían de rodillas temiendo que les hubiesen sobrevenido las terribles calamidades predichas en la Biblia. En Norteamérica, los ministros religiosos predicaban que Dios estaba castigando a los cristianos desobedientes, y elevaban advertencias para avivar los sentimientos religiosos.
En esas regiones, la gente acudía en masa a las iglesias y a las reuniones de resurgimiento religioso, ansiosa por saber cómo podían salvarse de la destrucción inminente5.
La erupción del Tambora afectó el clima de Norteamérica todo el año siguiente. La primavera terminó con nevadas y heladas fatales, y 1816 pasó a la historia como el año que no hubo verano6. En Vermont, en el extremo noreste de los Estados Unidos, los cerros pedregosos habían frustrado durante años a un granjero llamado Joseph Smith, padre. Pero esa temporada, cuando él y su esposa, Lucy Mack Smith, vieron que sus cultivos se congelaban bajo las interminables heladas, supieron que afrontarían la ruina económica y un futuro incierto si permanecían donde estaban.
A sus 45 años, Joseph, padre, ya no era un joven, y la idea de volver a empezar en nuevas tierras le desalentaba. Él sabía que sus hijos mayores, Alvin, de 18 años, y Hyrum, de 16 años, podrían ayudarlo a limpiar el terreno, construir una casa y plantar y cosechar cultivos. Sophronia, su hija de 13 años, tenía edad suficiente para ayudar a Lucy con las tareas de la casa y la granja. Sus hijos menores, Samuel, de 8 años, y William, de 5 años, ayudaban cada vez más, y Katharine, de 3 años, y el recién nacido Don Carlos algún día tendrían la edad suficiente para contribuir.
En cuanto a José, su hijo de 10 años, la situación era diferente. Cuatro años antes, José se había sometido a una operación para sanar de una infección que tenía en la pierna, y desde entonces caminaba con una muleta. Aunque comenzaba a sentir que su pierna recuperaba la fuerza, José cojeaba con dolor, y Joseph, padre, no sabía si llegaría a ser tan fuerte como Alvin y Hyrum7.
Confiando en que podrían apoyarse mutuamente, los Smith tomaron la determinación de abandonar su hogar en Vermont para ir en busca de mejores tierras8. Al igual que muchos de sus vecinos, Joseph, padre, decidió ir al estado de Nueva York, donde esperaba conseguir una buena granja que pudieran comprar a crédito. Luego, mandaría a traer a Lucy y los niños, y la familia podría volver a comenzar.
Cuando Joseph, padre, partió para Nueva York, Alvin y Hyrum caminaron junto a él un trecho del camino antes de decirle adiós. Joseph, padre, amaba entrañablemente a su esposa y sus hijos, pero él no había podido brindarles mucha estabilidad en la vida. La mala fortuna y algunas inversiones fallidas habían mantenido a la familia en la pobreza y el desarraigo. Tal vez, en el estado de Nueva York todo sería diferente9.
Al invierno siguiente, José Smith caminó cojeando a través de la nieve junto a su madre, sus hermanos y hermanas. Se dirigían rumbo al oeste hacia una aldea del estado de Nueva York, llamada Palmyra, en cuyas cercanías Joseph, padre, había hallado buenas tierras y esperaba por su familia.
Debido a que su esposo no podía ayudarla con la mudanza, Lucy había contratado a un hombre llamado Sr. Howard para que condujera su carromato. En el trayecto, el Sr. Howard trató con rudeza las pertenencias de la familia y malgastó en alcohol y apuestas el dinero que le pagaron. Más adelante, al unírseles otra familia que viajaba hacia el oeste, el Sr. Howard echó a José del carromato para que las hijas de la otra familia se sentaran con él mientras dirigía la yunta.
Sabiendo cuánto le dolía caminar a José, Alvin y Hyrum hicieron frente al Sr. Howard en varias ocasiones, pero una y otra vez, él los derribó con la empuñadura de su látigo10.
Si hubiese sido mayor, probablemente José habría intentado enfrentarse, él mismo, al Sr. Howard. Su pierna herida le había impedido trabajar y jugar, pero su férrea voluntad compensaba su cuerpo debilitado. Antes que los médicos le abrieran la pierna y le extirparan trozos infectados de hueso, ellos quisieron atarlo y darle brandy para mitigar el dolor, pero José solo pidió que su padre lo sostuviera.
Él se mantuvo despierto y alerta durante la operación, con el rostro pálido y cubierto de sudor. Su madre, normalmente una persona muy fuerte, estuvo a punto de colapsar al escuchar sus gritos. Tras esa experiencia, ella pensó que probablemente ahora podría soportar cualquier cosa11.
Mientras caminaba cojeando junto al carromato, José veía que su madre ciertamente estaba esforzándose por aguantar al Sr. Howard. Ya habían viajado más de 300 kilómetros y hasta ese momento, ella había sido más que paciente con el mal comportamiento del conductor.
Una mañana, faltando unos 160 kilómetros para llegar a Palmyra, Lucy se preparaba para otra jornada de viaje cuando Alvin llegó corriendo hasta ella. El Sr. Howard había arrojado sus bienes y maletas a la calle y estaba a punto de marcharse con los caballos y el carromato de la familia Smith.
Lucy encontró al hombre en un bar. —Como hay un Dios en el cielo —exclamó—, el carromato y esos caballos, así como también los bienes que los acompañan, son míos.
Miró a su alrededor; el bar estaba lleno de hombres y mujeres, la mayoría de los cuales eran viajeros como ella. —Este hombre —prosiguió Lucy con la mirada fija en ellos— está decidido a despojarme de todos los medios que poseo para proseguir mi viaje, y quiere dejarme totalmente desamparada con ocho niños pequeños.
El Sr. Howard dijo que ya había gastado el dinero que ella le había pagado para conducir el carromato, y que él no podía seguir adelante.
—Usted ya no me sirve para nada —le increpó Lucy—. Me encargaré de la yunta yo misma.
Dejó al Sr. Howard en el bar y juró que reuniría a sus hijos con su padre a como diera lugar12.
El resto del trayecto fue a través del fango y con frío, pero Lucy condujo a su familia a salvo hasta Palmyra. Cuando vio a los niños abrazar a su padre y besarle el rostro, se sintió recompensada por todo lo que habían sufrido para llegar hasta allí.
La familia alquiló rápidamente una pequeña casa en el pueblo y deliberaron sobre cómo podrían comprar su propia granja13. Decidieron que la mejor opción era trabajar hasta que ahorrasen suficiente dinero para pagar el anticipo por unas tierras en un bosque cercano. Joseph, padre, y los hijos mayores cavaron pozos, cortaron madera para hacer cercos y cosecharon heno a cambio de dinero, mientras que Lucy y las hijas prepararon y vendieron pasteles, refrescos y telas decorativas para traer el pan a la mesa14.
A medida que José fue creciendo, su pierna se fue fortaleciendo y llegó a poder andar con facilidad por Palmyra. En el pueblo, tuvo contacto con personas de toda la región, muchas de las cuales se volcaban en la religión para satisfacer sus anhelos espirituales y darle explicación a las adversidades de la vida. José y su familia no pertenecían a ninguna iglesia, pero muchos de sus vecinos asistían o bien a alguna de las espigadas capillas presbiterianas, o bien al centro de reuniones de los bautistas, o al salón cuáquero o al campamento donde los predicadores viajeros metodistas hacían reuniones de vez en cuando para reavivar el sentimiento religioso15.
Cuando José tenía 12 años, los debates religiosos cundían por toda Palmyra. A pesar de que leía poco, le gustaba analizar profundamente las ideas. Escuchaba a los predicadores con la esperanza de aprender más acerca de su alma inmortal, pero sus sermones a menudo lo perturbaban. Le decían que él era un pecador en un mundo pecaminoso, desamparado sin la gracia salvadora de Jesucristo. Y aunque José creyó en ese mensaje y se sentía mal por sus pecados, no sabía cómo hallar el perdón16.
José pensaba que asistir a la iglesia le serviría de ayuda, mas no lograba decidirse por un lugar de adoración. Las diversas iglesias discutían incesantemente acerca de la forma en que la gente podía ser libre del pecado. Luego de escuchar aquellos debates por un tiempo, José se sintió angustiado al ver que la gente leía la misma Biblia pero llegaba a diferentes conclusiones en cuanto a su significado. Él creía que la verdad de Dios estaba en algún lugar, pero no sabía cómo hallarla17.
Sus padres tampoco lo sabían con seguridad. Tanto Lucy como Joseph, padre, provenían de familias cristianas, y ambos creían en la Biblia y en Jesucristo. Lucy asistía a la iglesia, y a menudo llevaba a sus hijos a las reuniones. Ella había estado buscando la verdadera Iglesia de Jesucristo desde la muerte de su hermana hacía muchos años.
En una ocasión, antes de que José naciera, ella enfermó gravemente, y sintió temor de que muriera antes de encontrar la verdad. Ella sintió que había un abismo oscuro y desolado entre ella y el Salvador, y supo que no estaba preparada para la vida venidera.
Despierta en su lecho toda la noche, oraba a Dios y le prometía que si Él le permitía vivir, ella encontraría la Iglesia de Jesucristo. Mientras oraba, la voz del Señor le habló a ella, asegurándole que si buscaba, encontraría. Desde ese entonces, había visitado más iglesias, pero aún no había encontrado la correcta. Aun cuando parecía que la Iglesia del Salvador ya no estaba más en la Tierra, ella siguió buscando, pensando en que ir a la iglesia era mejor que no hacerlo18.
Al igual que su esposa, Joseph, padre, tenía hambre de la verdad, pero pensaba que era preferible no asistir a ninguna iglesia antes que asistir a la denominación incorrecta. Joseph, padre, seguía el consejo de su padre y escudriñaba las Escrituras, oraba fervientemente y creía que Jesucristo había venido para salvar al mundo19. Sin embargo, no podía conciliar lo que pensaba que era verdadero con la confusión y discordia que veía en las iglesias a su alrededor. Una noche soñó que los predicadores que contendían eran como vacas que mugían mientras removían la tierra con sus cuernos; lo que hizo crecer su inquietud en cuanto a lo poco que ellos sabían acerca del reino de Dios20.
El descontento de sus padres con las iglesias de la localidad solo aumentó aún más la confusión de José21. Estaba en juego su alma, pero nadie le daba respuestas satisfactorias.
Después de ahorrar por más de un año, la familia Smith tuvo suficiente para hacer un pago por la compra de 40 hectáreas de bosque en Manchester, justo al sur de Palmyra. Allí, en los momentos en que no trabajaban como jornaleros, pinchaban los arces para recolectar su sabia azucarada, plantaron un huerto y prepararon el terreno para plantar cultivos22.
Mientras labraba la tierra, José seguía preocupado por sus pecados y el bienestar de su alma. El resurgimiento religioso en Palmyra se había aplacado, pero los predicadores continuaban compitiendo por ganar conversos allí y en toda la región23. Día y noche, José contemplaba el sol, la luna y las estrellas que surcan el firmamento en perfecto orden y majestuosidad, y admiraba la belleza de la tierra rebosante de vida. También observaba a la gente que lo rodeaba y se maravillaba de su fuerza e inteligencia. Todo parecía testificar que Dios existía y que había creado al género humano a Su propia imagen. Pero, ¿cómo podía José comunicarse con él?24.
En el verano de 1819, cuando José tenía 13 años, varios predicadores metodistas se congregaron para una conferencia a pocos kilómetros de la granja de los Smith y recorrieron toda la comarca para instar a familias, como la de José, a que se convirtieran. El éxito de esos predicadores preocupó a otros ministros religiosos de la zona y, en poco tiempo, la lucha por ganar conversos se volvió intensa.
José asistió a reuniones, escuchó sermones conmovedores y presenció los gritos de gozo de los conversos. Deseaba exclamar junto con ellos, pero se sentía a menudo en medio de una guerra de palabras y opiniones. “¿Cuál de todos estos grupos tiene razón; o están todos en error?”, se preguntaba. “Si uno de ellos es verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo?”. Él sabía que necesitaba la gracia y la misericordia de Cristo, pero no sabía dónde hallarlas por causa de las muchas personas e iglesias que contendían en cuanto a religión25.
La esperanza de hallar respuestas y paz para su alma parecía alejarse de él. Se preguntaba cómo alguien podría encontrar la verdad en medio de tanto alboroto26.
Un día, mientras oía un sermón, José escuchó que el ministro citó un pasaje del primer capítulo de Santiago, en el Nuevo Testamento. “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría —dijo él—, pídala a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche…”27.
José regresó a su casa y leyó el versículo en la Biblia. “Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más fuerza que este en esta ocasión, el mío”, recordaría él posteriormente. “Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo”. Hasta entonces, él había escudriñado la Biblia como si esta tuviera todas las respuestas, pero ahora la Biblia le decía que podía acudir directamente a Dios para recibir respuestas personales a sus preguntas.
José se decidió a orar. Nunca había orado en voz alta, pero confiaba en la promesa de la Biblia. “Pida con fe, no dudando nada”, enseñaba28. Dios escucharía sus preguntas, aun si las expresaba con palabras torpes.