Capítulo 1
Dónde y cuándo
—Dile que haga que la Iglesia regrese.
—¿Qué? —dijo ella. La voz suave y urgente sorprendió y confundió a Nora Siu Yuen Koot, de dieciséis años.
—Dile que haga que la Iglesia regrese —escuchó nuevamente Nora y con claridad.
Era como si alguien se lo hubiera susurrado al oído derecho, pero no había nadie cerca. Ella estaba sola fuera de un hotel en Hong Kong en septiembre de 1954. Unos visitantes de Estados Unidos acababan de abordar un autobús hacia el aeropuerto y ella los estaba despidiendo.
Los visitantes eran líderes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que estaban de viaje por el este de Asia. Más de mil millones de personas vivían en esa parte del mundo, pero solo mil de ellas habían aceptado el Evangelio restaurado de Jesucristo. Durante varios años, la Iglesia no había tenido una presencia oficial en Hong Kong, no desde que los disturbios sociales en China y una guerra en el cercano país de Corea habían llevado a los líderes de la Iglesia a cerrar la misión en 1951. Sin embargo, ahora el conflicto había terminado y los visitantes habían venido a ver a Nora y a los otros dieciocho santos que vivían en la ciudad.
El líder del grupo era el élder Harold B. Lee, uno de los apóstoles de mayor antigüedad del Cuórum de los Doce Apóstoles de la Iglesia. Nora podía darse cuenta de que él era una persona importante, pero no sabía lo suficiente sobre la administración de la Iglesia como para decir el porqué. Aun así, sabía que el mensaje que le habían susurrado era para él.
Sin pensarlo más, ella extendió la mano hacia el autobús, con la esperanza de que este no se alejara.
—Apóstol Lee —dijo ella. El élder Lee extendió la mano por una ventana abierta y Nora la tomó—. Por favor, haga que la Iglesia regrese. Nosotros, los santos, sin la Iglesia somos como personas sin comida. Necesitamos alimento espiritual.
—No me corresponde a mí decidirlo —dijo el apóstol con los ojos llenos de lágrimas—, pero voy a informar a los hermanos. Le dijo a Nora que orara y conservara la fe, asegurándole de que siempre y cuando hubiera santos fieles como ella, la Iglesia estaba presente en Hong Kong.
Luego, el autobús se puso en marcha y se alejó lentamente.
Pasaron meses y Nora no tuvo noticias de la Iglesia. A veces se preguntaba si alguna vez tendría noticias. Los misioneros Santos de los Últimos Días siempre habían tenido dificultades en Hong Kong. Los élderes habían predicado por primera vez allí en la década de 1850, pero las enfermedades, las diferencias religiosas y culturales, la pobreza y la barrera del idioma los habían llevado a abandonar la misión después de transcurrir solo unos meses y no tener ningún bautismo. El siguiente grupo de misioneros llegó en 1949, pero esa misión había durado solo dos años.
Fue durante ese tiempo, que Nora y sus dos hermanas más jóvenes se convirtieron en las primeras personas de China en unirse a la Iglesia en Hong Kong. Su familia estaba entre los cientos de miles de refugiados que habían venido a la colonia británica para escapar de los disturbios que había en China continental. La sede central de la misión se encontraba en la misma calle donde ellas vivían y la madrastra de Nora las enviaba allí cada mañana con la esperanza de que pudieran aprender inglés y lo que fuera que los misioneros estuvieran enseñando.
Nora aún podía recordar las lecciones de la Biblia que recibió de la hermana Sai Lang Aki, una misionera hawaiana de ascendencia china, quien la ayudó a aprender inglés. Nora recibió un testimonio del Evangelio restaurado en esa época. Su testimonio la ayudó a mantenerse fuerte después de que la misión se cerrara, cuando parecía que el sol se había ocultado para Hong Kong. A pesar de no haber ordenanzas del sacerdocio, reuniones sacramentales, centros de reuniones ni literatura de la Iglesia en chino, ella se aferró tenazmente a su fe en Jesucristo.
En agosto de 1955, casi un año después de la visita del élder Lee, un joven alto de pelo rubio se acercó a Nora en el cine donde ella trabajaba. De repente reconoció a Grant Heaton, quien había prestado servicio como misionero en Hong Kong antes de que la misión se cerrara. Él y su esposa, Luana, acababan de llegar a Hong Kong para abrir la recientemente creada Misión del Lejano Oriente Sur.
Nora estaba muy feliz. Tal como había esperado, el élder Lee había hablado con los líderes de la Iglesia sobre los santos de Hong Kong. De hecho, poco después de regresar a los Estados Unidos, había recomendado reabrir la misión e incluso contó la historia de Nora en la conferencia general de la Iglesia. Entonces, el Presidente de la Iglesia, David O. McKay, había llamado a Grant para dirigir la nueva misión, que abarcaba Hong Kong, Taiwán, Filipinas, Guam y otros lugares de la región.
—El sol está saliendo —pensó Nora—. ¡La mañana ha regresado para los santos de Hong Kong!.
El 22 de septiembre de 1955, casi dos meses después de la apertura de la Misión del Lejano Oriente Sur, el presidente David O. McKay volvió a Salt Lake City luego de una visita de cinco semanas a los santos de Europa. Aunque él y su esposa, Emma Ray, habían estado encerrados en un avión todo el día, saludaron con alegría a los líderes de la Iglesia, familiares y amigos que fueron al aeropuerto para darles la bienvenida a casa.
El presidente McKay se detuvo en la pista para hablar de inmediato con los fotógrafos y los periodistas sobre el punto destacado de su recorrido: la dedicación del templo cerca de Berna, Suiza. Este era ahora uno de los siete templos en funcionamiento en el mundo y el primero en Europa. Su dedicación se había efectuado en diez sesiones y en siete idiomas. Cientos de santos europeos ya habían recibido su investidura en sus salas.
Los ciudadanos de Berna estaban encantados con el edificio sagrado. “Lo llaman ‘nuestro templo’, dijo el presidente McKay a un periodista, y ahora, a los miembros de la Iglesia allí se los considera cristianos”.
El Templo de Suiza fue un símbolo del compromiso de la Iglesia de establecer congregaciones fuertes en todo el mundo después de haber estado alentando por décadas a los santos a congregarse en Utah. Ahora, con templos en construcción en Inglaterra y en Nueva Zelanda, la Iglesia estaba tratando de acercar los templos a sus miembros más alejados y ampliar la disponibilidad de las ordenanzas del templo.
El presidente McKay sabía que estos templos solo eran el comienzo. Como José Smith había profetizado, la verdad de Dios abarcaría todo país y resonaría en todo oído.
Ese día aún no había llegado, pero la Iglesia estaba progresando. Aunque la mayor parte de la población mundial nunca había escuchado sobre el Evangelio restaurado de Jesucristo, el respeto hacia la Iglesia venía creciendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Había casi un millón de Santos de los Últimos Días en el mundo y muchas personas admiraban sus vidas saludables, sus valores cristianos, su preocupación por los pobres y su mensaje gozoso. El Coro del Tabernáculo de la Iglesia también se había convertido en un grupo popular de interpretación musical en transmisiones de radio de todo el mundo. A comienzos del año, cuando la Iglesia celebró su aniversario número 125, el periódico The New York Times, uno de los más prominentes de Estados Unidos, no tuvo más que elogios para los santos.
En tanto que el presidente McKay y sus consejeros, Stephen L Richards y J. Reuben Clark, contemplaban el destino de la Iglesia, eran conscientes de los obstáculos que se encontraban en el camino hacia un crecimiento aún mayor.
Uno de los obstáculos era proporcionar buenos centros de reuniones y otras instalaciones para los santos. En la década de 1920, la Iglesia había creado un sistema para suministrar a las congregaciones planos arquitectónicos estandarizados y financiamiento significativo para ayudar a los santos locales a construir edificios con electricidad, plomería interior y, más recientemente, aire acondicionado. Sin embargo, en lugares donde la Iglesia estaba menos establecida, muchas ramas no tenían los medios ni la experiencia para llevar a cabo proyectos a gran escala. Como resultado, a menudo tenían que reunirse en salones alquilados.
Los problemas se profundizaban en muchas partes del mundo. Algunas ramas tenían dificultades porque tenían pocos miembros, líderes locales sin experiencia, un contacto poco frecuente con las Oficinas Generales de la Iglesia y escasa literatura de la Iglesia en los idiomas locales. Algunos lugares simplemente estaban muy lejos de las estacas o distritos de la Iglesia como para mantener congregaciones fuertes.
Además, dado que más del noventa por ciento de los Santos de los Últimos Días vivían en los Estados Unidos, a menudo se asociaba a la Iglesia con los Estados Unidos. Esta percepción creaba problemas en los países comunistas como la Unión Soviética, que eran profundamente desconfiados hacia los Estados Unidos y la religión en general. En la última década, muchos de estos países habían promulgado políticas que dificultaban, si no imposibilitaban, que la Iglesia operara dentro de sus fronteras.
La apertura de la Misión del Lejano Oriente Sur demostró que la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles estaban ansiosos por expandir la obra misional a nuevas regiones, especialmente en Asia y Sudamérica. Sin embargo, África representaba un obstáculo particular. Desde principios de la década de 1850, la Iglesia había restringido la posesión del sacerdocio y la recepción de la investidura y las ordenanzas selladoras para las personas de ascendencia negra africana, por lo que la Iglesia había llevado a cabo poca obra misional en ese continente. Aun así, de vez en cuando, los líderes de la Iglesia recibían cartas de personas de África Occidental que expresaban su interés en el Evangelio restaurado.
El presidente McKay tenía en mente estos desafíos y esos éxitos seis meses después, cuando viajó a California para dedicar el Templo de Los Ángeles. Los planes para el edificio habían comenzado bajo la dirección del presidente Heber J. Grant, pero la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial habían retrasado su finalización durante casi veinte años. Era el templo más grande que la Iglesia había construido y su programa de puertas abiertas altamente publicitado había dado a setecientas mil personas la oportunidad de entrar y aprender sobre su propósito sagrado.
En la ceremonia de dedicación, el presidente McKay agradeció al Señor mientras observaba a la congregación en la sala de asambleas del templo.
—Hemos sentido Tu presencia y en momentos de duda y perplejidad hemos escuchado Tu voz —declaró en su oración dedicatoria—. Aquí, en Tu Santa Casa, con humildad y profunda gratitud reconocemos Tu guía divina, Tu protección e inspiración.
Aproximadamente por estas fechas, en São Paulo, Brasil, un aspirante a pastor metodista llamado Hélio da Rocha Camargo comenzaba su tercer año de estudios en una universidad teológica. Un día, un conocido de su congregación le dijo que se había reunido con los misioneros Santos de los Últimos Días e invitó a Hélio a asistir a su próxima cita.
Hélio tenía curiosidad sobre los santos y sus enseñanzas, por lo que aceptó la invitación. La Iglesia había estado en Brasil durante casi treinta años, pero solo había unos mil trescientos miembros en el país y Hélio no había conocido a ninguno hasta entonces. Lamentablemente, el día de la cita, los misioneros no se presentaron.
Poco después, durante un debate en clase sobre la naturaleza de Dios, Hélio le preguntó a su profesor si los Santos de los Últimos Días creían en la Trinidad, o la opinión de que Dios el Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo eran un solo ser.
—No tengo información —dijo el profesor. Ni siquiera sabía si los Santos de los Últimos Días eran cristianos.
—Bueno —dijo Hélio—, creo que se consideran cristianos, porque el nombre oficial de la Iglesia es la Iglesia de Jesucristo.
—Vea si es posible encontrar a alguno en São Paulo —dijo el profesor. Luego, sugirió que Hélio invitara a un Santo de los Últimos Días a hablar ante el cuerpo estudiantil en su foro semanal.
Hélio fue a las oficinas centrales de la Iglesia en la ciudad e invitó a Asael Sorensen, presidente de la Misión Brasileña, a hablar en el foro. El presidente Sorensen quería aceptar la invitación, pero como tenía un compromiso previo, ofreció enviar a dos misioneros jóvenes en su lugar.
—Le garantizo que estos jóvenes están bien preparados —le dijo a Hélio.
El día del foro, dos misioneros de los Estados Unidos, los élderes David Richardson y Roger Call, llegaron a la universidad. Hélio dio la bienvenida a los jóvenes y los presentó ante una audiencia de alrededor de cincuenta estudiantes y una docena de profesores. El élder Richardson, que tenía más experiencia hablando portugués, caminó hacia el púlpito y comenzó a hablar sobre la Iglesia. Mientras tanto, el élder Call anotaba los puntos importantes en una pizarra.
Hélio quedó impresionado por el valor y la calma del élder Richardson. El joven habló primero sobre la Trinidad y testificó que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran tres seres separados. Pronto, los miembros de la audiencia comenzaron a interrumpirlo, haciendo pregunta tras pregunta. “Permítanme terminar —dijo el élder Richardson finalmente— y luego podrán hacer preguntas”.
La audiencia se quedó en silencio y el misionero continuó su mensaje. Utilizaba la Biblia a menudo y cada vez que citaba un versículo, los profesores y estudiantes abrían sus ejemplares de las Escrituras para comprobar su precisión. Hélio podía percibir que sus colegas no estaban de acuerdo con todo lo que los misioneros estaban enseñando, pero ahora estaban escuchando con más respeto.
Luego, el élder Richardson tocó el tema de la autoridad del sacerdocio y el bautismo. “Si pudiéramos demostrarles que tenemos la autoridad para bautizar —dijo él—, ¿cuántos de ustedes se bautizarían?”.
Un estudiante gritó: “¡Sí!”, y el director de la universidad le frunció el ceño con disgusto.
Cuando el élder Richardson concluyó su presentación, invitó a la audiencia a hacer preguntas. De inmediato, algunos de los estudiantes preguntaron por la Masacre de Mountain Meadows y otros temas controversiales. Parecía que pocos estudiantes querían mostrarse interesados en la Iglesia.
Después de la presentación, Hélio y otros tres estudiantes fueron a almorzar con los misioneros. Ellos les hicieron más preguntas a los élderes y manifestaron un interés sincero en su mensaje. Hélio quería aprender más sobre la Iglesia, pero su tiempo era valioso. Él y su esposa, Nair, tenían cuatro hijos pequeños y otro en camino. Entre la escuela y la familia, se mantenía ocupado.
No pasó mucho tiempo hasta que dejó de lado su interés en los santos y perdió contacto con los misioneros.
Un día, en mayo de 1956, Mosese Muti y su amigo y hermano de la Iglesia, ʻAtonio ʻAmasio, viajaban por una carretera justo fuera de la ciudad de Nukualofa, Tonga, en las islas del Pacífico. Mientras conversaban, un automóvil los rebasó y se detuvo abruptamente. Ambos hombres sabían que el automóvil pertenecía a Fred Stone, presidente de la Misión Tongana. El presidente Stone tenía unos cincuenta años, apenas un poco más que Mosese. Él y su esposa, Sylvia, habían estado trabajando en el país durante aproximadamente seis meses.
Mosese y ʻAtonio se apresuraron a acercarse al automóvil y el presidente Stone los saludó. “¿Conocen a alguien que desee ir a una misión?”, preguntó él. A lo largo del Pacífico Sur, la Iglesia estaba llamando a decenas de “misioneros constructores” para acelerar el ritmo de la edificación de capillas en la zona. El presidente McKay había aprobado recientemente la construcción de veintiún capillas nuevas en Tonga, y el presidente Stone fue autorizado para llamar a los santos locales para llevar a cabo el trabajo.
Mosese miró a ʻAtonio y su amigo se encogió de hombros. Había más de cuatro mil miembros de la Iglesia en Tonga, pero no se le venía a la mente ningún posible misionero. Las misiones de construcción proporcionaban a los santos una valiosa capacitación práctica como albañiles, electricistas, plomeros y carpinteros, lo cual podía ayudarlos a conseguir empleo después de la misión, pero el trabajo podía ser agotador.
—Deben conocer a alguien —insistió el presidente Stone—. ¿Y tú, Muti?
—Si es un llamamiento del Señor, iré con gusto —dijo Mosese. Él y su esposa, Salavia, habían sido miembros de la Iglesia durante más de veinte años. Ya habían servido varias misiones, entre ellas una para ayudar a construir Liahona College, la nueva escuela secundaria de la Iglesia en Tonga. Sin embargo, ahora Mosese trabajaba como gerente de suministros de construcción para el gobierno de Tonga y tenía una gran familia que mantener. No quería alterar su vida simplemente porque el presidente necesitaba un misionero dispuesto.
—El Señor lo quiere a usted —le aseguró el presidente Stone—. ¿Tiene algo de dinero o ahorros?
—Es por eso que le di la respuesta que le di —dijo Mosese—. Él sabe lo pobres que somos y con qué tendría que bendecirnos para que lográramos ir a una misión.
—¿Por qué no lo habla con Salavia? —sugirió el presidente Stone—. Hágame saber cómo se siente ella acerca de ir a esta misión.
—Todo lo que deseo saber es dónde y cuándo —dijo Mosese.
El presidente le dijo que iba a servir en Niue, una pequeña nación isleña a casi seiscientos cuarenta kilómetros al noreste de Tonga. Cuatro misioneros ya estaban predicando el Evangelio y se estaban preparando para construir una capilla allí, pero el progreso era lento.
—Mi esposa y mi familia estarán felices de ir —dijo Mosese. Luego, le contó al presidente Stone sobre un sueño que había tenido recientemente en el que él y Salavia caminaban juntos en otra isla. “Era un lugar donde todos los pueblos se encuentran alrededor de la isla a lo largo del mar —dijo Mosese—. Nunca había visto una isla así. ¡Debe ser Niue!”.
—Bien —dijo el presidente—. Tiene dos semanas y media para prepararse antes de que llegue la embarcación.
Salavia se regocijó cuando Mosese le contó acerca del llamamiento misional y juntos agradecieron al Señor por ello. Desde su matrimonio en 1933, ella nunca había sabido de ninguna ocasión en la que él hubiera rechazado una oportunidad de servir en la Iglesia. Y ella compartía su dedicación a la obra misional, confiando en que Dios los bendeciría por los sacrificios que hacían en Su nombre.
Más que cualquier otra cosa, los Muti anhelaban recibir sus bendiciones del templo. El templo más cercano se encontraba en Hawái, a cuatro mil ochocientos kilómetros de distancia, y el costo del viaje siempre había impedido que viajaran. Una vez que el templo en Nueva Zelanda se hubiera terminado, el viaje para lograr este objetivo sería mucho más corto; pero incluso entonces, el costo sería más de lo que podían pagar, especialmente ahora que se iban a otra misión.
Aun así, tenían motivos para esperar entrar en el templo algún día. En 1938, mientras Mosese estaba sirviendo una misión, el apóstol George Albert Smith había visitado Tonga y le había conferido el Sacerdocio de Melquisedec. “Si continúa con su obra misional —le había prometido el apóstol—, pasará por el templo sin gastar un solo centavo de su bolsillo”.
El 29 de mayo de 1956, Mosese y Salavia abordaron una embarcación a Niue con sus cuatro hijos más pequeños. La familia tenía apenas el dinero suficiente para reservar el pasaje. Sin embargo, la manera en que se sustentarían en el campo misional estaba en las manos del Señor. A medida que Tonga quedaba atrás, reemplazada por olas ondulantes y un horizonte infinito, los Muti estaban llenos de fe en las promesas de Dios.
Unos meses después de que la familia Muti partió hacia Niue, Hélio da Rocha Camargo se encontraba lleno de dudas sobre el bautismo de los niños pequeños, una práctica común entre los metodistas y otras denominaciones cristianas. Al principio, simplemente deseaba claridad. ¿Por qué estas iglesias bautizaban a los niños pequeños? ¿Cómo beneficiaba el bautismo a los bebés? La Biblia parecía no decir nada sobre la práctica, por lo que planteó estas preguntas a sus profesores y compañeros estudiantes de la universidad teológica. Nadie podía responderlas satisfactoriamente.
—Como costumbre histórica, debe preservarse —sugirió una persona.
—¿Qué beneficio tiene? —preguntó Hélio sin poder encontrarle la lógica —. ¿Acaso las tradiciones históricas son necesariamente verdaderas?
Cuanto más pensaba en el bautismo de los niños pequeños, más lo inquietaba el asunto. Su esposa, Nair, acaba de dar a luz a su quinto hijo, un niño llamado Josué. ¿Por qué un bebé como Josué tendría que ser bautizado? ¿Qué pecado había cometido?.
Otros estudiantes de la universidad se unieron a Hélio en el cuestionamiento de dicha práctica. Alarmados, los administradores de la escuela convocaron a un consejo de profesores y entrevistaron a Hélio y a los otros estudiantes. Hélio fue sincero con los profesores. “No encuentro una justificación suficiente para el bautismo de los niños pequeños —les dijo—. Es una práctica que no está respaldada por doctrina que yo pueda entender o encontrar en el Nuevo Testamento”. Como pastor, él dijo que sinceramente no podía bautizar a un bebé.
Después de la entrevista, Hélio y tres de sus amigos fueron suspendidos por un tiempo para buscar respuestas a sus preguntas. Cuando Hélio se lo contó a Nair, ella estaba molesta. Ella compartía la devoción de Hélio para con Jesucristo y el estudio de la Biblia, y no le gustaba cómo lo estaban tratando en la universidad. Si los estudios de Hélio no lo conducían a estar de acuerdo con las opiniones del consejo de profesores, ellos simplemente pondrían fin a sus estudios en la universidad y quizás a su carrera en el ministerio.
Hélio intentó una vez más comprender el bautismo de los niños pequeños. Pidió a algunos de sus amigos y profesores que lo ayudaran a encontrar respuestas. Ellos se negaron. “¿De qué serviría? —le dijeron—. Nunca cambiarás de opinión”.
—Pero quiero cambiar de opinión —insistió Hélio—. Quiero encontrar una buena razón para cambiarla.
Finalmente, un profesor acordó investigar el asunto con él. Estudiaron cada pasaje del Nuevo Testamento sobre el bautismo e incluso a veces consultaban los comentarios y el texto original en griego para comprender mejor. “Tienes razón —dijo el profesor después de unas semanas—. No existe una base en las Escrituras para tal doctrina”.
Al final de su suspensión, Hélio volvió a reunirse con el consejo universitario y les informó que su posición en cuanto al bautismo de los niños pequeños no había cambiado. Al darse cuenta de que no había nada más que pudieran hacer para que cambiara de opinión, el consejo puso fin a sus estudios en la universidad.
Hélio comenzó a trabajar en un banco, pero continuó leyendo sobre el bautismo y tratando de saber qué enseñaban otras iglesias. Nair respaldó su búsqueda de verdad adicional, pero sus familiares pensaban que era extraño y un poco inmaduro de su parte dejar la universidad. Hélio no les prestó atención. A menudo, oraba para pedir orientación, no solo por su propio bien, sino por el de Nair y su familia. Como padre, sentía la obligación de dirigir a sus hijos hacia la luz y la verdad.
Un día, Hélio se acordó de los misioneros Santos de los Últimos Días que habían ido a la universidad. En ese entonces, él había comprado un libro sobre la iglesia de ellos llamado Una obra maravillosa y un prodigio, pero no había leído mucho de su contenido. Encontró el libro en un estante y lo abrió. El autor, LeGrand Richards, era un apóstol Santo de los Últimos Días que había prestado servicio dos veces como presidente de misión. Cada capítulo describía un principio del Evangelio restaurado, punto por punto, basándose en gran medida en la Biblia para respaldar cada declaración.
Hélio pronto perdió interés en otras iglesias. Una obra maravillosa y un prodigio había captado completamente su atención. “Este libro —pensó él— tiene respuestas que nadie más tiene”.
Sabía que tenía que buscar la Iglesia. Había más por aprender sobre los santos.