Capítulo 26
Quiero servir
Al día siguiente de la explosión en Huaraz, los médicos trasladaron a Manuel Navarro a una clínica de Lima. Allí fue recibido por su presidente de misión, Enrique Ibarra, y recibió una bendición del élder Charles A. Didier, miembro de la presidencia del Área. En la bendición, el élder Didier prometió que Manuel dejaría pronto la clínica y volvería al campo misional.
Luego de atender las demás lesiones de Manuel, los médicos se centraron en reconstruirle el rostro lastimado. Un fragmento de la bomba le había cortado el pómulo y el nervio óptico del ojo derecho, por lo que fue necesario extirparle el ojo. Sus padres, que habían venido a Lima, le dieron la noticia. “Hijo”, le dijo su madre, “te van a operar”.
Manuel se quedó atónito. No sentía dolor en el ojo y, hasta ese momento, no sabía por qué estaba vendado. Su madre lo consoló. “Estamos aquí”, dijo. “Estamos contigo”.
Con un completo apoyo financiero de la Iglesia, Manuel se sometió a tres operaciones para extirparle el ojo y reparar la cuenca dañada. La recuperación iba a ser larga, y algunos miembros de su familia pensaban que él debía regresar a su ciudad natal una vez que le dieran el alta en la clínica, pero Manuel se negó a abandonar el campo misional. “Mi contrato con el Señor es por dos años y aún no ha terminado”, le dijo a su padre.
Mientras se recuperaba en la clínica, Manuel recibió visitas de Luis Palomino, un amigo de su ciudad natal que estaba estudiando en Lima. Aunque sus heridas le dificultaban hablar con Luis, Manuel empezó a compartir las lecciones misionales. Luis se sorprendió e impresionó por la decisión de Manuel de continuar hasta terminar su misión.
—Quiero saber qué te motiva —le dijo Luis—. ¿Por qué tu fe es tan grande?.
Seis semanas después de la explosión, Manuel salió de la clínica y empezó a trabajar en la oficina de la misión en Lima. La amenaza del terrorismo seguía acechando, y él sentía miedo cada vez que veía un automóvil como el que había explotado. Por la noche, le costaba dormir sin medicación.
Cada día, uno de los élderes de la oficina de la misión le cambiaba las vendas a Manuel; él no soportaba mirarse al espejo y ver el ojo que le faltaba. Unas tres semanas después de salir de la clínica, recibió una prótesis.
Un día, Luis fue a la oficina de la misión a visitar a Manuel. “Quiero ser bautizado”, le dijo. “¿Qué debo hacer?”. La oficina de la misión no estaba lejos de donde vivía Luis, así que durante las semanas siguientes, Manuel y su compañero enseñaron a Luis el resto de las lecciones en una capilla cercana. Manuel estaba entusiasmado por enseñar a un amigo y Luis cumplió con entusiasmo todas las metas que se propuso con los misioneros.
El 14 de octubre de 1990, Manuel efectuó el bautismo de Luis. La lesión seguía afectándole, pero esa difícil experiencia le había permitido bautizar a un amigo de su ciudad natal, algo que no esperaba hacer en su misión. Cuando Luis salió del agua, se abrazaron; Manuel sintió el Espíritu con fuerza y sabía que Luis también podía sentirlo.
Para conmemorar la ocasión, Manuel le regaló una Biblia a Luis. “Cuando los días se vuelvan oscuros”, escribió Manuel en el interior de la tapa, “solo recuerda este día, el día en que volviste a nacer”.
Entre tanto, en Utah, Darius Gray recibía una llamada telefónica de su amiga Margery “Marie” Taylor, especialista en genealogía afroamericana de la Biblioteca de Historia Familiar de la Iglesia en Salt Lake City. Acababa de encontrar unos rollos de microfilme con importantes registros afroamericanos y apenas podía contener su emoción. “Tienes que venir aquí para que puedas apreciarlo”, le dijo.
Intrigado, Darius acordó reunirse con ella. La Biblioteca de Historia Familiar era el centro genealógico más grande del mundo y cientos de miles de personas la visitaban cada año. Cuando Darius fue a la biblioteca por primera vez, sabía muy poco sobre sus antepasados, aparte de lo que había averiguado de relatos familiares y fotografías. Marie era la persona que lo había ayudado a encontrar más respuestas. A pesar de no ser de raza negra, ella había demostrado ser una guía experta a la hora de presentarle a Darius los registros sobre su familia y la historia de las personas de raza negra en los Estados Unidos.
Cuando Darius llegó a la Biblioteca de Historia Familiar, Marie le mostró los registros que había encontrado. La Freedman’s Savings and Trust Company había sido constituida por el Congreso de EE. UU. en 1865 para ayudar a proporcionar seguridad financiera a los afroamericanos nacidos libres y a los que anteriormente habían sido esclavos. Más de cien mil personas habían abierto cuentas en el banco, pero este quebró al cabo de nueve años, llevándose consigo los ahorros ganados con tanto esfuerzo por sus clientes.
No obstante la quiebra del banco, sus libros de registro fueron inmensamente valiosos para los genealogistas. Los descendientes de personas esclavizadas a menudo tenían dificultades para encontrar datos sobre sus antepasados. Los registros que la gente solía utilizar para identificar nombres de familiares y fechas —como los listados de los cementerios, los registros de votantes y los certificados de nacimiento y defunción— no existían para las personas esclavizadas o no estaban disponibles en todas partes. Sin embargo, los registros del Freedman’s Bank incluían abundante información personal sobre los titulares de las cuentas, incluidos los nombres de sus familiares y el lugar donde habían sido esclavizados. Algunos registros incluso contenían descripciones físicas de los clientes.
Darius pudo comprender inmediatamente la importancia de esta información para los afroamericanos. Sin embargo, los registros mismos planteaban un gran problema para los investigadores. Los empleados que llevaban los libros habían registrado los nombres y datos de los titulares de las cuentas en el orden en que habían acudido a abrir una cuenta, no alfabéticamente. Esto significaba que los investigadores tenían que revisar los libros de registro línea por línea hasta encontrar la información que buscaban. Para ser útiles, los registros debían estar mejor organizados.
Marie le preguntó a Darius si los miembros del Grupo Génesis podían ayudar a transcribir e indexar los registros, pero no había suficientes personas que tuvieran el tiempo o una computadora personal para hacer el trabajo. Darius escribió a uno de los apóstoles para preguntarle si la Iglesia podía ayudar. Aunque el apóstol expresó su apoyo, dijo que la Iglesia no podía encargarse del proyecto. En aquella época, las Oficinas Generales de la Iglesia no solían patrocinar proyectos de extracción de nombres. Las estacas y los barrios manejaban esa labor.
Cuando se estaban quedando sin opciones, Marie tuvo otra idea. En los últimos veinticinco años, la Iglesia había creado más de mil doscientos centros de historia familiar en cuarenta y cinco países. Estos centros eran lugares donde las personas, tanto miembros de la Iglesia como quienes no lo eran, podían obtener más información sobre sus antepasados. Generalmente, los centros estaban vinculados a estacas, pero Marie sabía que recientemente se había abierto un Centro de Historia Familiar en la Prisión Estatal de Utah. Los reclusos podían utilizar el centro una hora a la semana. ¿Y si ella y Darius los reclutaban para ayudar con el proyecto del Freedman’s Bank?
Marie habló con el director de historia familiar de la prisión y, en poco tiempo, cuatro reclusos voluntarios se pusieron manos a la obra con los registros.
En septiembre de 1990, Alice Johnson estaba estudiando en Holy Child Teacher Training College en Takoradi, Ghana. Había pasado más de un año desde que el Gobierno había suspendido las operaciones de la Iglesia en el país, lo cual había dado fin a su misión de forma abrupta. Al principio, ella no había sabido qué hacer. Sin embargo, por recomendación de su hermana, había decidido ser maestra y la habían aceptado en el colegio universitario para el siguiente año académico.
Como la proscripción se mantenía mes tras mes, Alice y otros miembros de la Iglesia se adaptaron a la adoración en casa. Emmanuel Kissi, presidente del Distrito Acra, Ghana, se convirtió en el presidente de misión en funciones y en la máxima autoridad de la Iglesia en el país. Él viajó mucho por toda Ghana visitando y fortaleciendo a los santos. El Gobierno permitió que los “servicios esenciales” de la Iglesia permanecieran abiertos temporalmente, lo que permitió que algunos empleados de la Iglesia siguieran trabajando en las áreas de bienestar, educación y distribución de la Iglesia. Los santos no podían pagar el diezmo ni dar ofrendas, pero algunos apartaban sus ganancias, esperando pacientemente el momento en que pudieran volver a hacer donativos.
A diferencia de William Acquah y los santos que estuvieron encarcelados unos días en Costa del Cabo, Alice no sufrió ningún acoso durante la proscripción. Ella y algunos amigos se reunían los domingos en una casa privada para participar de la Santa Cena, orar y discursar. Sus padres, que siguieron prestando servicio en su misión sin usar placas de identificación misional ni vestimenta de misioneros, la visitaban cada vez que se encontraban en la zona. Sin embargo, Alice tenía la sensación de estar estancada mientras esperaba que se reanudaran las reuniones regulares de la Iglesia.
Finalmente, en noviembre de 1990, Alice se enteró de que el Gobierno había levantado su prohibición sobre la Iglesia. Desde el inicio de la proscripción, el presidente Kissi y otros santos habían estado presionando a los funcionarios del Gobierno para que pusieran fin a las restricciones. En respuesta a la desinformación sobre las enseñanzas de la Iglesia, escribieron largas cartas explicando la doctrina y la historia de la Iglesia y presentaron peticiones a los líderes del Gobierno en persona. Cuando las autoridades expresaron su preocupación por la antigua restricción del sacerdocio en la Iglesia, los santos explicaron que los miembros de raza negra gozaban de todos los derechos que tenía cualquier otra persona de la Iglesia. Otras iglesias que habían sido hostiles con los Santos de los Últimos Días también defendieron el derecho de adoración de los santos, una vez que vieron que la proscripción ponía en peligro su propia libertad religiosa.
Una persona clave en el levantamiento de la prohibición fue Isaac Addy, gerente regional de Asuntos Temporales para la Iglesia en Ghana. Él era el medio hermano mayor del presidente de Ghana, Jerry Rawlings. Los hermanos estaban distanciados, e Isaac no había querido hablar con Jerry sobre la proscripción. Un día, sin embargo, Georges Bonnet, director de Asuntos Temporales para África, lo convenció para que orara hasta que su corazón se ablandara hacia su hermano. Isaac lo hizo y el Espíritu tocó su corazón. Aceptó reunirse con Jerry. Hablaron esa noche y, al final de la conversación, habían resuelto sus diferencias. Al día siguiente, el Gobierno decidió poner fin a la proscripción.
Alice se emocionó mucho cuando volvió a las reuniones públicas de la Iglesia por primera vez en dieciocho meses. Casi cien santos asistieron a la Rama Takoradi ese día y la reunión duró más de dos horas porque mucha gente subió a dar su testimonio.
Alice sintió emoción y preocupación cuando pensó en los conversos de su misión en Koforidua. Se preguntaba si se habían mantenido fieles al Evangelio durante el último año y medio. Sabía que algunos miembros de la Iglesia se habían desanimado y habían abandonado la fe.
Poco después de finalizada la proscripción, se organizaron las dos primeras estacas en Ghana. En Costa del Cabo, el padre de Alice, Billy Johnson, fue llamado a servir como patriarca. El Gobierno, por su parte, permitió a los santos reanudar la obra misional en el país. Grant Gunnell, recién nombrado presidente de la Misión Ghana Acra, llamó a Alice para una entrevista. Él había ubicado a sesenta de los misioneros que estaban sirviendo antes de la proscripción y quería saber si estaban dispuestos a volver al campo misional.
—¿Le gustaría volver y servir en una misión después de la universidad? —le preguntó.
—No —dijo sin vacilar—. Quiero servir ahora mismo.
—¿Qué?— preguntó el presidente, sorprendido por su rápida respuesta.
—Quiero hacerlo ahora mismo —repitió ella. Su prioridad siempre había sido servir a Dios y estaba dispuesta a hacer una pausa en su educación por Él.
Pronto, Alice se hallaba de vuelta en el campo misional. Cuando se lo contó a su padre, un hombre que había dedicado gran parte de su vida a predicar el Evangelio restaurado, él no se sorprendió.
Cuando Manuel Navarro terminó su misión en marzo de 1991, sus padres fueron a Lima a buscarlo. Como no vivía en los límites de una estaca, el presidente de la misión local lo relevó de su servicio. Sin embargo, Manuel no estaba listo para regresar a Nazca, su ciudad natal en el sur de Perú. Le había prometido a un amigo de su última área que acudiría a su bautismo, así que él y sus padres se quedaron en la ciudad una semana más.
Una mañana, Manuel y su padre salieron a comprar pan para el desayuno. Su padre se dio cuenta de que había olvidado llevar dinero, así que se dio vuelta y volvió a entrar. “Espérame aquí”, le dijo.
Manuel se quedó paralizado. Después de tener un compañero de misión durante tanto tiempo, se sentía extraño al estar solo en la calle. Luego de un momento, decidió quedarse quieto y esperar. “Ya no soy misionero”, pensó él.
Incluso después de regresar a Nazca, Manuel tuvo dificultades para adaptarse a la vida después de la misión, especialmente por su lesión. Dar un apretón de manos era más difícil con un solo ojo. Solía poner la mano en el lugar equivocado. Entonces, un hermano de su rama empezó a jugar al ping-pong con él y el seguir la pequeña pelota blanca con un ojo lo ayudó a desarrollar una mejor percepción de la profundidad.
En abril, Manuel se trasladó a una ciudad más grande, Ica, para iniciar sus estudios universitarios de mecánica automotriz. Estaba a menos de 160 kilómetros (cien millas) de Nazca, y tenía amigos y familiares que vivían allí. Vivía en casa de su tía en una habitación que tenía para él solo. Su madre estaba preocupada por él y lo llamaba casi todas las noches por teléfono. “Hijo”, le decía ella a menudo, “recuerda orar siempre”. Cada vez que se sentía angustiado, oraba pidiendo fuerzas y hallaba refugio en el Señor.
Con el fin de alentar a los jóvenes santos solteros a reunirse y socializar, la Estaca Ica ofrecía clases de Instituto y tenía un grupo de adultos solteros que realizaba actividades y devocionales. Manuel encontró un hogar en esas actividades y en su nuevo barrio en Ica. Aunque los niños en la Iglesia a menudo le miraban fijamente la prótesis que tenía en el ojo, los adultos lo trataban como a cualquier otro miembro.
Un día, Manuel recibió una invitación a reunirse con Alexander Núñez, el presidente de estaca de Ica. Manuel conocía al presidente Núñez desde su adolescencia en Nazca, y el presidente Núñez había visitado su clase de Seminario como coordinador del Sistema Educativo de la Iglesia. Manuel lo admiraba mucho.
Durante la entrevista, el presidente Núñez llamó a Manuel a prestar servicio en el sumo consejo de la estaca.
“¡Vaya!”, se dijo Manuel a sí mismo. Normalmente, los santos que servían en los llamamientos de estaca eran mayores y tenían más experiencia que él. Sin embargo, el presidente Núñez expresó su confianza en él.
En las semanas siguientes, Manuel visitó los barrios que le habían asignado. Al principio, se sentía inseguro cuando trabajaba con los líderes de barrio, pero aprendió a concentrarse en el llamamiento, no en sí mismo. Conforme estudiaba los manuales de la Iglesia y daba informes a la estaca, ya no temía ser demasiado joven para su cargo. Él descubrió que disfrutaba compartir su testimonio con los santos de la estaca, asistir a devocionales y animar a los jóvenes a servir en misiones.
Los problemas causados por las lesiones que sufrió Manuel no desaparecieron. A veces, cuando estaba solo, se sentía triste y conmocionado al pensar en el ataque que sufrió. Las Escrituras están llenas de historias milagrosas de personas fieles que fueron sanadas de enfermedades o preservadas del peligro. Sin embargo, también cuentan las historias de personas como Job y José Smith, que sufrieron dolor e injusticias sin una liberación inmediata. A veces, cuando pensaba en sus lesiones, Manuel se preguntaba: “¿Por qué me tenía que pasar esto a mí?”.
Aun así, sabía que era afortunado por haber sobrevivido al ataque. En los meses posteriores a su lesión, los terroristas habían atacado y asesinado a miembros de la Iglesia y a misioneros, sembrando el dolor y el miedo entre los santos de Perú. Sin embargo, las cosas estaban cambiando. El Gobierno peruano había empezado a tomar medidas enérgicas contra el terrorismo, lo que redujo la cantidad de atentados. Y en la Iglesia, los santos locales adoptaron una iniciativa llamada “Confía en el Señor”, que los invitaba a ayunar, orar y ejercer fe en que serían liberados de la violencia en su país.
Manuel descubrió que sus estudios y su servicio en la Iglesia lo ayudaban a sobrellevar sus dificultades. Confiaba en el Señor y pensaba en Él a menudo.
En la época en que Manuel regresó de su misión, Gordon B. Hinckley, Primer Consejero de la Primera Presidencia, viajó a Hong Kong para conocer posibles sitios para una Casa del Señor. Cuando era un joven apóstol, había supervisado el crecimiento de la Iglesia en Asia, y estaba encantado con su progreso. La región ahora tenía doscientos mil santos y cuatro templos, ubicados en Japón, Taiwán, Corea del Sur y Filipinas. Aunque la Iglesia aun no estaba presente en países como Birmania, Laos, Mongolia y Nepal, nuevas ramas echaban raíces en Singapur, Indonesia, Malasia e India.
Hong Kong, sede de la oficina de la Iglesia del Área Asia, era territorio británico. En seis años, sin embargo, la autoridad sobre la región pasaría del Reino Unido a la República Popular China.
Como parte del traspaso, China prometió honrar los sistemas económicos y políticos de Hong Kong y respetar las prácticas religiosas de sus ciudadanos. Aun así, y habiendo dieciocho mil santos viviendo en el territorio, los líderes de la Iglesia se sintieron compelidos a construir una Casa del Señor allí antes del traspaso de autoridad.
El presidente Hinckley pasó un día mirando varios lugares, pero no encontró ninguna opción asequible. En otras regiones del mundo, la Iglesia podía evitar comprar terrenos costosos en las ciudades mediante la construcción de templos en los suburbios. Pero Hong Kong era una región densamente poblada, con más de cinco millones de habitantes, lo que hacía casi imposible adquirir terrenos adecuados.
El presidente Hinckley se preguntaba si la Iglesia simplemente debería construir un templo en uno de los pequeños terrenos que ya poseía en la ciudad. Se imaginó un edificio multiusos de gran altura, con plantas inferiores que funcionaran como salón sacramental y oficina de la misión.
“Las tres plantas superiores podrían convertirse en un templo”, pensó. “Se puede hacer sin ningún problema”.
Era una posibilidad interesante, pero la Iglesia nunca había construido un edificio así y no estaba seguro de que fuera la mejor opción para los santos de Hong Kong.
El 15 de junio de 1991, la histórica Ópera de Budapest, en Hungría, estalló en aplausos cuando el Coro del Tabernáculo interpretó su último bis ante un público de mil cuatrocientas personas. Entre los asistentes al concierto se encontraban el élder Russell M. Nelson y su esposa, Dantzel. Viajaban con el coro en una gira de tres semanas por varios países europeos.
El élder Nelson llevaba cinco años liderando los esfuerzos de la Iglesia por mejorar su relación con los gobiernos de Europa Central y Oriental. Muchos de los países, entre ellos Hungría, se encontraban en plena transición para abandonar el régimen comunista. Checoslovaquia gozaba ahora de total libertad religiosa y el Gobierno reconocía oficialmente a la Iglesia. Alemania Oriental y Alemania Occidental se habían convertido en un solo país, lo que puso fin a las antiguas restricciones de la RDA. Ahora se permitía la presencia de misioneros en Polonia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Eslovenia y también en Croacia.
La gira del coro era una oportunidad para construir puentes y, a juzgar por el estruendo de los aplausos, el concierto lo había conseguido.
“Quiero que sepa”, dijo un húngaro a un miembro del coro después de la presentación, “que mi esposa y yo también creemos en Dios. Entendemos lo que nos dice su música”.
Al día siguiente, el élder Nelson habló en una reunión sacramental en el salón de baile de un hotel con vistas a la colina donde cuatro años antes él había dedicado Hungría para la predicación del Evangelio. En ese entonces, había estado con un pequeño grupo de personas, entre ellas, el único miembro de la Iglesia en Budapest. Ahora, el país albergaba cuatrocientos santos.
Desde Hungría, el coro viajó a Austria, Checoslovaquia, Alemania, Polonia y la Unión Soviética. El élder Nelson se reunió con el élder Dallin H. Oaks en la República Soviética de Armenia, donde la Iglesia había prestado ayuda humanitaria tras un devastador terremoto. Desde la visita del élder Nelson a la Unión Soviética en 1987, se habían producido importantes cambios políticos y sociales allí. El país se había vuelto más abierto a los extranjeros y las poblaciones de varias repúblicas soviéticas buscaban ahora tener un mayor control sobre sus asuntos locales. También había más libertad religiosa en la región, y el interés por la religión estaba aumentando.
Aunque la Iglesia no tenía presencia oficial en la Unión Soviética, nada impedía que los ciudadanos soviéticos viajaran al extranjero, encontraran el Evangelio restaurado y lo llevaran consigo al regresar a casa. Para 1990, había suficientes santos en Leningrado, Rusia, y en Tallin, Estonia, para registrar la Iglesia en esas ciudades. Mientras tanto, se asignaron misioneros y santos en Finlandia para apoyar a los nuevos conversos.
En Moscú, al élder Nelson le sorprendió lo tolerante que se había vuelto el Gobierno ruso con la Iglesia. Durante los últimos años, él había cruzado el Atlántico varias veces para reunirse con funcionarios gubernamentales en Europa Oriental. Al principio, rara vez parecían contentos de verlo y, a menudo, había sentido que sus esfuerzos eran infructuosos. Entonces, el Señor proporcionó un camino a seguir.
Los santos ahora tenían una rama en Leningrado. Los miembros de la Iglesia de las ciudades de Víborg y Moscú también habían obtenido la aprobación del Gobierno para sus pequeñas congregaciones. El progreso era extraordinario y el élder Nelson esperaba que pronto la Iglesia pudiera ser reconocida públicamente en toda Rusia, que por mucho era la república más grande de la Unión Soviética.
Después de un concierto del Coro del Tabernáculo en el Teatro Bolshói de Moscú, los Nelson y el élder Oaks cruzaron la calle al Hotel Metropol, donde la Iglesia ofreció una cena después del concierto. El élder Nelson había asistido a muchas cenas y recepciones de este tipo en esa gira gracias a Beverly Campbell, directora de la Oficina de Asuntos Internacionales de la Iglesia en Washington D. C. En esta función, Beverly había organizado reuniones y cultivado relaciones entre representantes de la Iglesia y funcionarios gubernamentales de todo el mundo.
En la cena, el élder Nelson se acercó a un micrófono y agradeció a los numerosos dignatarios su asistencia. Luego, invitó a Alexander Rutskoi, vicepresidente de Rusia, a que lo acompañara de pie ante el público asistente. “Le agradeceríamos”, dijo el élder Nelson, “cualquier comentario que quiera hacer”.
“Mis queridos invitados”, dijo el vicepresidente Rutskoi, “nos complace esta noche tener la oportunidad de recibir a estos invitados que están aquí con nosotros. Me gustaría leerles este formulario de inscripción, con fecha del 28 de mayo de 1991, en el cual se registra a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en la República Socialista Federativa Soviética de Rusia”.
Mientras el vicepresidente Rutskoi leía el documento, el élder Nelson se conmovió. Esperaba que el anuncio público llegara pronto, pero no lo esperaba esa noche. Recibir reconocimiento formal significaba que la Iglesia podría enviar más misioneros a Rusia, imprimir y distribuir libros de la Iglesia y establecer más congregaciones.
Al día siguiente, en medio de las visitas a los funcionarios del Gobierno con el élder Oaks y algunos otros, el élder Nelson se dirigió a un pequeño parque cerca del Kremlin y ofreció una oración de gratitud al Señor.
Una semana después, los dos apóstoles visitaron al presidente Benson en su apartamento de Salt Lake City. Le mostraron una copia del documento de inscripción de la Iglesia en Rusia y le dijeron que la Iglesia ya estaba establecida en Europa oriental.
Cuando escuchó la noticia, el rostro del presidente Benson se iluminó de alegría.