No teníamos comida
Por Adam N. Ah Quin
Mi compañero y yo, misioneros de la Misión Canadá Winnipeg, prestábamos servicio en la hermosa ciudad de Príncipe Alberto, Saskatchewan. Me crié en Laie, Hawai, a la sombra del Templo de Laie, Hawai. Mi compañero, el élder Larmour, era de Belfast, Irlanda del Norte. Nuestras respectivas familias y nuestros respectivos barrios nos mantenían, pero en ocasiones nuestra asignación de fondos tardaba en llegar. Fue una situación así la que generó el siguiente suceso.
Un principio de mes, tras haber recibido mi cheque, quedamos a la espera de que la oficina de la misión enviara el del élder Larmour. Como siempre, había que pagar el alquiler, y la alacena estaba casi vacía. Teníamos que decidir entre pagar el alquiler con mi cheque o comprar comida, pero decidimos pagar el alquiler.
Los días pasaron y seguíamos sin recibir el dinero del élder Larmour. Habíamos consumido todos los alimentos que teníamos en el apartamento, con excepción de media bolsita de hortalizas congeladas y un hueso viejo para sopa, también congelado, que había estado tanto tiempo en ese estado que se había quemado por el frío y estaba cubierto de tanto hielo que nos costó mucho sacarlo del congelador. Con todo eso hice una sopa de verduras; no era mucho, pero nos sentíamos agradecidos por lo que teníamos.
Al día siguiente decidimos salir a repartir folletos en una zona que no quedaba muy lejos de nuestra casa. La calle parecía interminable y a nadie le interesaba nuestro mensaje. Nos atormentaba el hambre que teníamos y ambos nos sentíamos desfallecer por la falta de alimento. Al llegar al final de la calle, decidimos descansar un rato en un banco que encontramos en un parquecito que había allí, y nos sentamos para tratar de recobrar las fuerzas. Mi compañero dijo suplicando con verdadera sinceridad: “Tengo hambre”., Mientras estábamos allí sentados, sentí una gran pena por él. Yo era el doble del tamaño de él y sabía que podía soportar la falta de alimentos un poco más, pero no creía que él pudiera seguir más tiempo sin comer.
Al ser el compañero mayor, rogué al Padre Celestial con todo mi corazón que nos proporcionara los medios que necesitábamos para seguir adelante. Miré hacia el otro lado del parque y vi una calle corta que tendría unas cinco casas; era la continuación de la larga calle que habíamos dejado atrás. Me volví a mi compañero y le dije: “Vamos, terminemos de recorrer esta calle”. Él se dio vuelta y me contestó: “Mejor vamos a casa”. Llegamos a un acuerdo: Si terminábamos la calle y no encontrábamos a nadie interesado, regresaríamos a casa.
Al pasar por la primera casa, vimos en el frente a una pareja ocupada tratando de arreglar un auto. Al recibir un “Muchachos, hoy estamos ocupados”, seguimos caminando hasta la siguiente casa. Al acercarnos a la puerta, llegó hasta nosotros un delicioso aroma a comida casera y casi inmediatamente se abrió la puerta de par en par, y una sonriente señora de mediana edad nos recibió diciendo: “¡Entren, muchachos, espero que tengan hambre!”.
Dudando un poco, entramos en la casa, sin saber qué esperar, pero ella nos guió hasta el comedor, donde había dos lugares a la mesa ya preparados. Nos sentamos y ella comenzó a servirnos. A mí se me hizo un nudo en la garganta, ante la expectativa de un festín digno de reyes, o de que quizás nos echara cuando finalmente se diera cuenta de quiénes éramos en realidad.
Después de haber puesto sobre la mesa costillas de cerdo, puré de papas (patatas), salsa y varios platillos más, nos dijo: “No sé por qué he cocinado toda esta comida, pero algo me dijo que debía hacerlo. No esperaba visitas y vivo sola; pero me siento muy feliz de que ustedes hayan venido. ¿Todavía no han comido, verdad?”.
Yo le contesté: “No, señora, pero ¿usted sabe quiénes somos?”.
“Son misioneros mormones, ¿no es así?”, nos contestó. “¿No bendicen ustedes los alimentos antes de empezar a comer?”
Bendijimos la comida y dimos gracias por las muchas bendiciones que recibíamos del Señor; y, hasta el día de hoy, no recuerdo haber disfrutado de una comida mejor que aquella que el Señor nos proporcionó en un momento de necesidad.
Porque el Señor ha dicho: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo… y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19–20).
Adam N. Ah Quin es miembro del Barrio Villa Bonita, Estaca Paradise, Las Vegas, Nevada.