Mi verdadero propósito como misionera
Llevaba sólo dos meses sirviendo como misionera de tiempo completo en Argentina cuando me llegó la noticia de que mi hermana menor, mi única hermana, estaba comprometida. Rebecca y yo fuimos siempre muy unidas y habíamos soñado con la boda de cada una, pero ahora me iba a perder la de ella.
Mis padres me mantuvieron al tanto de los preparativos y me mandaban fotos y menús, además de hacerme saber las fechas de los varios acontecimientos, pero igual me sentía excluida, sola y muy lejos. La obra misional era difícil y lenta. Me encontré preguntándome qué hacía tan lejos de mi hogar y no tenía claro qué era lo que se suponía que tenía que lograr.
Sin embargo, sabía que el Señor me había llamado a servir y tenía un fuerte testimonio de la oración y del poder del sacerdocio. Recibí una bendición de consuelo en la cual se me prometió que estaba en el lugar en donde debía estar.
Como misioneras, a menudo compartíamos la exhortación que se encuentra en Moroni 10:4–5. Creía firmemente en la promesa de esos versículos: que si le preguntaba a Dios, mi Eterno Padre, en el nombre de Jesucristo, podría conocer la verdad de todas las cosas por el poder del Espíritu Santo. Oré diligentemente a fin de saber si había hecho lo correcto al ir a Argentina, en vez de quedarme en mi casa, donde hubiera estado ayudando a mi hermana a prepararse para su boda. A medida que la fecha del casamiento se acercaba, mis oraciones eran cada vez más sinceras; sentía la influencia tranquilizadora del Espíritu, pero todavía esperaba recibir una respuesta.
Dos semanas antes de la boda, mi comprañera y yo estábamos caminando de regreso a nuestra casa tras haber almorzado con miembros de la rama en la cual servíamos. La rama se encontraba en un pueblito de la región central de Argentina, donde la gente respeta la costumbre de la siesta a mediodía. A esa hora, por lo general, no hay nadie en la calle.
Pero mientras caminábamos, un joven nos llamó. Como muchos jóvenes se burlaban de nosotros, no le hicimos caso y seguimos caminando. Cuando nos volvió a llamar, sentí la impresión de contestarle.
Su nombre era Horacio y quería saber si éramos amigas de dos jóvenes que habían estado leyendo el Libro de Mormón con su primo. Nos contó que había sentido algo especial mientras las hermanas, que también servían en nuestra rama, estaban leyendo. Quería saber si podía ir a nuestra iglesia.
Le enseñamos a Horacio con la ayuda de los miembros del lugar y no le llevó mucho tiempo sentir amor por el Evangelio. A medida que maduraba en el Evangelio, fue cambiando su vida, pero su familia se oponía y sus amigos lo rechazaban. A pesar de eso, Horacio sentía el amor del Señor y deseaba seguirlo. Durante el tiempo en que le enseñábamos a Horacio, tuve algunas de las experiencias más especiales de mi misión.
Al mismo tiempo que mi familia se encontraba en el Templo de Oakland, California viendo a mi hermana cumplir con una de las ordenanzas que la ayudaría a prepararse para el reino celestial, yo estaba sentada en una capilla pequeña de General Pico, Argentina, esperando que Horacio terminara con la entrevista que lo prepararía para recibir su primera ordenanza salvadora: el bautismo. Mi hermana había podido prepararse para sus ordenanzas sin mi ayuda, pero quizás Horacio no hubiera podido hacer lo mismo. Él nos necesitaba a mi compañera y a mí para que le enseñáramos el Evangelio; y yo lo necesitaba a él para recordar mi verdadero propósito como misionera: ayudar a llevar almas a Cristo.
Cuando me estaba preparando para irme de Argentina al final de mi misión, Horacio se estaba preparando para servir en su propia misión. Por medio de él, el Padre Celestial había contestado mis oraciones; más tarde, mandó a Horacio a contestar las oraciones de otras personas.