Perdida en la Ciudad Prohibida
La autora vive en Utah, EE. UU.
Había sentido el Espíritu antes, pero jamás había sentido algo específico; y mucho menos indicaciones en cuanto a dónde dirigirme.
Me hallaba en medio de la Ciudad Prohibida en Pekín, China. Tan solo unos minutos antes, estaba rodeada de amigos y maestros, pero ahora, de repente, estaba completa y absolutamente sola.
De inmediato comprendí el peligro en el que me hallaba. Una joven estadounidense de quince años sola en el concurrido museo del palacio llamaba la atención como un faro. Había viajado a China con algunos compañeros de la escuela secundaria en un viaje escolar, y los maestros y guías nos habían advertido muchas veces sobre los posibles peligros de hacer turismo en un país extranjero si no teníamos cuidado.
Caminé por el lugar y atravesé muchedumbres de turistas —tanto chinos como extranjeros— y me puse de puntillas para tratar de ver las camisas rojas y blancas iguales que vestían todos los integrantes de nuestro grupo; sin embargo, no vi nada. De alguna manera, los de mi grupo se habían marchado inadvertidamente sin mí, y no tenía ni idea de la dirección que habían tomado. Me senté y observé las entradas y salidas. Pasaron diez minutos, luego treinta y luego cuarenta y cinco. No aparecía nadie del grupo.
Entonces alguien me agarró la mano. Levanté la vista y vi una mujer de baja estatura con una mirada un tanto trastornada y uñas largas. La mujer me tiró de la mano; “Sígueme”, me dijo en un inglés a media lengua; “Sígueme, muchacha bonita”.
Me asaltó un mal presentimiento. “Váyase”, grité, mientras retiraba la mano. Antes de que la mujer me la volviera a agarrar, corrí hasta una salida y entré en otro sector de la ciudad.
Corrí durante un tiempo, hasta sentirme aun más perdida que antes. Me senté en un peldaño cercano, lejos de los grupos de personas, y empecé a llorar. Conocía algunas palabras en chino, pero definitivamente no bastaban para recibir indicaciones para regresar al hotel, que estaba del otro lado de la extensa ciudad de Pekín. Además, a esa altura, ya no me hallaba segura de dónde se encontraba la salida.
Entonces, en medio de las lágrimas, comencé a orar. Admití que había sido imprudente alejarme de los del grupo aunque solo hubiera sido por un momento, y supliqué al Padre Celestial que me ayudara a hallar el camino de regreso hasta ellos.
Me puse de pie y caminé de vuelta, más o menos en la dirección desde donde había venido. No recibí ninguna revelación de inmediato, aunque tampoco sabía bien cómo se oiría o sentiría, si es que había de recibirla. Había percibido el Espíritu antes como un sentimiento agradable después de prestar servicio a alguien o de escuchar un discurso en la Iglesia, pero jamás había sentido algo específico; y mucho menos indicaciones en cuanto a dónde dirigirme. Comencé a caminar hacia adelante con incertidumbre, mientras continuaba orando en mi corazón.
Finalmente llegué a una bifurcación en el sendero. Ya había empezado a dirigirme hacia la derecha cuando escuché una voz que me susurró: “Quédate”.
La voz era tan suave que casi no le presté atención en absoluto, creyendo que era un pensamiento propio. No obstante, transmitía la seguridad que desde luego yo no tenía en ese momento. “Siéntate en la banca”, me indicó la voz; alcé la vista y vi una banca en el centro de la bifurcación, así que fui hasta ella y me senté. Solo tres minutos después, vi a alguien entre el gentío con una camisa blanca y roja que me era familiar, agitando la mano en dirección a mí. Era nuestra guía de ese día.
Me levanté de un brinco de la banca en la que estaba; estaba tan feliz que casi abrazo a aquella mujer.
“¡Te hemos estado buscando durante una hora!”, me dijo. “¿Dónde estabas?”.
Mientras me conducía de regreso al grupo, le expliqué dónde había estado, comenzando desde que me separé del grupo hasta llegar al momento en que decidí sentarme en vez de dirigirme a la derecha en la bifurcación del sendero.
“Eres muy afortunada”, me dijo. “Si te hubieras dirigido a la derecha en la bifurcación, hubieses ido en dirección opuesta al resto del grupo. La Ciudad es tan grande que jamás habría podido encontrarte”.
Partí de China algunas semanas después, tras haber procurado no extraviarme de nuevo durante el viaje; sin embargo, he reflexionado muchas veces en el instante en que oí la voz del Espíritu susurrarme. No era la clase de inspiración que había recibido antes, pero era lo que el Señor sabía que yo necesitaba a fin de evitar tomar el camino equivocado. También me di cuenta de lo fácil que hubiera sido hacer caso omiso de ella, si no hubiese estado prestando atención.
Desde aquel día, he oído al Espíritu muchas veces y de muchas maneras diferentes, advirtiéndome de peligros tanto físicos como espirituales. En ocasiones, he visto las consecuencias de obedecer o de desobedecer aquella voz, así como me sucedió ese día en la Ciudad Prohibida. Con mayor frecuencia, he podido ver los resultados. Sin embargo, he aprendido que, si soy humilde y estoy dispuesta a escuchar, el Señor me ayudará a reconocer los susurros del Espíritu, y me guiará de regreso a donde debo estar. Con Él, jamás estoy sola.