Solo para versión digital: Jóvenes adultos
¿Podría sentir el Espíritu en mi casa desordenada?
Nunca pensé que el Espíritu pudiese morar en mi casa desordenada, pero estaba equivocada.
La autora vive en Utah, EE. UU.
Llevé una bandeja de comida que mi suegra preparó a una casa desordenada y polvorienta. La única ocupante estaba sentada en el lugar de siempre, en un gran sillón colocado de manera que ella pudiese ver por la ventana. Tenía extendidas las piernas hinchadas, y el bastón, que solo usaba con gran esfuerzo, lo tenía apoyado contra el brazo. Sonrió al verme, me dio las gracias por la comida y, disculpándose, me preguntó quién era yo. Al sentarme a su lado y escuchar sus historias, me llené de calidez y paz.
Tres años después, me encontraba sentada en el suelo con mis dos hijos pequeños, haciéndolos saltar sobre mis piernas y cantándoles una canción sobre un caballo de carreras. A solo unos metros de distancia, tenía la cocina desordenada y había juguetes esparcidos por el suelo. De repente sentí la confirmación del Espíritu de que me encontraba en el lugar preciso donde tenía que estar. Sentimientos de calor y paz invadieron mi alma, renovándola e infundiendo energía allí donde ya no había.
Dos años más tarde me encontraba recostada en la cama. En el suelo se divisaba un montón de ropa para lavar, y una pila de papeles cubría el escritorio a mi izquierda mientras alimentaba a mi hijo recién nacido por cuarta vez esa noche. Pasé los dedos por sus largas pestañas, le acaricié la suave y calva cabeza y me emocioné al ver sus dedos enlazados en el encaje de mi blusa. Me embargaba tal calidez y paz que ni siquiera me importaba que a veces estuviese despierta a las tres de la mañana.
El Espíritu Santo estuvo conmigo en cada uno de esos casos diciéndome que me hallaba en el lugar correcto y haciendo lo correcto; y en cada una de esas ocasiones estaba en una casa desordenada.
Todavía recuerdo el impacto que sentí la primera vez que hice esa conexión: comencé a cuestionar mis experiencias. Después de todo, al crecer, siempre había creído que el Espíritu Santo no moraba en lugares impuros, y pensé que eso incluía las casas sucias. Esas ideas casi siempre iban acompañadas con una referencia de las Escrituras. En 1 Nefi 10:21 aprendemos que “ninguna cosa impura puede morar con Dios”; y en Doctrina y Convenios 88:124 el Señor nos dice: “Cesad de ser ociosos; [y] cesad de ser impuros”.
La ironía de todo eso es que pasé por alto el significado más profundo de esos pasajes —la importancia de mantener limpio nuestro templo personal, nuestra mente y nuestro cuerpo— y, en vez de ello, lo relacioné directamente con el aspecto físico. De algún modo, de todas esas lecciones había aprendido que mi valía como joven esposa y madre dependía totalmente de lo perfecta y limpia que estuviese mi casa, y el efecto de esa creencia era devastador.
El miedo siempre me paralizaba cuando mi hogar no se encontraba en condiciones perfectas. Con frecuencia no escuchaba los susurros del Espíritu porque contemplaba mi apartamento y pensaba: “No, no hay manera de que el Espíritu pueda morar aquí”.
No recuerdo el momento exacto en el que me di cuenta de que podía sentir el Espíritu en un hogar que estaba muy por debajo de los estándares de limpieza del templo. Pero sí recuerdo cuando me di cuenta de que el Señor, con Su infinita capacidad de compasión y empatía, vio los esfuerzos imperfectos que ofrecí, los aceptó e incluso me envió la compañía espiritual que tanto necesitaba. Él no necesita que sea perfecta en este momento, solo necesita que dé lo mejor de mí misma.
No ha sucedido de la noche a la mañana, pero, lentamente, he logrado despojarme de lo que el élder Jeffrey R. Holland, del Cuórum de los Doce Apóstoles, llama “perfeccionismo tóxico” (véase “Sed, pues, vosotros perfectos… con el tiempo”, Liahona, noviembre de 2017, pág. 42). He empezado a permitirme creer que puedo tener el Espíritu Santo conmigo, aun cuando no tengo la energía para quedarme despierta toda la noche con un bebé al que le están saliendo los dientes y estar al día con el lavado de la ropa. Más bien, me aseguro de dar lo mejor de mí misma y acepto el amor que el Padre Celestial me da a cambio. No he abandonado la idea de ser una mejor ama de casa, solo acepto la gracia y la inspiración que el Señor ha estado tratando de brindarme durante tanto tiempo; porque, cuando me mantengo espiritualmente pura y hago lo que Él me pide que haga, recibo el Espíritu Santo, ya sea que la casa esté desordenada o no.