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“Herencia de Jehová son los hijos”
Ideas para poner en práctica
De acuerdo con sus propias necesidades y circunstancias, siga una o ambas de las siguientes sugerencias:
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Póngase la meta de pasar tiempo a solas con cada uno de sus hijos, o con un niño o un joven de su parentela. Al hablar con cada uno de ellos, procu-re aprender algo nuevo sobre los intereses y las necesidades que tengan y los desafíos que enfrenten.
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Dedique tiempo a hablar en cuanto a sus hijos con su cónyuge. Consideren los puntos fuertes y los desafíos que cada uno tenga. Determinen lo que pueden hacer para satisfacer las necesidades de cada uno de ellos.
Asignación de lectura
Estudie el siguiente artículo. Si está casado, léalo y analícelo con su cónyuge.
Nuestros queridos niños son un regalo de Dios
Presidente Thomas S. Monson
Primer Consejero de la Primera Presidencia
En el libro de Mateo leemos que después que Jesús y Sus discípulos descendieron del Monte de la Transfiguración, se detuvieron en Galilea y luego fueron a Capernaum. Los discípulos le preguntaron a Jesús: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?
“Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos,
“y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos.
“Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.
“Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe.
“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”1.
Considero muy significativo el hecho de que Jesús amara tanto a estos pequeñitos que hacía poco habían salido de la preexistencia para venir a la tierra. Los niños, en aquel entonces, como ahora, bendicen nuestra vida, despiertan nuestro amor y nos inspiran a hacer buenas obras.
Con razón el poeta Wordsworth se expresa así de nuestro nacimiento: “Al salir de Dios, que fue nuestra morada, con destellos celestiales se ha vestido, ¡y en su infancia del cielo está rodeada!”2.
La mayoría de estos pequeños vienen a padres que los esperan ansiosamente, a padres y madres que se regocijan de tomar parte en el milagro que llamamos nacimiento. Ningún sacrificio es demasiado, ningún dolor muy grande, ninguna espera demasiado larga.
Cómo no habría de causarnos consternación la noticia que se publicó en los periódicos estado-unidenses que decía: “Una niña recién nacida, que encontraron en un tarro de basura, envuelta en una bolsa de papel, está en observación en el hospital. Su estado físico es bueno. ‘Es preciosa y muy sana’, dijo el miércoles el encargado de prensa del hospital. La policía informó que unos hombres que recogían la basura vaciaron el tarro en un camión y notaron que algo se movía entre los desperdicios. Las autoridades están en busca de la madre de la criatura”.
Tenemos el solemne deber, el preciado privilegio, sí, la sagrada oportunidad, de recibir con amor en nuestro hogar y en nuestro corazón a los niños que enriquecen nuestra vida.
Nuestros niños tienen tres aulas de aprendizaje que son muy distintas la una de la otra; me refiero al aula de la escuela, a la de la Iglesia y a la que llamamos el aula del hogar.
El aula de la escuela
La Iglesia siempre ha tenido particular interés en la educación pública, y exhorta a sus miembros a participar de cualquier actividad que tenga como fin mejorar la educación de nuestros niños y jóvenes.
No hay nadie más importante en la enseñanza pública que el maestro que tiene la oportunidad de amar, de enseñar e inspirar a los niños y a los jóvenes, deseosos de aprender. El presidente David O. McKay dijo: “El magisterio es la profesión más noble del mundo. La estabilidad y la pureza del hogar, así como la seguridad y estabilidad de una nación dependen de la educación apropiada de nuestros niños y jóvenes. Los padres dan al niño la vida; el maestro lo capacita para vivirla bien”3. Confío en que reconozcamos su importancia y su misión vital, proveyéndoles de las condiciones apropiadas para efectuar su labor, de los mejores libros y sueldos que demuestren la gratitud y confianza que nos inspiran.
Todos recordamos con afecto a los maestros de nuestra niñez y juventud. Siempre me pareció gracioso que mi maestra de música fuera la señorita Bemoles. Tenía la habilidad de inculcar en sus alumnos el amor a la música y nos enseñó a reconocer los instrumentos por el sonido. Recuerdo muy bien la influencia de Ruth Crow, nuestra maestra de higiene. Aunque eran los días de la depresión económica, ella se ocupó de que todos los alumnos del sexto grado tuviéramos una gráfica de nuestro cuidado dental; personalmente se ocupaba de que todos tuviéramos la atención odonto-lógica apropiada, ya fuera de origen privado o público. Cuando la señorita Burkhaus, que nos enseñaba geografía, nos mostraba los mapas del mundo y nos señalaba las capitales de las naciones, con los aspectos característicos de cada país y sus rasgos idiomáticos y culturales, ni siquiera me imaginaba que algún día conocería yo esos lugares y esos pueblos.
Es vital la importancia de estos maestros, que elevan a nuestros niños, les agudizan el intelecto y los motivan a progresar.
El aula de la iglesia
El aula de la Iglesia aporta su aspecto esencial a la educación de todos los niños y jóvenes. Allí, el maestro inspira a los que asisten a sus clases y sienten la influencia de su testimonio. En la Primaria, la Escuela Dominical y las reuniones de las Mujeres Jóvenes y del Sacerdocio Aarónico, hay maestros bien preparados, llamados por inspiración del Señor, que influyen en cada niño y joven para que busquen “palabras de sabiduría de los mejores libros… conocimiento, tanto por el estudio como por la fe”4. Una palabra de aliento aquí y un pensamiento espiritual allí afectan una valiosa vida y dejan su marca indeleble en el alma inmortal.
Hace muchos años, en un banquete que se efectuó para hacer entrega de unos reconocimientos de una revista de la Iglesia, nos sentamos junto al presidente Harold B. Lee y su esposa. Él le dijo a Ann, nuestra hija adolescente: “El Señor te ha bendecido con un rostro y una silueta hermosos. Mantén igualmente bello tu interior y serás bendecida con verdadera felicidad”. Ese gran maestro le dio a Ann una guía inspirada para volver al reino celestial de nuestro Padre Celestial.
El maestro humilde e inspirado de la Iglesia puede despertar en sus alumnos el amor por las Escrituras. Incluso puede llevar al Salvador del mundo y a los Apóstoles de la antigüedad no sólo a la sala de clases sino al corazón, a la mente y al alma de nuestros niños.
El aula llamada hogar
Quizás el aula más importante de todas sea el hogar. Allí es donde se forman la actitud, las creencias más arraigadas, y donde se fomenta o se destruye la esperanza. Nuestro hogar es el laboratorio de nuestra vida; lo que hagamos allí determinará el curso que sigamos al irnos de casa. El doctor Stuart E. Rosenberg escribió esto en su libro The Road to Confidence (El camino hacia la confianza): “A pesar de todas las nuevas y modernas invenciones, los estilos y las tendencias, nadie ha inventado todavía, ni lo hará, un substituto satisfactorio para nuestra familia”5.
El hogar feliz es como un cielo más temprano en la tierra. El presidente George Albert Smith dijo: “¿Queremos tener hogares felices? Si es así, deben reinar en ellos la oración y la gratitud”6.
A veces, los niños vienen a este mundo con un impedimento físico o mental. Por mucho que trate-mos, es imposible saber por qué o cómo ocurre esto. Admiro a los padres que, sin quejarse, reciben en sus brazos y en su vida a uno de estos hijos de nuestro Padre Celestial y le dedican esa medida extra de sacrificio y amor.
Un verano, en un campamento, observé a una madre que alimentaba pacientemente a su hija adolescente que sufría de una discapacidad, conse-cuencia de problemas ocurridos al momento de nacer; la hija dependía totalmente de su madre. Una a una le daba las cucharadas de comida y los tragos de agua, mientras le sostenía la cabeza. No pude menos que pensar: Durante diecisiete años, esta madre se ha dedicado a servir a su hija en todo, no pensando jamás en su propia comodidad, su propio placer, su propio alimento. Ruego que el Señor bendiga a esos padres y a esos niños. Y lo hará.
La inocencia de los niños
Todos los padres saben que las emociones más fuertes que se puedan sentir no se originan en ningún acontecimiento cósmico ni se encuentran en ningún libro, sino en el momento en que ellos contemplan a uno de sus hijos mientras está dormido.
Esto me recuerda las palabras de Charles M. Dickinson:
Son ídolos del corazón y del hogar,
son ángeles de Dios disfrazados;
sus cabellos despiden rayos de sol,
y la gloria de Dios brilla en sus ojos.
Estos pequeñitos que han bajado del cielo
me han hecho más hombre y más dulce;
y sé ahora por qué Jesús comparó
el reino de los cielos con un niño7.
Al tratar con niños diariamente, descubrimos que son muy perceptivos y a veces expresan verdades profundas. Charles Dickens, el autor de Canción de Navidad, ilustró este punto al describir a la humilde familia de Bob Cratchit, que con expectativa se había reunido para la modesta cena navideña. El padre regresaba a la casa llevando al pequeño Tim, su hijo lisiado, sobre los hombros. Tim tenía que usar una muleta y un aparato de hierro para que le sostuviera las piernas. La esposa de Bob le preguntó cómo se había portado el niño.
“Bueno como un pan”, dijo Bob; “aun mejor. Por estar tanto tiempo sentado, piensa mucho, y se le ocurren ideas muy extrañas. Me dijo que esperaba que la gente de la iglesia lo mirara, y al verlo inválido, recordara en esta Navidad quién hizo a los cojos caminar y a los ciegos ver”8.
El mismo Charles Dickens afirmó: “Quiero mucho a estos pequeños, y no es un hecho insignificante que ellos, que acaban de salir de la presencia de Dios, nos amen”.
Los niños expresan el amor en formas novedosas. Hace unas semanas, el día de mi cumpleaños, una preciosa niñita me regaló una tarjeta escrita por ella; en el sobre había metido un candadito de juguete que pensó que me gustaría recibir de regalo.
“Nada hay más hermoso, entre todas las cosas bellas del mundo, que ver a un niño cuando hace un regalo, por insignificante que sea. El niño pone el mundo a nuestros pies; abre el mundo ante nuestros ojos como si fuera un libro que nunca antes pudimos leer. Pero cuando hace un regalo, es siempre algo absurdo… como un ángel con aspecto de payaso. En realidad, es muy poco lo que puede dar, porque sin darse cuenta, ya nos lo ha dado todo”9.
Así fue el regalo que Jenny me hizo.
Los niños parecen estar investidos con una fe inalterable en su Padre Celestial y en la capacidad y disposición de Él para contestar sus dulces oraciones. Cuando un niño ora, Dios escucha; lo sé por experiencia personal.
Deseo contarles sobre Barry Bonnell y Dale Murphy, dos conocidos jugadores de béisbol que jugaron en el Club Braves de Atlanta. Los dos son conversos a la Iglesia; Barry Bonnell bautizó a Dale Murphy.
En la temporada de 1978, ocurrió algo que Barry describe como una “experiencia para cambiar la vida”. Por más que se esforzaba, sólo tenía un promedio de .200 (que es muy bajo). Por ese motivo, se sentía deprimido y desalentado. No tenía deseos de acompañar a Dale Murphy al hospital cuando éste se lo pidió, pero fue. Allí conoció a Ricky Little, un entusiasta admirador de los Braves, que tenía leucemia. Era obvio que el niño se hallaba muy próximo a morir. Barry buscó desesperadamente palabras de consuelo, pero nada le parecía adecuado. Al fin, le preguntó si quería que hicieran algo. El niño lo pensó y luego les pidió que cada uno de ellos completara una carrera en el siguiente partido. Barry comentó después: “Para Dale aquello no era difícil; de hecho, él había hecho dos esa misma noche; pero yo me estaba esforzando y todavía no había completado ni una sola en el año. No obstante, tuve una sensación de calidez y le prometí que lo haría”. Esa noche, Barry hizo su única carrera de toda la temporada10. La oración de un niño se había contestado; se había hecho realidad el deseo de un niño.
La necesidad de un refugio
Si todos los niños pudieran contar con padres cariñosos, un hogar estable y buenos amigos, ¡qué maravilloso sería su mundo! Lamentablemente, hay muchos que no tienen esa bendición. Hay muchos que son testigos de los golpes brutales que el padre le da a la madre, mientras que otros reciben ellos mismos esos golpes. ¡Qué cobardía, qué depravación, qué vergüenza!
A todos los hospitales ingresan pequeñitos magu-llados y golpeados, junto con mentiras descaradas de que “se golpeó contra la puerta” o “se cayó de las escaleras”. Estos mentirosos y malvados que los maltratan cosecharán algún día la tempestad de sus malas acciones. El niño silencioso, lastimado, ofendido, víctima a veces del maltrato y del incesto, debe recibir ayuda.
Un juez me escribió lo siguiente: “El abuso sexual de los niños es uno de los crímenes más depravados, más destructivos y más desmoralizadores de la sociedad civilizada. Hay un alarmante aumento de las denuncias de maltrato físico, psicológico y sexual a los niños. Nuestros tribunales están inundados de esta conducta repugnante”.
La Iglesia no acepta tal comportamiento vil y perverso, sino que condena con los términos más severos ese trato de los hijos preciados de Dios. Debemos rescatar, enseñar, amar y sanar al niño que así sufra. Y debemos llevar al ofensor ante la justicia, hacerlo responsable de sus acciones y obligarlo a recibir tratamiento profesional que lo cure de una conducta tan diabólica. Si sabemos de alguien que lo haga y no hacemos nada por detener al culpable, nos convertimos en cómplices; compartimos su culpa; experimentamos parte del castigo.
Espero no haber hablado con demasiada severidad, pero quiero a esos pequeñitos y sé que el Señor también los ama. No hay un relato más conmovedor de Su amor que la experiencia que se cuenta en 3 Nefi, cuando Jesús bendijo a los niños. Dice que Jesús sanó a los enfermos, enseñó a la gente y oró a nuestro Padre Celestial por los presentes. Citaré las hermosas palabras:
“[Jesús] tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos.
“Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo;
“y habló a la multitud, y les dijo: Mirad a vuestros pequeñitos.
“Y he aquí, al levantar la vista para ver, dirigieron la mirada al cielo, y vieron abrirse los cielos, y vieron ángeles que descendían del cielo cual si fuera en medio de fuego… y los ángeles les ministraron”11.
Quizás se pregunten: ¿Pasan cosas así en la actua-lidad? Les contaré la hermosa historia de dos abuelos que hace años se encontraban en el campo misional, y de la forma en que su nietecito fue bendecido. El abuelo escribió lo siguiente:
“Mi esposa Deanna y yo estamos sirviendo en una misión en Jackson, Ohio. Una de nuestras principales preocupaciones al aceptar el llamamiento era nuestra familia y el hecho de que no estaríamos para ayu-darlos con sus problemas.
“Poco antes de salir al campo misional, hubo que hacerle una operación a nuestro nieto de dos años y medio para corregirle un defecto en un ojo. Su madre me pidió que los acompañara porque mi nietecito y yo somo muy unidos. La operación salió bien, pero el pequeño lloró tanto antes como después de la inter-vención quirúrgica porque no permitieron que entrara con él en la sala de operaciones ningún miembro de la familia, y tenía miedo.
“Unos seis meses después, estando nosotros en la misión, hubo que operarlo de nuevo para corregirle el otro ojo. La madre me llamó y me preguntó si no podría ir para acompañarlos; pero la distancia y mis obligaciones me lo impedían. No obstante, Deanna y yo ayunamos y oramos para pedirle al Señor que consolara a nuestro nieto durante su operación.
“Llamamos para saber cómo estaba y nos dijeron que el niño, recordando su experiencia anterior, no quería apartarse de los padres. Pero, tan pronto como entró en la sala de operaciones, se calmó, se acostó en la mesa, se quitó los anteojos y se mantuvo tranquilo durante la operación. Sentimos mucha gratitud por-que el Señor había contestado nuestras oraciones.
“Unos días después, llamamos a nuestra hija para preguntar por él. Estaba bien; ella nos relató lo siguiente: En la tarde después de la operación, al despertar, el niño le había dicho que el abuelo lo había acompañado durante la cirugía; le dijo: ‘El abuelo vino para que todo saliera bien’. Lo que pasó fue que el Señor hizo que el anestesista se pareciera a su abuelo, que se encontraba a más de 2.900 kilómetros de distancia, en la misión”.
Tal vez tu abuelo no estuvo junto a ti, pequeñito, pero estabas en sus pensamientos y oraciones. La mano del Señor te acunó, y fuiste bendecido por nuestro Padre.
Mis queridos hermanos, que la risa de los niños nos alegre el corazón; que la fe de los niños nos serene el alma; que el amor de los niños inspire nuestras acciones. “…herencia de Jehová son los hijos”12. Que nuestro Padre Celestial bendiga siempre a esas dulces almas, a esos amigos especiales del Maestro.
Del ejemplar de junio de 2000 de la revista Liahona, páginas 3–9.