“Abandono cualquier otro asunto”: Los primeros misioneros
John Murdock empezó a predicar el Evangelio inmediatamente después de bautizarse, en noviembre de 1830. Fue uno de los muchos conversos a los que enseñaron Oliver Cowdery, Parley P. Pratt, Ziba Peterson y Peter Whitmer, hijo, cuando se detuvieron en la zona de Kirtland, Ohio, durante la primera labor misional organizada por la Iglesia1. “Abrumado por las preguntas, abandono cualquier otro asunto”, registró Murdock, “y dedico todo mi tiempo al ministerio”. En un plazo de cuatro meses, fue el responsable de sumar “unas setenta almas” a la Iglesia2. En abril de 1834, cuando se unió al Campo de Sión, Murdock había pasado tres años fuera de casa, casi de manera continua, predicando el Evangelio.
En enero de 1831, Jared Carter, un curtidor de pieles de 29 años de Chenango, Nueva York, partió en viaje de negocios, que tenía previsto que durara varias semanas. Durante el viaje oyó hablar del Libro de Mormón. Le causó “mucho asombro”, pero lo leyó y oró con fervor para que el Señor “le mostrara la verdad del libro”. De inmediato se convenció de que se trataba de una revelación de Dios. Posteriormente escribió: “Tuvo tanta influencia en mi mente, que no pensé en continuar con mi viaje de negocios… Descubrí que era totalmente incapaz de ocuparme de ningún asunto hasta que fuera a ayudar a la Iglesia de Cristo”3. Tres meses después, Carter trasladó a su familia a la zona de Kirtland4. Como sentía que “era su deber indispensable predicar el Evangelio”, se marchó en septiembre de ese año a la primera de varias misiones en el este de los Estados Unidos, lo que le mantuvo ocupado casi de forma continua durante los tres años siguientes5.
Jared Carter y John Murdock no fueron casos singulares. A medida que otros hombres fueron aceptando el nuevo mensaje de la Restauración, aceptaron el llamamiento de predicar como su “deber indispensable”. El mandato misional tuvo su origen en la revelación como un “llamamiento y mandamiento”: “…para que todo hombre que lo acepte con sencillez de corazón sea ordenado y enviado”, declaró el Señor6.
Al igual que la revelación llamaba a hacer la obra misional, la obra misional condujo a recibir más revelación. Doctrina y Convenios muestra cómo el Señor fue desarrollando lo que los primeros miembros de la Iglesia ya sabían acerca de la obra misional, para, con el tiempo, dar a Su Iglesia un sistema misional cada vez más distintivo.
La cultura de predicación del siglo XIX
A principios del siglo XIX, un fervor espiritual sin precedentes inundó el mundo anglófono y se expandió a través de muchas iglesias y movimientos religiosos. En particular en la frontera norteamericana, era frecuente ver a misioneros de diversas religiones. Numerosos predicadores, investigadores, evangelistas y ministros laicos se esforzaron incansablemente por llevar su mensaje del Evangelio a la gente7. Los metodistas —una secta a la que pertenecieron muchos de los primeros Santos de los Últimos Días durante una época— fueron particularmente prolíficos y basaron su éxito en un amplio sistema de predicación itinerante8. Otros muchos creyentes, bien por iniciativa propia, bien en representación de un grupo, empezaron con un pequeño deseo, pero muy ardiente, de proclamar el Evangelio tal como lo entendían.
La mayor parte de esos predicadores multitudinarios seguían un modelo del Nuevo Testamento y viajaban “sin bolsa, y sin alforja”9, buscando alimento y refugio, así como personas dispuestas a escuchar. Muchos ofrecían el bautismo; algunos se limitaban a predicar la necesidad de una reforma espiritual o restauración religiosa. Sus mensajes eran bíblicos y urgentes; a veces eran bien recibidos y otras veces, no. Para los habitantes locales, una reunión de predicación era una ocasión de divertirse y socializar, independientemente del interés que tuvieran en el mensaje. Y había un debate entre el mensajero visitante y el ministro local, todo resultaba mucho más fascinante.
Los Santos de los Últimos Días conocían bien estos modelos y adoptaron o adaptaron muchos de ellos. Pero sabían que tenían algo más que ofrecer: nueva revelación, nuevas Escrituras y la autoridad restaurada por Dios. Ese ferviente testimonio empujó a muchos hombres como Jared Carter y John Murdock a “abandonar cualquier otro asunto” y dedicar su tiempo al ministerio, y convirtieron a muchos otros que, a su vez, ayudaron a difundir la palabra.
Cimientos de revelación
Aunque los primeros misioneros Santos de los Últimos Días utilizaron algunas de las prácticas de otras iglesias, varias revelaciones establecieron los cimientos de su labor misional a principios de la década de 1830. La revelación que en ocasiones se denominó la “ley de la Iglesia” (Doctrina y Convenios 42) iba dirigida a los “élderes de [la] iglesia” y establecía unos procedimientos básicos10. El Señor mandó: “Y saldréis por el poder de mi Espíritu, de dos en dos, predicando mi evangelio en mi nombre, alzando vuestras voces como si fuera con el son de trompeta, declarando mi palabra cual ángeles de Dios”11.
Los élderes debían declarar el arrepentimiento y bautizar, y “[edificar la] iglesia [del Señor]” en toda región. Debían enseñar “los principios del evangelio” de la Biblia y del Libro de Mormón, y seguir los “convenios y reglamentos de la iglesia” (es decir, las pautas que se encontraban en Doctrina y Convenios 20). Y lo más importante es que debían enseñar “conforme el Espíritu los dirija”. El Señor enseñó: “y si no recibís el Espíritu, no enseñaréis”12. Otra revelación dirigida a los “élderes de [la] iglesia”, Doctrina y Convenios 43, reiteraba el mandato: “Levantad vuestras voces sin cesar”. Los élderes debían ser enseñados “de lo alto” y debían comunicar un mensaje urgente de amonestación: “Preparaos para el gran día del Señor”13. En el otoño de 1832, una importante revelación sobre el sacerdocio, en la actualidad Doctrina y Convenios 84, dio instrucciones más amplias dirigidas a los misioneros: establecía el modelo del Nuevo Testamento que debían seguir, explicaba los mensajes que debían comunicar y les garantizaba el poder y la protección de Dios14.
Las misiones de John Murdock en Misuri
De la conferencia de la Iglesia celebrada en 1831 en Kirtland se derivó una gran oportunidad para que muchos élderes aplicaran los modelos revelados. Veintiocho hombres, además de José Smith y Sidney Rigdon, recibieron el mandato por revelación (en la actualidad Doctrina y Convenios 52) de dirigirse, “de dos en dos”, a Misuri. La siguiente conferencia de la Iglesia se celebraría allí y se haría saber la ubicación concreta de la ciudad de Sión15. John Murdock recibió la asignación de viajar con Hyrum Smith, pasando por Detroit16.
Ese llamamiento llegó en un momento de gran pesadumbre para Murdock. Sólo cinco semanas antes, su esposa, Julia, había fallecido poco después de dar a luz a mellizos, un niño y una niña. El mismo día, Emma Smith había dado a luz a mellizos, pero los bebés no sobrevivieron. José Smith pidió a Murdock que permitiera que él y Emma criaran a los recién nacidos, que se habían quedado sin madre17. Pero esa emotiva decisión seguía dejando a Murdock con tres niños pequeños a los que tenía que criar (dos niños y una niña, el mayor de ellos de seis años), durante su urgente compromiso con la obra misional. Cuando recibió el llamamiento de ir a Misuri, encargó el cuidado de sus hijos a otros miembros de la Iglesia y se marchó, probablemente sin saber que tardaría casi un año en regresar.
Ese año fue extremadamente difícil para Murdock. Viajó por un territorio que, básicamente, era territorio salvaje. Registró que un día “vadearon por el arroyo Mudy, sumergidos en lodo hasta la cintura, con una capa de agua de unos cinco centímetros por encima del lodo, y con serpientes de unos cinco metros en el agua, y con ramas espinosas en el lodo que nos hacían cortes en las piernas”. Cuando los hombres por fin salieron del arroyo, tuvieron que recorrer unos 800 metros hasta encontrar suficiente agua para quitarse el lodo de los pies y de las piernas, y así poder atender sus heridas18. Al cruzar el Misisipi, Murdock “se mojó los pies” y no tardó en ponerse muy enfermo. Murdock seguía enfermo cuando él y sus compañeros se encontraron con José Smith en el condado de Jackson. Siguió sufriendo durante el resto de su misión y su mala salud retrasó su regreso a Kirtland19. Sin embargo, registró que predicó y bautizó mucho.
Murdock y sus compañeros misioneros mormones también experimentaron mucho rechazo y oposición humana. En una ocasión, Murdock pasó “medio día intentando organizar una reunión” en Detroit, pero “no pudo encontrar a nadie dispuesto a escuchar”. Murdock escribió lo siguiente: “Un hombre me obligó a marcharme de su puerta por predicarle el arrepentimiento”20. También anotó varios casos de ministros hostiles que retaban a los élderes a debatir, en ocasiones de forma airada.
Cuando regresó junto a sus hijos en junio de 1832, Murdock descubrió que no todo estaba bien. La familia que cuidó de su hijo mayor había abandonado la Iglesia y exigía que les pagara por haber cuidado del niño. La familia que cuidaba de su otro hijo se había mudado a Misuri, y la familia encargada de su hija “no quería seguir cuidándola” y también le pidió que les pagara. Su “hijita Julia”, la melliza, crecía sana al cuidado de Emma y José, pero no sucedió lo mismo con su hermano. “Mi hijito Joseph había muerto”, registró Murdock. “Cuando un populacho de Hyrum sacó de la cama al Profeta, el niño, que tenía el sarampión, estaba con él en la cama”. Aunque su objetivo era el Profeta, el populacho hizo daño al bebé. “Cuando arrancaron la sábana, el niño se enfrió y murió. Están en manos del Señor”, añadió Murdock, refiriéndose a los miembros del populacho21.
Murdock pasó dos meses en casa, “confirmando y fortaleciendo a la Iglesia y recuperando la salud”, antes de volver a marcharse para cumplir con el llamamiento recibido por revelación en agosto de 1832 de “ir a las tierras del este” y proclamar el Evangelio22. Pero antes, el Señor indicó a Murdock que debía asegurarse de que “se [proveyera] para [sus] hijos, y [fueran] enviados con bondad al obispo en Sión”23. En esa ocasión, Murdock y sus hijos tardaron dos años en reunirse. Tristemente, poco después de llegar a Misuri, Murdock recibió la noticia de que su hija de seis años, Phoebe, había enfermado de cólera. Registró lo siguiente: “Había dejado a todos mis hijos con buena salud, pero el destructor comenzó su obra”. John cuidó de su hija durante varios días, pero Phoebe falleció el 6 de julio24. Unos meses después se marchó a otra misión, en esa ocasión a Ohio.
Las experiencias de John Murdock ilustran la combinación de iniciativa individual y mandato divino que estimularon la obra misional mormona en sus comienzos. En ocasiones, los hombres dejaban sus negocios y salían a predicar debido a un deseo personal, impulsados por el Espíritu, o por obediencia a la expectativa general de que los élderes debían “[alzar] sus voces”. En otras ocasiones, recibían el mandato por revelación, que los llamaba por su nombre y especificaba un campo para llevar a cabo la obra. Muchas de esas revelaciones, como Doctrina y Convenios 75, 79, 80 y 99, forman parte de las Escrituras actuales.
Jared Carter: “En el este”
Al igual que John Murdock, Jared Carter sirvió en misiones tanto por un llamamiento formal como por iniciativa personal. En el otoño de 1831, mientras John Murdock convalecía en Misuri, Carter se marchó con un compañero a una “misión en el este” y no tardó en llegar a su ciudad de origen, Benson, en Vermont. Siguiendo otro modelo típico de los misioneros Santos de los Últimos Días, su intención era compartir su nueva fe con sus “conocidos”: sus familiares y amigos25. Tras llegar a Benson a finales de octubre, Jared “comenzó a celebrar reuniones” de inmediato y a exhortar a las personas “a orar con fervor al Señor para conocer la verdad de esta obra”. La mayoría de las personas se burlaron de su mensaje y se opusieron a su labor, pero tal como Jared registró, “quienes seguían invocando el nombre del Señor no tardaron en convencerse de que la obra era verdadera y fueron bautizados”26. Las veintisiete personas que se convirtieron gracias a la labor de Jared Carter eran miembros de la secta bautista Voluntad propia, a la que pertenecían los familiares de Carter. Su gran centro de reuniones, hecho de piedra y con un techo abovedado, pronto se convirtió en el lugar de reunión de los Santos de los Últimos Días27.
Carter predicó en la zona durante casi tres meses. En su diario registró varios casos de “manifestaciones sanadoras” milagrosas después de que él ministrara a los enfermos28. Éste fue otro modelo de la obra misional de los Santos de los Últimos Días durante los primeros años. Los élderes testificaban que los dones del Espíritu estaban activos en la nueva Iglesia y probaron la promesa del Señor de que Él mostraría “milagros, señales y maravillas a todos los que [creyeran] en [Su] nombre”29. Esos dones también beneficiaban a los élderes y, con frecuencia, les proporcionaban orientación concreta sobre su labor. En enero, en pleno invierno en Nueva Inglaterra, Jared empezó a viajar de nuevo, siguiendo las indicaciones del Espíritu con respecto a la dirección que debía seguir. Tras seguir la inspiración de dirigirse a una población en concreto, Jared se sorprendió al encontrarse con su propio hermano, y así no tuvo que desviarse unos 80 kilómetros30.
Jared volvió a casa, a Ohio, el último día de febrero de 1832, “tras haber pasado más de cinco meses en su misión”31. Unas semanas después, visitó a José Smith “para consultarle [acerca] de la voluntad del Señor concerniente a mi ministerio durante la siguiente estación”32. La revelación resultante, Doctrina y Convenios 79, le indicaba que debía ir “otra vez a las tierras del Este, de un lugar a otro, y de ciudad en ciudad, mediante el poder de la ordenación con que ha sido ordenado”33. Se marchó el 25 de abril y pasó seis meses trabajando mucho en Vermont y en Nueva York, con cierto éxito. El Señor “me ha bendecido con gavillas y con salud; bendito sea Su nombre”, escribió Carter34.
La labor de las mujeres
Como eran los hombres los que eran ordenados para salir a predicar, las contribuciones de las mujeres a la obra misional de los primeros años quizás resultan menos visibles. Pero esa labor también fue vital. Un incidente ocurrido durante la segunda misión de Jared Carter en Vermont ilustra esta cuestión. En julio de 1832, registró que hizo una visita a su cuñado, Ira Ames, y que “en esa ocasión [Ames] se convenció de la verdad del Libro de Mormón y estaba dispuesto a ser bautizado”35.
Pero esa historia no fue tan sencilla. Ira Ames había escuchado el Evangelio dos años antes, de boca de su madre. En agosto de 1830, Ames recibió una carta de su madre, Hannah, en la que le informaba de que ella y varios familiares (incluido Jared Carter) se habían bautizado. Ames ya había oído hablar de los mormones por otras fuentes y sentía un cierto interés, pero la carta de su madre tuvo un efecto muy potente. “Al leer la carta de mi madre, sentí que me atravesaba como un rayo, que despertaba cada sentimiento de mi mente, con un efecto poderoso”, recordaba. Esos sentimientos le empujaron a orar para recibir un testimonio “de si la carta y el asunto que trataba eran verdaderos o falsos”. Como respuesta, sintió en su mente “una calma clara”36. La visita de Jared Carter, casi dos años después, brindó a Ira su primera oportunidad de poner en la práctica ese testimonio.
De igual manera, muchas mujeres Santos de los Últimos Días se comunicaron con familiares y amigos, con frecuencia por carta, como en el caso de Hannah Ames, para testificar de su fe e invitar a sus seres queridos a unirse a ellas. “Puedo decir que si conocieras las cosas de Dios y [pudieras] recibir las bendiciones que yo he recibido de la mano del Señor, venir aquí no te parecería difícil”, escribió Phebe Peck de Independence, Misuri, en agosto de 1832, a una “Querida hermana”. Phebe continuaba así: “El Señor está revelando los misterios del Reino Celestial a Sus hijos”37. Rebecca Swain Williams testificó a su familia que había oído los testimonios de la familia Smith y “de los tres testigos en persona” sobre el Libro de Mormón38. Esos testimonios, sin duda, encontraron oídos receptivos en muchas ocasiones, y Jared Carter, probablemente, no fue el único élder mormón que cosechó las semillas plantadas por las mujeres.