Escrito por Rachel Coleman
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Nunca me vi a mí misma como pionera. ¿Dejaría las comodidades de mi hogar por mis creencias? ¿Abriría un nuevo camino? ¿Forjaría un sendero por el desierto hacia una nueva frontera? De ninguna manera, no yo. A veces nuestro viaje por esta vida requiere de una fe tan grande como la de aquellos fieles pioneros. A veces nuestras dificultades son igualmente intensas. Las consecuencias del éxito o del fracaso son tan eternas como lo fueron en el pasado.
Hace dos años, yo estaba sufriendo de una serie de misteriosos trastornos de salud. Comenzó con lo que pensé que era una gripe: fiebre, debilidad muscular y náuseas. Sin embargo, los síntomas nunca desaparecieron. Perdí mucho peso… y el cabello. Contraje fuertes alergias a diversos alimentos, asma y arritmia cardíaca. A menudo la presión arterial se me bajaba tanto que era difícil de soportar. Durante el año que siguió, consulté a muchos especialistas, muchos de los cuales se encogían de hombros, se rascaban la cabeza y me sugerían que pidiera a mi médico de cabecera que me recetara medicamentos antidepresivos.
De la noche a la mañana, pasé de correr por caminos de montaña y de cuidar de un ajetreado hogar con cuatro hijos a yacer en la cama sin fuerzas, de manera que solamente podía estar de pie unos minutos cada día.
Tras un año de mi enfermedad, mi matrimonio de diecisiete años terminó en divorcio. Es difícil expresar con palabras lo deprimida, lo destrozada y lo totalmente agotada que esa experiencia me dejó. Temía no ser capaz de trabajar y de sostener a mi familia con mis afecciones de salud. Me sentía devastada por mis hijos y me preocupaban las consecuencias que el divorcio tuviera en ellos. Estaba llena de estrés, enferma y apesadumbrada por la pérdida de ese sueño.
En mi punto más bajo, un inspirado maestro orientador me dio una hermosa bendición. Me bendijo para que tuviera gozo y pudiera compartir ese gozo con mis hijos. Me bendijo para que fuera sanada en todos los aspectos. Al buscar solaz y guía en el templo, el Padre Celestial me prometió que Él me protegería, que todas mis pérdidas serían compensadas debido a mi fidelidad y que todo saldría bien.
En ese entonces, era difícil creer en esas promesas. Soportar el peso de la angustia requirió de un esfuerzo monumental. En ocasiones, hasta las tareas cotidianas más sencillas me parecían irrealizables. En mi familia no había habido ningún divorcio. Todos mis amigos parecían estar felizmente casados. La búsqueda de empleo precisaba que me presentara a entrevistas de trabajo, que aprendiera habilidades con extremada rapidez y que enfrentara nuevas e incómodas situaciones a diario de manera que era insoportable para una introvertida como yo.
Sentía que caminaba una senda en total soledad en una tierra extraña en la que no sabía cómo desenvolverme. El término “frontera” se refiere a un territorio que está más allá de las zonas pobladas o a un límite exterior de un campo de acción. Durante el año pasado, muchas veces sentía que estaba abriendo camino en una nueva frontera. Mis antepasados que fueron pioneros mormones emprendieron el camino con fe y optimismo. Percibieron el potencial en entornos desconcertantes. Yo sabía que necesitaba de esas mismas cualidades para llegar a mi destino prometido.
Durante ese tiempo, alguien me obsequió una lámina del templo con estas palabras del élder Jeffrey R. Holland: “No te desanimes. Sigue caminando. Sigue intentándolo. Encontrarás ayuda y felicidad más adelante”. La puse en el refrigerador y leía esas palabras todos los días. Cuando mi tatarabuela Asenat Viola Wilcox, quien fue pionera, comenzó su jornada hacia el oeste, su familia viajó por lo que su hermana llamó una “pradera intransitable”. El pasto estaba tan alto que su papá tenía que subirse hasta la parte superior de la carreta para poder orientarse. Yo hice lo mismo, oraba a fin de saber cuál era la voluntad de Dios para mí y me esforzaba por seguirle, sin saber hacia dónde me dirigía. Ponía un pie enfrente del otro, en mi propia pradera intransitable, con el único conocimiento de que Dios cumple sus promesas, aun cuando no pudiera ver de qué forma cumpliría lo que me había prometido.
Entonces llegaron los milagros. Llegaron por seguro. Encontré un trabajo que me encanta y que me enriquece cada día. Pude entrar a un programa de maestría excelente que me permitirá proveer más para mi familia. Encontré a un médico que logró darme un diagnóstico acertado y un tratamiento eficaz. Fui testigo de la fortaleza de mis hijos y del milagroso poder sanador de la Expiación en la vida de ellos. También he experimentado ese poder sanador en mi persona. En todo momento recibí inesperadas bendiciones y entrañables misericordias.
La semana pasada, escalé una montaña de 3350 metros de elevación. Al estar de pie en un mirador sobre un precipicio y al contemplar la magnificencia de las creaciones de Dios, mi alma se inundó de gozo. Durante el ascenso, sentí una felicidad plena. Parecía que iba siguiéndome por el sendero. Fue un momento de triunfo. Sabía que había recibido las bendiciones que se me habían prometido. Había llegado a mi tierra prometida.
“Una pionera no es una mujer que elabora su propio jabón. Ella es aquella que lleva sus cargas y camina hacia el futuro”. Laurel Thatcher Ulrich
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