“El matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios”.
¿Qué es el matrimonio?
En “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce Apóstoles proclaman que “el matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios y que la familia es la parte central del plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos”. Si un hombre y una mujer se casan en el templo, su familia puede estar junta para siempre. Esa meta es común entre los miembros de la Iglesia.
Los mayores gozos de la vida se hallan en la familia. Las relaciones familiares sólidas requieren esfuerzo, pero dicho esfuerzo brinda felicidad en esta vida y a lo largo de toda la eternidad. En el plan de felicidad de nuestro Padre Celestial, el hombre y la mujer pueden sellarse el uno al otro por tiempo y eternidad. Las personas que se sellan en el templo tienen la certeza de que su relación continuará para siempre si se mantienen fieles a sus convenios. Saben que nada, ni siquiera la muerte, las puede separar de forma permanente.
El convenio del matrimonio eterno es necesario para lograr la exaltación. Por medio de José Smith, el Señor reveló: “En la gloria celestial hay tres cielos o grados; y para alcanzar el más alto, el hombre tiene que entrar en este orden del sacerdocio [es decir, el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio]; y si no lo hace, no puede alcanzarlo. Podrá entrar en el otro, pero ése es el límite de su reino; no puede tener progenie” (D. y C. 131:1–4).
Tras recibir la ordenanza del sellamiento y efectuar convenios sagrados en el templo, la pareja debe mantenerse fiel para recibir las bendiciones del matrimonio eterno y de la exaltación. El Señor dijo:
“Si un hombre se casa con una mujer por mi palabra, la cual es mi ley, y por el nuevo y sempiterno convenio, y les es sellado por el Santo Espíritu de la promesa, por conducto del que es ungido, a quien he otorgado este poder y las llaves de este sacerdocio… y si cumplen mi convenio… les será cumplido en todo cuanto mi siervo haya declarado sobre ellos, por el tiempo y por toda la eternidad; y estará en pleno vigor cuando ya no estén en el mundo” (D. y C. 132:19).
Las personas casadas deben considerar su unión como su vínculo terrenal más preciado. El cónyuge es la única persona además del Señor a quien se nos manda amar con todo el corazón (véase D. y C. 42:22).
El matrimonio, en su sentido más puro, es una asociación de igualdad en la que ninguno ejerce dominio sobre el otro, sino que ambos se alientan, consuelan y ayudan.
Debido a que el matrimonio es una relación sumamente importante en la vida de las personas, necesita y merece que se le dedique tiempo por encima de compromisos menos importantes. Los cónyuges fortalecerán su matrimonio si dedican tiempo para hablar y escucharse, si muestran consideración y respeto mutuos, y si se expresan sentimientos de ternura y afecto con frecuencia.
Deben ser leales el uno al otro y mantenerse fieles al convenio del matrimonio en pensamiento, palabra y hecho. El Señor ha dicho: “Amarás a tu esposa con todo tu corazón, y te allegarás a ella y a ninguna otra” (D. y C. 42:22). La frase “ninguna otra” enseña que ninguna persona, actividad o posesión debe tener prioridad sobre la relación matrimonial.
Las parejas casadas deben mantenerse alejadas de cualquier cosa que pudiera hacerlas ser infiel de cualquier forma. La pornografía, las fantasías malsanas y el coqueteo debilitará el carácter y atacará el fundamento del matrimonio.
Las parejas deben trabajar juntas para administrar su situación económica; cooperen para establecer y seguir un presupuesto. La administración prudente del dinero y el estar libres de deudas contribuyen a la paz en el hogar.
Por último, las parejas deben centrar su vida en el evangelio de Jesucristo. En la medida en que las parejas se ayuden mutuamente a guardar los convenios que han hecho, asistan juntas a la Iglesia y al templo, estudien las Escrituras y se arrodillen para orar, Dios las guiará. Su relación se hará más dulce con el paso de los años y sentirán un amor más profundo. El aprecio que sienta el uno por el otro crecerá.
—Véase Leales a la fe, 2004, págs. 113–116