El que recibe con bondad y agradecimiento
¡Qué época tan maravillosa del año! Cuando oigo la hermosa música, veo las luces y siento el aire frío, me remonto a las muchas ocasiones a lo largo de mi vida en que el espíritu de la Navidad le ha dado calidez a mi corazón y me ha elevado el alma.
Al igual que muchos de ustedes, creo que algunos de los recuerdos más cálidos y vívidos de la Navidad se originaron en mi niñez. Aunque me crié en circunstancias modestas, mis padres deseaban que la Navidad fuera un tiempo de gozo y de fascinación para sus hijos, e hicieron todo lo posible para que fuera un tiempo especial para nuestra familia.
Mis hermanos y yo nos hacíamos regalos unos a otros. Un año, recuerdo que le hice a mi hermana una pintura como regalo de Navidad; no pudo haber sido una obra de arte, pero ella la consideró un tesoro. ¡Cuánto la quiero por hacer eso! Otro año, mi hermano, que es 12 años mayor que yo, me dio un preciado regalo; de un palo que se encontró en un parque cercano a nuestra casa, talló un pequeño cuchillo de juguete. Era sencillo, nada extravagante, pero ¡cuánto atesoré ese regalo porque él lo había hecho!
Una de las grandes alegrías de la Navidad es ver los rostros llenos de entusiasmo de los niños cuando toman en sus manos un regalo envuelto que es simplemente para ellos.
Sin embargo, al ir madurando, nuestra habilidad para recibir regalos con el mismo entusiasmo y buena voluntad parecen disminuir. A veces, llega el punto en el que las personas no pueden recibir un regalo o ni siquiera un cumplido sin sentirse avergonzadas o tener sentimientos de estar en deuda. Piensan erróneamente que la única manera aceptable de responder al recibir un regalo es reciprocar con algo de más valor. Otros sencillamente no ven lo que significa un regalo, concentrándose solamente en su apariencia externa o su valor y pasan por alto el profundo significado que encierra para la persona sincera que lo obsequia.
Eso me recuerda un acontecimiento que ocurrió durante la última noche de la vida del Salvador, cuando reunió a Sus amados discípulos a Su alrededor, partió pan con ellos y les dio Sus últimas y valiosas instrucciones. ¿Recuerdan que en el transcurso de la comida, Jesús se levantó de la mesa, echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies de Sus discípulos?
Al llegar donde estaba Simón Pedro, el pescador se negó, diciendo: “No me lavarás los pies jamás”. El Salvador lo corrigió tiernamente: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”1.
Estoy seguro de que Pedro pensó que tenía razones nobles para rechazar esa dádiva y pensó que estaba haciendo lo correcto, pero en ese momento, claramente no entendió el significado espiritual de lo que Jesús le obsequiaba.
Durante la Navidad hablamos mucho acerca de dar, y todos sabemos que “Más bienaventurado es dar que recibir”2, pero me pregunto si a veces rechazamos o incluso menospreciamos la importancia de ser los que recibimos con bondad.
Una Navidad hace muchos años, una niña recibió un hermoso juego de cuentas. El padre le sugirió que hiciera algo para uno de los parientes que se habían congregado para una fiesta familiar.
A la niña se le iluminó el rostro y se dispuso a crear lo que pensó sería el regalo perfecto. Escogió a la persona a la que quería dárselo: a una tía anciana con rostro de enojo y de áspera personalidad.
“Tal vez si le hago un brazalete”, pensó la niña, “la hará feliz”.
Con mucho cuidado, seleccionó cada una de las cuentas y se esforzó para que ese regalo fuera especial para su tía.
Cuando por fin lo terminó, se acercó a la tía, le entregó el brazalete y le dijo que lo había diseñado y confeccionado exclusivamente para ella.
El silencio se hizo sentir en el cuarto cuando la tía levantó el brazalete con el índice y el pulgar como si estuviera sosteniendo una ristra de caracoles viscosos. Miró el regalo, entrecerró los ojos y arrugó la nariz y dejó caer el brazalete en las manos de la niña. Después se dio vuelta sin decir una palabra y empezó a hablar con alguien más.
La niña se ruborizó de vergüenza, profundamente decepcionada, salió en silencio de la habitación.
Los padres trataron de consolarla; trataron de ayudarla a entender que el brazalete era hermoso, a pesar de la reacción insensible de la tía. Sin embargo, la niña no podía dejar de sentirse triste cada vez que pensaba en lo ocurrido.
Han transcurrido las décadas y la niña, que ahora es tía ella misma, aún recuerda, con un poco de tristeza, ese día cuando se rechazó su regalo de niña.
Toda dádiva que se nos brinda, especialmente una que provenga del corazón, es una oportunidad para crear o fortalecer un lazo de amor. Cuando recibimos con bondad y agradecimiento, abrimos la puerta para intensificar nuestra relación con el que obsequia la dádiva. Sin embargo, cuando no estimamos una dádiva, o incluso la rechazamos, no sólo herimos a aquellos que se abren hacia nosotros, sino que, en cierta manera, nos hacemos daño también a nosotros mismos.
El Salvador enseñó que a menos que nos volvamos “como niños, no [entraremos] en el reino de los cielos3.
Al observar el entusiasmo y la maravilla de los niños durante esta época del año, tal vez podamos recordar que tenemos que redescubrir y reclamar el valioso y glorioso atributo de los niños: la habilidad de recibir con gentileza y gratitud.
No es de sorprender que el Salvador sea nuestro ejemplo perfecto no sólo de dar de manera generosa, sino de aceptar con gentileza. Cuando Él se encontraba en Betania, casi al final de Su ministerio terrenal, se le acercó una mujer con un frasco de alabastro lleno de aceite caro y poco común. A ella le fue permitido ungir la cabeza de Él con este preciado obsequio.
Algunas personas que presenciaron lo ocurrido se enfadaron. “Qué manera de desperdiciar el dinero”, dijeron. El aceite era sumamente caro; se podría haber vendido y dar el dinero a los pobres. Ellos vieron sólo el valor temporal de la dádiva, descartando totalmente el significado espiritual mucho más grande que encerraba.
No obstante, el Salvador comprendió el simbolismo y la expresión de amor de tal dádiva, y la recibió con gentileza.
“Dejadla”, les dijo a los que murmuraban “… ¿por qué la molestáis?… Ella ha hecho lo que podía, porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura”4.
Mis hermanos y hermanas, mis queridos amigos, ¿qué clase de personas somos al recibir? Al igual que el Salvador, ¿reconocemos las dádivas como expresiones de amor?
En nuestros días, el Salvador ha dicho que aquellos “que [reciban] todas las cosas con gratitud [serán] glorificado[s]”5, y “la abundancia de la tierra será [de ellos]”6.
Espero que esta Navidad y cada día del año tomemos en cuenta, en particular, las muchas dádivas que nuestro amoroso Padre Celestial nos ha dado. Espero que las recibamos con la maravilla, el agradecimiento y el entusiasmo de un niño.
Mi corazón se enternece y se llena de calidez al pensar en las dádivas que nuestro amoroso, bondadoso y generoso Padre Celestial nos ha dado: el indescriptible don del Espíritu Santo, el milagro del perdón, la revelación y la guía personales, la paz del Salvador, la certeza y el consuelo de que se ha conquistado la muerte, y muchas, muchas más.
Sobre todo, Dios nos ha dado el don de Su Hijo Unigénito, quien sacrificó Su vida “para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”7.
¿Hemos recibido esas dádivas con humilde gratitud, con alegría? ¿O las rechazamos por el orgullo o un falso sentido de independencia? ¿Sentimos el amor de nuestro Padre que se expresa en esas dádivas? ¿Las recibimos de tal modo que se intensifique nuestra relación con este maravilloso y divino Dador? ¿O estamos demasiado distraídos para siquiera notar lo que Dios nos da cada día?
Sabemos que “Dios ama al dador alegre”8, pero, ¿no ama Él también al que recibe con bondad, agradecimiento y alegría?
“Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que le dio la dádiva”9.
Ya sea que hayamos pasado nueve Navidades o noventa, aún somos todos niños, hijos de nuestro Padre Celestial.
Por tanto, llevamos en nuestro interior el experimentar esta época navideña con la fascinación y el asombro de un niño. Está en nuestro interior el decir: “…mi gozo es completo; sí, mi corazón rebosa de gozo, y me regocijaré en mi Dios” 10, el Dador de todos los buenos dones.
Con todos ustedes, y con todos aquellos que deseen seguir al Cristo tierno, elevo mi voz en alabanza de nuestro poderoso Dios por el valioso don de Su Hijo.
Esta época de Navidad y siempre, ruego que veamos el maravilloso don del nacimiento del Hijo de Dios a través de los benditos ojos de un niño. Ruego que además de dar buenas dádivas, nos esforcemos por llegar a ser los que recibamos con bondad y agradecimiento. Al hacerlo, el espíritu de esta temporada ensanchará nuestros corazones y aumentará nuestro gozo de manera incalculable. En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.