2000–2009
Conocer la voluntad del Señor con respecto a ustedes
Octubre 2005


Conocer la voluntad del Señor con respecto a ustedes

Que el Señor las bendiga en su búsqueda personal para conocer Su voluntad para con ustedes, y sometan su voluntad a la de Él.

El llegar a ser un instrumento en las manos de Dios es un gran privilegio y una responsabilidad sagrada. Dondequiera que vivamos, cualesquiera sean nuestras circunstancias, no importa nuestro estado civil o nuestra edad, el Señor necesita que cada una de nosotras cumpla su función única en la edificación de Su reino en esta última dispensación. Testifico que podemos saber lo que el Señor desea que hagamos, y que podemos sentir “la bendición que se ha conferido sobre nosotros, que hemos sido hechos instrumentos en las manos de Dios para realizar esta gran obra”1. Esta noche quisiera compartir una porción de mi trayectoria sumamente personal de llegar a comprender cómo llegamos a ser esa clase de instrumentos.

Comienzo donde terminó mi trayectoria, en esta sublime verdad que enseñó el élder Neal A. Maxwell: “…la sumisión de nuestra voluntad es la única cosa exclusivamente personal que tenemos para colocar sobre el altar de Dios; todo lo demás que le ‘damos’ es, en realidad, lo que Él nos ha dado o prestado a nosotros. Pero cuando nos sometemos dejando que nuestra voluntad sea absorbida en la voluntad de Dios, entonces, verdaderamente le estamos dando algo. ¡Es la sola posesión exclusivamente nuestra que podemos dar!”2.

Testifico, mis amadas hermanas, que a fin de que seamos en verdad instrumentos en las manos de Dios, a fin de que esa bendición se confiera plenamente sobre nosotros en “el día de esta vida” en el que ejecutamos nuestra obra3, debemos, como dice el élder Maxwell, someter “nuestra voluntad”4 al Señor.

El proceso purificador que me llevó a adquirir un testimonio de este principio empezó de repente, cuando recibí mi bendición patriarcal a los treinta y tantos años de edad. Me había preparado mediante el ayuno y la oración, y me preguntaba en mi corazón: “¿Qué es lo que el Señor desea que yo haga?”. Ante la feliz expectativa, y acompañados de nuestros cuatro hijitos, mi esposo y yo nos dirigimos a casa del anciano patriarca. En la bendición que me dio se recalcaba una y otra vez la obra misional.

Aunque me disguste admitirlo, me sentía desilusionada y acongojada. Hasta ese momento de mi vida, apenas había leído el Libro de Mormón de principio a fin. Indudablemente, no estaba preparada para servir en una misión, de modo que guardé mi bendición patriarcal en un cajón; sin embargo, lo que hice fue comenzar un serio plan de estudio de las Escrituras cada día mientras me concentraba en criar a mis hijos.

Pasaron los años, y mi esposo y yo nos concentramos en preparar a nuestros hijos para servir en misiones. Al enviarlos a distintos países, yo honradamente pensé que había cumplido mi responsabilidad misional.

Entonces mi esposo fue llamado a ser presidente de misión en un país inestable y caótico en vías de desarrollo, a 16.000 km de distancia de nuestro hogar, y totalmente diferente de la cultura y del idioma que yo conocía. Pero en el momento de recibir mi llamamiento como misionera de tiempo completo, me sentí un poco como Alma y los hijos de Mosíah, de que era llamada para ser un “[instrumento] en las manos de Dios para realizar esta gran obra”5. También sentí algo que estoy segura de que ellos no sintieron: ¡un terrible temor!

A los pocos días, saqué mi bendición patriarcal y la leí una y otra vez, en busca de un entendimiento más profundo. A pesar de que sabía que cumpliría una promesa que había recibido de un patriarca hacía varias décadas, eso no aminoró mis preocupaciones. ¿Podría dejar atrás a mis hijos casados y a los solteros, y a mi padre y a mi suegra ancianos? ¿Sabría qué decir y hacer? ¿Qué comeríamos mi esposo y yo? ¿Estaríamos seguros en un país políticamente inestable y peligroso? Me sentía inepta en todo sentido.

En busca de paz, redoblé mis esfuerzos para asistir al templo, tiempo en el que medité en el significado de mis convenios como nunca antes lo había hecho. Para mí, en ese momento crucial de mi vida, mis convenios del templo fueron como un cimiento y un estímulo. Sí, tenía miedo, pero me di cuenta de que había elegido contraer compromisos personales, válidos y sagrados que me proponía cumplir. Al final de cuentas, ésa no era tarea de otra persona; era mi llamamiento misional, y tomé la determinación de servir.

El padre de José Smith pronunció esta bendición sobre la cabeza de su hijo: “El Señor Tu Dios te ha llamado por tu nombre desde los cielos. Has sido llamado… a la gran obra del Señor, para realizar una obra en esta generación que nadie… la haría como tú en todas las cosas, de acuerdo con la voluntad del Señor”6. El profeta José fue llamado a su parte singular de “la gran obra del Señor”, y a pesar de lo abrumada y falta de preparación que yo me consideraba, ciertamente también fui llamada a realizar mi porción de la obra. Esa perspectiva me infundió ayuda y valor.

En mis oraciones constantes, yo seguía preguntando: “Padre, ¿cómo puedo hacer lo que me has llamado a hacer?”. Una mañana, poco antes de salir a la misión, dos amigas me llevaron un regalo: era un pequeño himnario para que lo llevara conmigo. Más tarde ese mismo día, la respuesta a mis meses de constantes súplicas provino de ese himnario. Al buscar solaz en un lugar tranquilo, acudieron con claridad a mi mente estas palabras:

“Pues ya no temáis, y escudo seré,

que soy vuestro Dios y socorro tendréis;

y fuerza y vida y paz os daré,

y salvos de males, vosotros seréis”7.

El darme cuenta de una manera muy personal que el Señor estaría conmigo y me ayudaría fue sólo el comienzo. Tenía mucho más que aprender en cuanto a llegar a ser un instrumento en las manos de Dios.

Lejos de nuestro hogar, en un país extraño, mi esposo y yo iniciamos nuestro servicio, a semejanza de los pioneros, con fe en cada paso. La mayor parte del tiempo estábamos literalmente solos, buscando el camino en una cultura que no comprendíamos, expresada en docenas de idiomas que no podíamos hablar. El mismo sentimiento que tuvo Sarah Cleveland, una de las primeras hermanas líderes de la Sociedad de Socorro en Nauvoo, describía lo que nosotros sentíamos: “Nos hemos embarcado en esta obra en el nombre del Señor. Marchemos adelante con valor”8.

Mi primera lección en el proceso de llegar a ser un instrumento en la mano de Dios había sido escudriñar las Escrituras, ayunar, orar, asistir al templo y vivir fiel a los convenios que había hecho en la casa del Señor. Mi segunda lección fue que a fin de marchar “adelante con valor”, tenía que confiar plenamente en el Señor y buscar con fervor la revelación personal. A fin de recibirla, tendría que vivir de manera digna para tener la compañía constante del Espíritu Santo.

Mi última lección fue precisamente lo que el élder Maxwell explicó. Incluso en los detalles más pequeños de cada día, cedí mi voluntad a la del Señor, ya que necesitaba tanto Su ayuda y guía y Su protección. Al hacerlo, la relación que tenía con mi Padre Celestial cambió gradualmente, de maneras profundas, que continúan siendo una bendición para mí y para mi familia.

La jornada de mi vida es diferente de la de ustedes. Cada una podría enseñarme mucho de las experiencias que ha tenido al entregar su voluntad al Señor a medida que se esfuerza por conocer la voluntad de Él respecto a ustedes. Podemos regocijarnos juntas en el Evangelio restaurado de Jesucristo, reconociendo con agradecimiento la bendición de tener un testimonio del Salvador y de Su Expiación por todas nosotras. De una cosa estoy segura… nuestros esfuerzos personales para llegar a ser instrumentos en las manos de Dios no han sido fáciles y nos han ayudado a crecer espiritualmente, enriqueciendo nuestras jornadas terrenales de la forma más personal y maravillosa.

Estimadas hermanas, que el Señor las bendiga en su búsqueda personal para conocer Su voluntad para con ustedes, y sometan su voluntad a la de Él. Testifico que nuestra voluntad personal “es la sola posesión exclusivamente nuestra que podemos dar”9. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Alma 26:3.

  2. Neal A. Maxwell, “…absorbida en la voluntad del Padre”, Liahona, enero de 1996, pág. 25; énfasis agregado.

  3. Alma 34:32.

  4. Liahona, enero de 1996, pág. 25.

  5. Alma 26:3.

  6. In Gracia N. Jones, Emma’s Glory and Sacrifice: A Testimony (1987), págs. 43–44.

  7. “Qué firmes cimientos”, Himnos, Nº 40.

  8. Relief Society Minutes, 30 de marzo de 1842, Archivos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pág. 24.

  9. Liahona, enero de 1996, pág. 25, énfasis agregado.