La santidad del cuerpo
El Señor desea que nosotros seamos hechos a Su imagen, no a la imagen del mundo, y que recibamos Su semblante en nuestro rostro.
Acabo de regresar de dar la bienvenida al mundo a la más nueva de nuestras nietecitas, Elizabeth Claire Sandberg. ¡Es perfecta! Me sentía sobrecogida, de la misma manera que lo estoy cada vez que nace un bebé, por sus manitas y piecitos, su cabellito, el latir de su corazón y las características de la familia: la nariz, la barbilla, los hoyuelos. Sus hermanos mayores estaban también emocionados y fascinados por su tan pequeña y perfecta hermanita. Se veía como percibían la santidad de su hogar por la presencia del espíritu celestial que se les acababa de unir con la pureza de su cuerpo físico.
En la existencia preterrenal, aprendimos que el cuerpo era parte del gran plan de felicidad que Dios tiene para nosotros. Como se declara en la proclamación sobre la familia: “los hijos y las hijas espirituales de Dios lo conocieron… y aceptaron Su plan por el cual obtendrían un cuerpo físico y ganarían experiencias terrenales para progresar hacia la perfección y finalmente cumplir su destino divino como herederos de la vida eterna” (“La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona, octubre de 2004, pág. 49). De hecho, una vez nos “regocijamos” (véase Job 38:7) por ser parte de ese plan.
¿Por qué estábamos tan entusiasmados? Entendíamos las verdades eternas referentes a nuestro cuerpo, y sabíamos que éste sería a imagen de Dios. Sabíamos que nuestro cuerpo albergaría nuestro espíritu. También entendíamos que nuestro cuerpo estaría sujeto al dolor, a las enfermedades, a los impedimentos y a la tentación, pero estábamos dispuestos, incluso ansiosos por aceptar esos retos porque sabíamos que sólo con el espíritu y el elemento físico, inseparablemente unidos, progresaríamos para llegar a ser como nuestro Padre Celestial (véase D. y C. 130:22) y recibir “una plenitud de gozo” (D. y C. 93:33).
Con la plenitud del Evangelio sobre la tierra, tenemos una vez más el privilegio de saber estas verdades referentes al cuerpo. José Smith enseñó: “Vinimos a este mundo con objeto de obtener un cuerpo y poder presentarlo puro ante Dios en el reino celestial. El gran plan de la felicidad consiste en tener un cuerpo. El diablo no tiene cuerpo, y en eso consiste su castigo” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 217).
Satanás aprendió estas mismas verdades referentes al cuerpo, pero aun así, su castigo es que no tiene un cuerpo. Por lo tanto, intenta hacer todo lo posible para que maltratemos y hagamos mal uso de este preciado don. Ha llenado el mundo de mentiras y engaños sobre el cuerpo. Tienta a muchos a profanar ese gran don mediante la falta de castidad, la inmodestia, la satisfacción de los propios placeres y la adicción. Seduce a algunos a menospreciar su cuerpo y a otros los tienta para que lo adoren. En cualquiera de los casos, él persuade al mundo a considerar el cuerpo como un simple objeto. Debido a las muchas falsedades satánicas acerca de él, quiero hoy alzar mi voz a favor de la santidad del cuerpo. Testifico que el cuerpo es un don, que se debe tratar con gratitud y respeto.
Las Escrituras declaran que el cuerpo es un templo. Jesús mismo fue el primero en comparar Su cuerpo con un templo (véase Juan 2:21). Más tarde, Pablo amonestó al pueblo de Corinto, una ciudad inicua repleta de toda clase de lascivia e indecencia: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:16–17).
¿Qué ocurriría si en verdad tratásemos el cuerpo como a un templo? Los resultados serían un impresionante aumento en la castidad, en el recato, en el guardar la Palabra de Sabiduría, y una disminución similar en los problemas referentes a la pornografía y el maltrato, porque consideraríamos el cuerpo como un templo, como un santuario sagrado del espíritu. De la misma forma, como ninguna cosa impura puede entrar en el templo, estaríamos alertas para evitar que cualquier impureza entrase en el templo de nuestro cuerpo.
De la misma forma, mantendríamos el exterior de nuestro templo corporal limpio y hermoso para reflejar la naturaleza sagrada y santa de lo que hay dentro, así como la Iglesia lo hace con sus templos. Debemos vestirnos y actuar de manera que refleje el sagrado espíritu que mora dentro de nosotros.
Hace poco, al visitar una de las grandes ciudades turísticas del mundo, sentí una enorme tristeza al ver que tantas personas en el mundo han caído presas del engaño de Satanás de que nuestro cuerpo es un simple objeto que ha de exhibirse descaradamente. Imagínense el contraste y mi gozo al entrar en un aula llena de mujeres jóvenes vestidas modesta y debidamente, cuyos rostros radiaban virtud. Pensé: “He aquí, ocho jóvenes hermosísimas que saben demostrar reverencia hacia su cuerpo y que saben porqué lo hacen”. En Para la Fortaleza de la Juventud leemos: “Tu cuerpo es la creación sagrada de Dios; respétalo como un don de Dios y no lo profanes de ninguna manera. Mediante tu modo de vestir y tu apariencia le demuestras al Señor que sabes cuán valioso es tu cuerpo. Tu vestimenta y apariencia general comunican a los demás la clase de persona que eres” (Para la Fortaleza de la Juventud, págs. 14–15)
La modestia es más que el evitar la vestimenta provocativa. No sólo tiene que ver con el largo de la falda y con el escote sino también con la actitud de nuestro corazón. El vocablo modestia significa “ser mesurado”, está relacionado con el “ser moderado”. Implica “decencia y decoro… en pensamiento, lenguaje, vestimenta y comportamiento” (en Daniel H. Ludlow, ed., Encyclopedia of Mormonism, cinco tomos, 1992, tomo II, pág. 932).
La modesto y lo apropiado deben controlar todos nuestros deseos físicos. Un amoroso Padre Celestial nos ha dado belleza física y deleites “tanto para agradar la vista como para alegrar el corazón” (D. y C. 59:18), pero con la siguiente advertencia: que “fueron creadas, para usarse con juicio, no en exceso, ni por extorsión” (D. y C. 59:20). Mi esposo se valía de esta Escritura para enseñar a nuestros hijos acerca de la ley de castidad. Decía que “la palabra extorsión… significa literalmente ‘tergiversar algo’. Nuestro uso… del cuerpo no ha de tergiversarse en contra de… los fines divinamente prescritos por el cual se nos ha dado. El placer físico es bueno en su debido tiempo y en su debido lugar, pero aun así no debe convertirse en objeto de nuestra adoración” (John S. Tanner, “The Body as a Blessing”, Ensign, julio de 1993, pág. 10).
De la misma forma en la que los placeres del cuerpo se pueden convertir en una obsesión para algunas personas, igualmente puede convertirse en obsesión la atención que damos a nuestra apariencia exterior. A veces hay un exceso egoísta de hacer ejercicio, de realizar regímenes alimentarios, de alterar el físico y de gastar dinero en la última moda (véase Alma 1:27).
Me preocupa la práctica de alterar el físico en extremo. La felicidad proviene de aceptar el cuerpo que se nos ha dado como un don divino y de dar realce a nuestros atributos naturales, y no de cambiar nuestro cuerpo a la imagen del mundo. El Señor desea que nosotros seamos hechos a Su imagen, no a la imagen del mundo, y que recibamos Su semblante en nuestro rostro (véase Alma 5:14, 19).
Recuerdo bien las inseguridades que sentía de adolescente debido a un serio problema de acné. Intenté cuidarme el cutis de la forma apropiada. Mis padres me ayudaron a conseguir atención médica. Durante años, incluso me abstuve de comer chocolate y de todo tipo de las grasientas comidas rápidas que suelen consumir los jóvenes cuando se reúnen, pero no me curaba. Se me hizo difícil en ese tiempo apreciar este cuerpo que me había dado tanto pesar, mas mi buena madre me enseñó una ley más alta. Me decía de vez en cuando: “Debes hacer todo lo posible para tener una apariencia agradable, pero apenas salgas por la puerta, olvídate de ti y empieza a concentrarte en los demás”.
De esa manera, me enseñó el principio cristiano de la abnegación. La caridad o el amor puro de Cristo, “no tiene envidia, ni se envanece, no busca lo suyo” (Moroni 7:45). Cuando concentramos nuestro interés hacia los demás, cultivamos la belleza interior del espíritu que se refleja en nuestra apariencia externa. De esa manera somos hechos a la imagen del Señor, en lugar de la del mundo y recibimos Su semblante en nuestro rostro. El presidente Hinckley habló de esa misma clase de belleza, que se consigue cuando aprendemos a respetar el cuerpo, la mente y el espíritu. Él dijo:
“De todas las creaciones del Todopoderoso, no hay ninguna que sea más bella, ninguna que sea más inspiradora que una bella hija de Dios que vive una vida virtuosa con el entendimiento de por qué debe hacerlo, que honra y respeta su cuerpo como algo sagrado y divino, que cultiva su mente y que constantemente ensancha el horizonte de su inteligencia, que nutre su espíritu con [la] verdad sempiterna” (“Mensaje de las maestras visitantes: Comprendamos nuestra naturaleza divina,” Liahona, febrero de 2002, pág. 24).
¡Ah, cuánto ruego que todos los hombres y todas las mujeres busquen la belleza del cuerpo, de la mente y del espíritu que alabó el Profeta!
El Evangelio restaurado enseña que hay un vínculo íntimo entre el cuerpo, la mente y el espíritu. En la Palabra de Sabiduría, por ejemplo, lo espiritual y lo físico están entrelazados. Si obedecemos la ley de salud del Señor para el cuerpo, entre otras cosas se nos promete tener sabiduría en nuestro espíritu y conocimiento en nuestra mente (véase D. y C. 89:19–21). Lo espiritual y lo físico están en verdad vinculados.
Recuerdo un incidente que ocurrió en casa cuando era niña, cuando un dulce deleite ejerció un efecto negativo en el espíritu tan sensible de mi madre. Había probado una nueva receta de panecitos dulces. Eran grandes, sustanciosos y deliciosos, y que satisfacían mucho. Aun mis hermanos adolescentes no pudieron comer más de uno. Esa noche, al hacer la oración familiar mi padre le pidió a mi madre que orase. Ella escondió su rostro y no respondió. Mi padre gentilmente le dio un empujoncito: “¿Te pasa algo?”. Finalmente ella respondió: “No me siento muy espiritual esta noche. Acabo de comerme tres de esos sustanciosos panecitos dulces”. Supongo que muchos de nosotros hemos ofendido a nuestro espíritu durante momentos de caprichos. Sobre todo las sustancias que se prohíben en la Palabra de Sabiduría tienen un efecto dañino en nuestro cuerpo y ejercen una influencia adormecedora en nuestra sensibilidad espiritual. Nadie puede permitirse el lujo de pasar por alto la conexión que existe entre el cuerpo y el espíritu.
Este sagrado cuerpo, por el que estamos tan agradecidos, sufre de limitaciones naturales. Algunas personas nacen con discapacidades y padecen dolores a causa de enfermedades a lo largo de su vida. A todos nosotros, a medida que envejecemos, el cuerpo nos empieza a fallar y, cuando eso sucede, anhelamos el día en el que nuestro cuerpo se cure y sane. Anhelamos la Resurrección, que Jesucristo hizo posible, cuando “el alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y coyuntura serán restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se perderá, sino que todo será restablecido a su propia y perfecta forma” (Alma 40:23). Sé que por medio de Cristo podremos experimentar la plenitud de gozo que está disponible sólo cuando el espíritu y el elemento físico están inseparablemente unidos (véase D. y C. 93:33).
Nuestro cuerpo es nuestro templo. No somos menos sino más como nuestro Padre Celestial porque tenemos un cuerpo. Les testifico que somos Sus hijos, hechos a Su imagen, con el potencial de llegar a ser como Él. Tratemos este divino don del cuerpo con sumo cuidado. Algún día, si somos dignos, recibiremos un cuerpo glorificado y perfecto, puro y limpio como el de mi nietecita, sólo que estará unido inseparablemente al espíritu. Y nos regocijaremos (véase Job 38:7) al recibir una vez más ese don que tanto habremos anhelado (véase D. y C. 138:50). Ruego que respetemos la santidad del cuerpo durante la vida terrenal para que el Señor lo santifique y lo exalte para la eternidad. En el nombre de Jesucristo. Amén.