El segundo gran mandamiento
Sentimos nuestro mayor gozo al ayudar a nuestros hermanos y hermanas.
Mis queridos hermanos y hermanas, gracias por todo lo que están haciendo para ayudar a recoger a Israel a ambos lados del velo, fortalecer a sus familias y bendecir la vida de los necesitados. Gracias por vivir como verdaderos discípulos de Jesucristo1. Ustedes conocen Sus dos grandes mandamientos y les encanta obedecerlos: Amar a Dios y amar al prójimo2.
Durante los últimos seis meses, la hermana Nelson y yo hemos conocido a miles de santos al viajar a América Central y del Sur, a las islas del Pacífico, y a varias ciudades de los Estados Unidos. Al viajar, nuestra esperanza es edificar su fe, pero siempre regresamos con nuestra fe fortalecida por los miembros y amigos que conocemos. ¿Puedo compartir tres momentos significativos de nuestras experiencias recientes?
En mayo, la hermana Nelson y yo viajamos con el élder Gerrit W. Gong y la hermana Susan Gong al Pacífico Sur. Mientras estábamos en Auckland, Nueva Zelanda, tuvimos el honor de reunirnos con los imanes de dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, donde solo dos meses antes, se había asesinado a disparos a devotos inocentes en un acto de terrible violencia.
Extendimos nuestras condolencias a aquellos hermanos de otra religión y reafirmamos nuestro compromiso mutuo con la libertad de culto.
También ofrecimos mano de obra voluntaria y ayuda económica modesta para reconstruir sus mezquitas. Nuestra reunión con esos líderes musulmanes rebosó de tiernas expresiones de hermandad.
En agosto, junto con el élder Quentin L. Cook y la hermana Mary Cook, la hermana Nelson y yo conocimos a personas en Buenos Aires, Argentina —la mayoría de ellas no eran de nuestra religión— cuyas vidas habían cambiado gracias a las sillas de ruedas que se les había proporcionado por medio de la organización benéfica Latter-day Saint Charities. Nos sentimos inspirados mientras expresaban gratitud colmada de gozo por su nuevo medio de movilidad.
Un tercer momento preciado ocurrió hace solo unas pocas semanas aquí, en Salt Lake City. Provino de una carta singular que recibí en mi cumpleaños de una jovencita a quien llamaré Mary, de catorce años de edad.
Mary escribió sobre las cosas que ella y yo teníamos en común: “Usted tiene diez hijos. Nosotros somos diez hijos. Usted habla mandarín. Siete de los niños de mi familia, incluida yo, fuimos adoptados en China, así que el mandarín es nuestro idioma natal. Usted es cardiocirujano. Mi hermana ha tenido dos [operaciones] a corazón abierto. A usted le agrada la Iglesia de dos horas de duración. A nosotros nos agrada la Iglesia de dos horas de duración. Usted tiene oído absoluto. Mi hermano también lo tiene; él es ciego, como yo”.
Las palabras de Mary me conmovieron profundamente, y revelaron no solo su gran espíritu, sino también la consagración de su madre y su padre.
Los Santos de los Últimos Días, tal como otros discípulos de Jesucristo, siempre buscan formas de ayudar, elevar y amar a otras personas. Quienes están dispuestos a ser llamados el pueblo del Señor “est[án] dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros[;] […] a llorar con los que lloran; […] y a consolar a los que necesitan de consuelo”3.
Verdaderamente procuran vivir el primer gran mandamiento y el segundo. Cuando amamos a Dios con todo el corazón, Él nos vuelve el corazón hacia el bienestar de otras personas en un bello círculo virtuoso.
Sería imposible calcular la cantidad de servicio que los Santos de los Últimos Días prestan en todo el mundo cada día de cada año, pero sí es posible calcular el bien que la Iglesia hace como organización para bendecir a hombres y mujeres, a niños y niñas, que necesitan una mano de ayuda.
El programa humanitario de la Iglesia comenzó en 1984; posteriormente se realizó un ayuno mundial para recaudar fondos a fin de ayudar a los afligidos por una devastadora sequía en África oriental. Durante ese solo día de ayuno, los miembros de la Iglesia donaron $6,4 millones de dólares estadounidenses.
Se envió a Etiopía a quien entonces era el élder M. Russell Ballard y al hermano Glenn L. Pace para evaluar cómo podrían usarse mejor aquellos fondos consagrados. Esa labor mostró ser el inicio de lo que luego se conocería como la obra benéfica Latter-day Saint Charities.
Desde aquel momento, Latter-day Saint Charities ha proporcionado más de dos mil millones de dólares en ayuda para atender a necesitados de todo el mundo. Dicha ayuda se brinda a los destinatarios sin importar su afiliación religiosa, nacionalidad, raza, orientación sexual, sexo u opiniones políticas.
Eso no es todo; para ayudar a los miembros de la Iglesia del Señor que sufren tribulaciones, amamos y vivimos la antigua ley del ayuno4. Sentimos hambre para ayudar a otras personas que tienen hambre. Un día de cada mes, nos abstenemos de alimentos y donamos el costo de esas comidas (y más) para ayudar a los necesitados.
Jamás olvidaré mi primera visita a África occidental, en 1986. Los santos llegaron a nuestras reuniones en grandes cantidades; aunque tenían poco en términos de posesiones materiales, la mayoría llegaron vestidos con ropa blanca impecable.
Pregunté al presidente de estaca cómo cuidaba de miembros que tenían tan poco. Respondió que sus obispos conocían bien a su gente; si los miembros podían pagar por dos comidas diarias, no necesitaban ayuda. Sin embargo, si podían pagar solo por una comida o menos —aun con ayuda de la familia—, los obispos proporcionaban alimentos, que costeaban con ofrendas de ayuno. Luego añadió este notable hecho: por lo general, sus contribuciones de ofrendas de ayuno excedían sus gastos; las ofrendas de ayuno sobrantes entonces se enviaban a personas de otras partes, cuyas necesidades excedieran las de ellos. Aquellos firmes santos africanos me enseñaron una gran lección sobre el poder de la ley del ayuno y el espíritu de esta.
Como miembros de la Iglesia, sentimos afinidad hacia quienes sufren de cualquier manera5. Como hijos e hijas de Dios, todos somos hermanos y hermanas; damos oído a una admonición del Antiguo Testamento: “Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra”6.
También nos esforzamos por vivir las enseñanzas del Señor Jesucristo, tal como se hallan en Mateo 25:
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;
“estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis…
“… en cuanto lo hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”7.
Permítanme citar solo unos pocos ejemplos de cómo la Iglesia sigue esas enseñanzas del Salvador.
Para ayudar a aliviar el hambre, la Iglesia administra 124 almacenes del obispo en todo el mundo. Por medio de ellos, cada año se entregan aproximadamente 400 000 solicitudes de alimentos a personas necesitadas. En los lugares donde no existen almacenes, los obispos y presidentes de rama usan los fondos de ofrendas de ayuno de la Iglesia para proporcionar alimentos y mercaderías a sus miembros necesitados.
Sin embargo, el problema del hambre se extiende mucho más allá del ámbito de la Iglesia. Está aumentando en todo el mundo. Un informe reciente de las Naciones Unidas ha indicado que el número de personas desnutridas en el mundo ahora excede los 820 millones; o casi uno de cada nueve de los habitantes de la tierra8.
¡Qué estadística preocupante! Cuán agradecidos estamos por sus contribuciones; gracias a su generosidad sincera, millones de personas de todo el mundo recibirán alimentos, ropa, refugio temporario, sillas de ruedas, medicinas, agua potable que tanto necesitan, y más.
Hay mucha enfermedad en todo el mundo a causa del agua contaminada. Hasta la fecha, la iniciativa humanitaria de la Iglesia ha ayudado a proporcionar agua potable a cientos de comunidades de 76 países.
La labor en Luputa, República Democrática del Congo, es un gran ejemplo. La ciudad tiene una población que excede los 100 000 habitantes y no tenía agua corriente. Los pobladores tenían que caminar largas distancias hasta fuentes de agua potable. Se descubrió un manantial de montaña a 29 kilómetros, pero los habitantes de la localidad no podían acceder a esa agua con regularidad.
Cuando nuestros misioneros de ayuda humanitaria se enteraron del problema, trabajaron con los líderes de Luputa proporcionando materiales y capacitación para llevar el agua mediante cañerías a la ciudad. El pueblo de Luputa dedicó tres años a excavar una zanja de un metro de profundidad a través de rocas y jungla. Al trabajar juntos, finalmente llegó el gozoso día en que hubo agua dulce y potable al alcance de todos los del pueblo.
La Iglesia también ayuda a los refugiados, ya sea por conflictos civiles, desastres naturales o persecución religiosa. Más de 70 millones de personas se hallan ahora desplazadas de su hogar9.
Solo en el año 2018, la Iglesia proporcionó provisiones de emergencia a refugiados en 56 países. Asimismo, muchos miembros de la Iglesia ofrecen su tiempo como voluntarios para ayudar a los refugiados a integrarse en nuevas comunidades. Agradecemos a cada uno de ustedes que tienden la mano para ayudar a quienes tratan de establecer un nuevo hogar.
Mediante las generosas donaciones a las tiendas de Deseret Industries de Estados Unidos, se recolectan y clasifican millones de kilos de ropa cada año. Aunque los obispos locales usan esas vastas existencias para ayudar a los miembros necesitados, la mayor parte se dona a otras organizaciones de beneficencia, que distribuyen los artículos en todo el mundo.
Apenas el año pasado, la Iglesia proporcionó atención oftalmológica a más de 300 000 personas en 35 países, atención neonatal a miles de madres y bebés en 39 países, y sillas de ruedas a más de 50 000 personas que viven en decenas de países.
La Iglesia es bien conocida por estar entre los primeros socorristas cuando sobreviene alguna tragedia. Incluso antes que un huracán toque tierra, los líderes de la Iglesia y el personal de los lugares afectados hacen planes sobre cómo entregarán suministros de socorro y prestarán ayuda voluntaria a quienes sufrirán los efectos.
Tan solo el año pasado, la Iglesia efectuó más de cien labores de socorro por catástrofes en todo el mundo al ayudar a víctimas de huracanes, incendios, inundaciones, terremotos y otras calamidades. Siempre que es posible, nuestros miembros de la Iglesia, vestidos con chalecos amarillos de Manos que Ayudan, se movilizan en grandes cantidades para ayudar a los afligidos por los desastres. Esa clase de servicio que prestan tantos de ustedes es la esencia misma de la ministración.
Mis queridos hermanos y hermanas, las actividades que he descrito son tan solo una pequeña parte del creciente programa humanitario y de bienestar de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días10; y ustedes son quienes hacen posible todo ello. Debido a sus vidas ejemplares, su corazón generoso y sus manos que ayudan, no es de sorprender que muchas comunidades y líderes gubernamentales elogien sus esfuerzos11.
Desde que llegué a ser Presidente de la Iglesia, me ha asombrado cuántos presidentes, primeros ministros y embajadores me han agradecido sinceramente nuestra ayuda humanitaria a su pueblo; y también han expresado gratitud por la fortaleza que nuestros miembros fieles aportan a su país como leales ciudadanos que contribuyen.
También me he maravillado conforme los líderes del mundo han visitado a la Primera Presidencia y han expresado su esperanza de que la Iglesia se establezca en su tierra. ¿Por qué? Porque saben que los Santos de los Últimos Días ayudarán a edificar familias y comunidades fuertes, y mejorarán la vida de los demás dondequiera que vivan.
Sin importar cuál sea el lugar al que llamemos hogar, los miembros de la Iglesia creemos fervientemente en la paternidad de Dios y la hermandad del hombre. Por lo tanto, sentimos nuestro mayor gozo al ayudar a nuestros hermanos y hermanas, sin importar dónde vivamos en este mundo maravilloso.
Nuestro gozo es brindar ayuda a otras personas; hacer un esfuerzo concienzudo por preocuparnos por los demás tanto o más que por nosotros mismos; en especial, podría añadir, cuando no resulta oportuno y nos aleja de nuestra comodidad. Vivir el segundo gran mandamiento es la clave para llegar a ser un verdadero discípulo de Jesucristo.
Mis queridos hermanos y hermanas, ustedes son modelos vivientes de los frutos que provienen de seguir las enseñanzas de Jesucristo. ¡Gracias! ¡Los amo!
Sé que Dios vive; Jesús es el Cristo; Su Iglesia ha sido restaurada en estos últimos días para cumplir sus propósitos divinos. De ello testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.