Una división en la Iglesia
En 1923, Agricol Lozano Bravo comenzó a escoltar a los misioneros en sus visitas a las villas en el estado [provincia] rural de Hidalgo. Aunque Lozano aún no era Santo de los Últimos Días, él conocía la fuerte desconfianza hacia los extranjeros que había en México después de la revolución, y esperaba que su compañía brindara protección a los misioneros. Al año siguiente, poco después de que Lozano se uniera a la Iglesia, Isaías Juárez, Bernabé Parra y Abel Páez fueron llamados como líderes locales. En la década siguiente, el gobierno impuso restricciones sobre el clero proveniente del extranjero, forzando a los misioneros extranjeros a salir del país. Lozano procuró la guía de Juárez, Parra y Páez. “Eran buenos hombres”, relató él posteriormente. “Aprendí mucho de ellos”.
Las restricciones gubernamentales continuaron acentuándose, por lo que los miembros de México esperaban poder tener un presidente de misión nativo que entendiera su cultura y pudiera funcionar legalmente en el país. En dos ocasiones, los miembros celebraron convenciones y elevaron peticiones a la Primera Presidencia en las que planteaban su situación y sus deseos. Muchos se sintieron desilusionados cuando un presidente de misión de las colonias al norte de México llamó a misioneros extranjeros para dirigir muchas de las unidades. En 1936, algunos miembros se rehusaron a reconocer la autoridad de la misión y nombraron a Abel Páez, quien era mexicano por “raza y sangre”, para ser el líder del nuevo grupo llamado la Tercera Convención.
Agricol Lozano Bravo estaba trabajando en la construcción y reparación de centros de reuniones, cuando se le acercó Margarito Bautista para promocionar la agrupación. Pero Lozano rechazó las pretensiones de Bautista. “Teníamos la confianza de que un hombre de nuestra raza viniera a instruirnos“, admitió Lozano, “pero ustedes no saben lo que están haciendo”. Intentar nombrar a un nuevo líder sin operar a través de la estructura de la Iglesia de la autoridad del sacerdocio, le planteó, era igual a construir un edifico sin fundaciones.
Algunos amigos de Lozano lo acusaron de tener lavado el cerebro por causa de su fidelidad a las autoridades del sacerdocio, mientras que aproximadamente una tercera parte de los miembros mexicanos se unió a la Tercera Convención. Pero Lozano no podía negar su testimonio y permaneció firme. Por su parte, los miembros de la Tercera Convención conservaron las enseñanzas y los programas de la Iglesia a pesar de la separación. En 1942, fue llamado un nuevo presidente de misión, Arwell L. Pierce. Él le comentó a Lozano que el profeta lo había apartado para sanar el cisma. Lozano observó cómo Pierce entablaba contacto con los de la Tercera Convención. Pierce percibió que aunque sus métodos eran incorrectos, sus metas eran compatibles con las de la Iglesia. Él los escuchó, les expresó amor y les dio tiempo. En una ocasión, Lozano vio a Pierce cabeceando por el sueño en una reunión. “Perdóneme, hermano”, dijo Pierce, “pero no he dormido. Estuve conversando con Abel sobre cómo volver a juntar a la familia”.
Pierce sugirió que los miembros de México necesitaban tener su propia estaca antes que un presidente de misión mexicano. Tanto los miembros activos de la Iglesia como los adeptos a la Tercera Convención estuvieron dispuestos a dejar de lado sus diferencias pasadas a fin de alcanzar esa meta. En 1946, el presidente George Albert Smith viajó a México y ambos grupos se juntaron en una conferencia de reunificación. Desde entonces, los santos han trabajado juntos para edificar la Iglesia, y en 1961 se organizó la primera estaca en México, con Julio García, quien había pertenecido a los de la Tercera Convención, como primer consejero. Pocos años después, Agricol Lozano Bravo vio cómo apartaban a su hijo Agricol Lozano Herrera como el primer presidente de estaca étnicamente mexicano —cumpliéndose así el antiguo anhelo de los miembros sobre la base de la autoridad del sacerdocio.