Dejar atrás la adversidad
Llegará el momento en el que podremos dejar atrás la adversidad y, con la ayuda del Señor, salir de la obscuridad a una abundancia de luz.
Uno de los grandes himnos de la Restauración, compuesto por Parley P. Pratt, habla de que las oscuras cortinas de la Apostasía se abrieron para dar paso a la gloriosa luz de la verdad restaurada:
Ya rompe el alba de la verdad
y en Sión se deja ver,
tras noche de oscuridad,
el día glorioso amanecer.
De ante la divina luz
huyen las sombras del error.
La gloria del gran Rey Jesús,
ya resplandece con su fulgor1.
Es interesante que el apóstol Pablo también utiliza la analogía de la luz al explicar cómo él podía testificar de que “estamos atribulados en todo, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados; perseguidos, pero no desamparados; abatidos, pero no destruidos” (2 Corintios 4:8–9).
Él explica cómo pudo escapar de todo ello de este modo: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).
La mayoría de nosotros, en cierto momento de la vida, sentimos los vientos helados de la adversidad: se avecinan las tormentas, soplan los vientos, caen las lluvias, aumentan las inundaciones. Puede parecer que ello jamás se acabará, que sencillamente afrontamos un futuro de incertidumbre y duda, de pruebas y tribulación.
Además de pasar por tormentas periódicas, podemos encontrarnos en espantosos huracanes y tempestades de tribulación que pueden destruir nuestra confianza y debilitar nuestro sentido de autoestima. Todo lo que consideramos de valor puede repentinamente parecer muy efímero, esfumándose de nuestras manos. Los cambios trascendentales de la vida pueden hacer que tambaleemos y hacernos perder nuestro sentido del equilibrio.
Tal vez una inesperada cesación de trabajo haya conducido a un largo período de desempleo, la falta de libertad económica haya limitado las opciones, o la crisis hipotecaria nos haya dejado en la ruina monetaria. Quizás la esperada jubilación tras una larga, ocupada y productiva carrera haya ocasionado un sentimiento de pérdida. Es posible que una enfermedad repentina o una discapacidad devastadora nos haya hecho sentirnos “limitados”, indefensos, inútiles e inseguros. En tales circunstancias, es fácil sentir temor y, a su vez, puede ser difícil mantener la fe.
Todo esto lo sé por experiencia propia. Mientras me recuperaba de una cirugía para extirpar dos tumores cerebrales de tamaño considerable, pasé por períodos de melancolía y desolación debido al impacto emocional y mental que ello me causó. Descubrí que yo no era tan invencible como creía. El tratamiento no funcionó, y una o dos recaídas ocasionaron mayor abatimiento. Me empecé a compadecer de mí mismo.
Decidan ser felices
Entonces empezaron a ocurrir cosas maravillosas. Buenos amigos y líderes de la Iglesia en quienes confiaba me brindaron apoyo y comprensión, y empecé a seguir sus consejos y a aceptar sus palabras de aliento. Una noche, muy tarde, al compartir mis sentimientos negativos con mi hijo menor, me dijo: “Bueno, papá, siempre he tenido la impresión de que la felicidad es una decisión”. Él tiene razón.
Comencé a expresar gratitud con mayor frecuencia por todas las bendiciones de las que aún disfrutaba. Descubrí por mí mismo que “este género [de pruebas] no sale sino con oración y ayuno” (Mateo 17:21).
Sentí la fuerza, el poder reconfortante y el amor del Salvador. Al igual que Pablo, llegué a regocijarme en el conocimiento de que la tribulación, la aflicción y el peligro no podían separarme del amor de Cristo (véase Romanos 8:35).
Por fortuna, la verdad prometedora y segura es que, a pesar de todo, podemos encontrar fuerza y ánimo. Nuestras cargas se pueden volver más ligeras aun cuando no desaparezcan de repente. Podemos salir del abismo más oscuro, con más fuerza y resolución, convertidos en mejores hombres y mujeres.
Tras haber sido probado en el crisol de la aflicción, habremos cultivado un carácter capaz de afrontar y soportar las futuras sacudidas de la vida. Como resultado de ello, podemos utilizar nuestras experiencias para elevar a los demás e identificarnos con ellos. Nuestro propio ejemplo de perseverancia puede brindar esperanza a los demás e inspirar a nuestra familia; llegamos a estar más preparados para el futuro.
Si bien la adversidad puede tardar en alejarse de nosotros, nosotros podemos elegir alejarnos de ella en cualquier momento. La promesa que nos hace el Señor es la misma que le hizo a Alma y a su pueblo en medio de una terrible persecución:
“Alzad vuestras cabezas y animaos, pues sé del convenio que habéis hecho conmigo; y yo haré convenio con mi pueblo y lo libraré del cautiverio.
“Y también aliviaré las cargas que pongan sobre vuestros hombros, de manera que no podréis sentirlas sobre vuestras espaldas” (Mosíah 24:13–14).
Además, el Señor ha confirmado: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18).
Procuren la ayuda divina
La ayuda divina tal vez no sea evidente. Quizás no veamos ni sepamos de inmediato que algunas de las otras cargas que teníamos por delante fueron eliminadas, desviadas de nuestras puertas.
El Señor asegura: “Pero he aquí, de cierto, de cierto os digo, que mis ojos están sobre vosotros. Estoy en medio de vosotros y no me podéis ver” (D. y C. 38:7).
Naturalmente, tal vez necesitemos ser sumamente pacientes con los demás y con nosotros mismos; con frecuencia, lleva tiempo el que todo se resuelva. Incluso cuando en ocasiones parezca que nuestra fe no sea más grande que una semilla de mostaza, a medida que sigamos adelante, la Providencia avanzará con nosotros. Si procuramos la ayuda del cielo, la recibiremos, quizás incluso de maneras inesperadas.
Podemos encontrar los medios para estar agradecidos por lo que tenemos en vez de lamentarnos por lo que hemos perdido. Curiosamente, a menudo oímos ese mismo sentir de parte de aquellos que han perdido todas sus posesiones materiales a causa de un desastre natural, como un incendio arrasador, una inundación o un huracán. En casi todos los casos, afirman: “Por lo menos todavía tenemos lo que verdaderamente importa”.
El testimonio de Pablo es alentador:
“…he aprendido a contentarme con lo que tengo.
“Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, tanto para estar saciado como para tener hambre, tanto para tener abundancia como para padecer necesidad.
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:11–13).
Como se ha escrito: “Todo lo que es injusto en la vida se puede remediar por medio de la expiación de Jesucristo”2.
Cualesquiera sean nuestras circunstancias, llegará el momento en el que podremos dejar atrás la adversidad y, con la ayuda del Señor, salir de la obscuridad a una abundancia de luz.