Mensaje de la Primera Presidencia
Cómo redescubrir el espíritu de la Navidad
Hace años, cuando era un joven élder, se me llamó a mí y a otros a ir a un hospital de Salt Lake City para dar bendiciones a niños enfermos. Al entrar, vimos un árbol de Navidad adornado con luces brillantes y atractivas, y paquetes esmeradamente envueltos debajo de las ramas extendidas. Después recorrimos unos pasillos en los cuales niños y niñas —algunos con el brazo o la pierna enyesados, otros con enfermedades que tal vez no se pudieran curar muy rápido— nos recibieron con rostros sonrientes.
Un niñito, que estaba gravemente enfermo, me djio: “¿Cómo se llama?”.
Le dije mi nombre y él preguntó: “¿Me podría dar una bendición?”.
Le dimos una bendición y, cuando nos dimos la vuelta para irnos de su lado, nos dijo: “Muchas gracias”.
Dimos unos pasos y le oí decir: “Ah, hermano Monson, tenga una feliz Navidad”. Entonces se le dibujó una gran sonrisa en el rostro.
Ese niño tenía el espíritu de la Navidad. Ese espíritu navideño es algo que espero que todos nosotros tengamos en el corazón y en la vida; no sólo en esta época particular, sino también a lo largo de todo el año.
Cuando tenemos el espíritu de la Navidad, recordamos a Aquél cuyo nacimiento conmemoramos en esta época del año: “…que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lucas 2:11).
En nuestros días, el espíritu de dar regalos ocupa un lugar importante en la conmemoración de la Navidad. Me pregunto si no será de provecho que nos preguntemos: ¿qué regalos querría el Señor que yo le diera a Él o a otras personas en esta preciada época del año?
Permítanme sugerir que a nuestro Padre Celestial le gustaría que cada uno de nosotros le entregase a Él y a Su Hijo la dádiva de la obediencia. También creo que nos pediría que diésemos de nosotros mismos y que no fuésemos egoístas, ni avaros, ni buscapleitos, tal como Su amado Hijo lo menciona en el Libro de Mormón:
“Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que… irrita los corazones de los hombres para que contiendan con ira unos con otros.
“He aquí, ésta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas” (3 Nefi 11:29–30).
En esta maravillosa dispensación del cumplimiento de los tiempos, nuestras oportunidades de amar y dar de nosotros mismos son en verdad ilimitadas, pero también son perecederas. En estos días hay corazones que alegrar, palabras amables que decir, obras que realizar y almas que salvar.
Alguien que tuvo una cabal perspectiva del espíritu navideño escribió:
Soy el Espíritu de la Navidad…
Entro en el hogar de la pobreza, y hago que los niños empalidecidos abran grande los ojos, en encantada maravilla.
Hago que el puño cerrado del avaro se relaje, para así pintar de resplandor un rincón de su alma.
Hago que el anciano renueve su juventud y ría a la gozosa usanza de antaño.
Mantengo viva la fantasía en el corazón de la niñez, e ilumino el descanso con sueños tejidos de magia.
Hago que pies ansiosos asciendan escaleras oscuras con canastas rebosantes, dejando atrás corazones asombrados ante la bondad del mundo.
Hago que el pródigo detenga un momento su andar desenfrenado y de derroche, para enviar a un preocupado ser querido un detalle que desate lágrimas de alegría, lágrimas que hacen desaparecer las duras líneas del pesar.
Entro en lúgubres celdas de prisiones, recordando a hombres vapuleados lo que pudo haber sido, y señalándoles hacia adelante los días buenos aún por venir.
Entro sigilosamente en el hogar callado y pálido del dolor, y los labios débiles que ya no consiguen hablar, simplemente tiemblan en gratitud silenciosa y elocuente.
De mil maneras, hago que el mundo agotado eleve la mirada hacia la faz de Dios y que, por un momento, olvide las cosas insignificantes y desdichadas.
Soy el espíritu de la Navidad1.
Ruego que cada uno de nosotros descubra otra vez el espíritu de la Navidad, sí, el Espíritu de Cristo.