¿Hacia dónde miramos?
El tratar de complacer a los demás antes de complacer a Dios es invertir el orden de los primeros dos grandes mandamientos.
“¿Hacia dónde miras?”. El presidente Boyd K. Packer me sorprendió con esa pregunta desconcertante mientras viajábamos juntos en mi primera asignación como nuevo Setenta. Yo estaba confundido al no tener una explicación para poner la pregunta en contexto. “Un Setenta”, continuó, “no representa al pueblo ante el profeta, sino al profeta ante el pueblo. ¡Nunca te olvides hacia donde miras!”. Fue una lección poderosa.
El tratar de complacer a los demás antes de complacer a Dios es invertir el orden de los dos primeros grandes mandamientos (véase Mateo 22:37–39); es olvidar hacia dónde miramos; y sin embargo, todos hemos cometido ese error debido al temor al hombre. En Isaías el Señor nos advierte, “No temáis afrenta de hombre” (Isaías 51:7; véase también 2 Nefi 8:7). En el sueño de Lehi, ese miedo surge debido al dedo de escarnio que los señalaba desde el edificio grande y espacioso, provocando que muchos se olvidaran hacia dónde debían mirar y dejaran el árbol “avergonzados” (véase 1 Nefi 8:25–28).
La presión social intenta cambiar la actitud de una persona, incluso el comportamiento, haciéndola sentir culpable de ofender a los demás. Buscamos una convivencia respetuosa con quienes nos señalan con el dedo, pero cuando el miedo al hombre nos tienta a justificar el pecado, se convierte en una “trampa” según lo indica el libro de Proverbios (véase Proverbios 29:25). La trampa puede estar astutamente presentada para apelar a nuestro lado compasivo a fin de que toleremos, e incluso aprobemos, algo que ha sido condenado por Dios. Para los de fe débil, esto puede ser una gran piedra de tropiezo. Por ejemplo, algunos misioneros jóvenes llevan ese miedo al hombre al campo misional y no informan a un presidente de misión la desobediencia flagrante de un compañero, debido a que no quieren ofender a su compañero desobediente. Las decisiones que definen el carácter se hacen al recordar el orden correcto de los primeros dos grandes mandamientos (véase Mateo 22:37–38). Cuando estos misioneros confundidos se dan cuenta de que son responsables ante Dios y no ante sus compañeros, debería darles el valor para mirar hacia el lado correcto.
A la joven edad de 22 años, incluso José Smith olvidó hacia dónde miraba cuando repetidamente solicitó al Señor que permitiera a Martin Harris tomar prestadas 116 páginas del manuscrito. Quizás José quería demostrar gratitud a Martin por su apoyo. Sabemos que José estaba extremadamente ansioso de que otros testigos lo apoyaran contra las preocupantes falsedades y mentiras que se esparcían sobre él.
Cualesquiera hayan sido las razones de José, o cuán justificadas parezcan, el Señor no las justificó y lo reprendió severamente: “…con cuánta frecuencia has transgredido… y has seguido las persuasiones de los hombres. Pues he aquí, no debiste haber temido más al hombre que a Dios” (D. y C. 3:6–7; cursiva agregada). Esta conmovedora experiencia ayudó a José a recordar, para siempre, hacia dónde miraba.
Cuando las personas tratan de quedar bien con los hombres, involuntariamente quedan mal con Dios. El pensar que se puede complacer a Dios y al mismo tiempo justificar la desobediencia de los hombres no es neutralidad sino duplicidad, o tener dos caras o tratar de “servir a dos señores” (Mateo 6:24; 3 Nefi 13:24).
Mientras que ciertamente se necesita valor para enfrentar los peligros, el verdadero signo de valentía es superar el temor a los hombres. Por ejemplo, las oraciones de Daniel lo ayudaron a enfrentar a los leones, pero su verdadera valentía estuvo en desafiar al rey Darío (véase Daniel 6). Esa clase de valentía es un don del Espíritu dado a los temerosos de Dios que han hecho sus oraciones. Las oraciones de la reina Ester también le dieron ese valor para confrontar a su esposo, el rey Asuero, sabiendo que arriesgaba su vida al hacerlo (véase Ester 4:8–16).
La valentía no es sólo una de las virtudes básicas, sino como observó C. S. Lewis: “…el valor es… la forma de todas las virtudes en su punto de prueba… Pilatos fue piadoso hasta que resultó arriesgado”1. El rey Herodes estaba afligido ante el pedido de decapitar a Juan el Bautista pero quería complacer “[a] los que estaban juntamente con él a la mesa” (Mateo 14:9). El rey Noé estaba listo para liberar a Abinadí hasta que la presión social de sus sacerdotes malvados lo hizo flaquear (véase Mosíah 17:11–12). El rey Saúl desobedeció la palabra del Señor al guardar los botines de guerra debido a que “[temió] al pueblo y [consintió] a la voz de ellos” (1 Samuel 15:24). Para apaciguar al Israel rebelde a los pies del Monte Sinaí, Aarón hizo un becerro de oro, olvidándose hacia donde debía mirar (véase Éxodo 32). Muchos de los gobernantes del Nuevo Testamento “creyeron en [el Señor]; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:42–43). Las Escrituras están llenas de esos ejemplos.
Escuchen ahora algunos ejemplos inspiradores:
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En primer lugar, Mormón: “He aquí, hablo con valentía, porque tengo autoridad de Dios; y no temo lo que el hombre haga, porque el amor perfecto desecha todo temor” (Moroni 8:16; cursiva agregada).
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Nefi: “De modo que no escribo las cosas que agradan al mundo, sino las que agradan a Dios y a los que no son del mundo” (1 Nefi 6:5).
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Capitán Moroni: “He aquí, soy Moroni, vuestro capitán en jefe. No busco poder, sino que trato de abatirlo. No busco los honores del mundo, sino la gloria de mi Dios y la libertad y el bienestar de mi país” (Alma 60:36).
Moroni tuvo tal valor al recordar hacia dónde miraba que de él se dijo: “Si todos los hombres hubieran sido, y fueran y pudieran siempre ser como Moroni, he aquí, los poderes mismos del infierno se habrían sacudido para siempre; sí, el diablo jamás tendría poder sobre el corazón de los hijos de los hombres” (Alma 48:17).
Los profetas de todas las épocas han estado bajo el ataque del dedo de escarnio. ¿Por qué? Según las Escrituras es porque “los culpables hallan la verdad dura, porque los hiere hasta el centro” (1 Nefi 16:2), o como lo dijo el presidente Harold B. Lee: “¡Pájaro herido revolotea!”2. Su desdeñosa reacción es, en realidad, la culpa tratando de mitigarse; como con Korihor, quien al final admitió: “yo siempre he sabido que había un Dios” (Alma 30:52). Korihor era tan convincente en su engaño que llegó a creer su propia mentira (véase Alma 30:53).
Los despectivos siempre acusan a los profetas de no vivir en el siglo XXI o de ser intolerantes. Intentan persuadir o incluso presionar a la Iglesia para que rebaje las normas de Dios al nivel de su propio comportamiento inapropiado, el cual, en las palabras del élder Neal A. Maxwell, “llevará a que nos sintamos satisfechos en lugar de esforzarnos por mejorar3 y a arrepentirnos”. El rebajar las normas del Señor al nivel del comportamiento social inapropiado es apostasía. Muchas de las iglesias entre los nefitas, dos siglos después de que el Salvador los visitara, comenzaron a “bajar el nivel” de la doctrina, como dice el élder Holland4.
Mientras escuchan este pasaje de 4 Nefi, busquen las similitudes con nuestros días: “Y sucedió que cuando hubieron transcurrido doscientos diez años, ya había en la tierra un gran número de iglesias; sí, había muchas iglesias que profesaban conocer al Cristo, y sin embargo, negaban la mayor parte de su evangelio, de tal modo que toleraban toda clase de iniquidades, y administraban lo que era sagrado a quienes les estaba prohibido por motivo de no ser dignos” (4 Nefi 1:27).
¡“Déjà vu” en los últimos días! Algunos miembros no se dan cuenta de que están cayendo en la misma trampa cuando abogan para que se acepten las “tradiciones de sus padres” (D. y C. 93:39) locales o étnicas que no están en armonía con la cultura del Evangelio. Incluso otros, engañándose a sí mismos y en negación, ruegan o exigen que los obispos bajen las normas exigidas para las recomendaciones del templo, las recomendaciones para una institución académica o para los misioneros. No es fácil ser obispo bajo ese tipo de presión; sin embargo, como el Salvador, quien limpió el templo para defender la santidad del mismo (véase Juan 2:15–16), los obispos hoy en día son llamados a defender con valentía las normas del templo. Fue el Salvador quien dijo: “…me manifestaré a mi pueblo en misericordia… si mi pueblo guarda mis mandamientos y no profana esta santa casa” (D. y C. 110:7–8).
El Salvador, nuestro gran Ejemplo, siempre miraba a Su Padre. Él amó y sirvió a Su prójimo, pero dijo: “No recibo gloria de los hombres” (Juan 5:41). Él quería que aquellos a quienes enseñaba lo siguieran, pero no buscó favorecerlos. Cuando Él efectuaba un acto de caridad, como curar a los enfermos, esa dádiva a menudo venía con el pedido de “no lo digas a nadie” (Mateo 8:4; Marcos 7:36; Lucas 5:14; 8:56). En parte, eso era para evitar la fama que lo seguía, a pesar de Sus esfuerzos por evitarlo (véase Mateo 4:24). Él condenó a los fariseos por hacer buenas obras sólo para que los vieran los hombres (véase Mateo 6:5).
El Salvador, el único ser perfecto que haya existido, fue el más valiente. En Su vida, se enfrentó a muchos que lo acusaban, pero nunca cedió ante el dedo de escarnio. Él es la única persona que nunca olvidó hacia donde miraba: “…porque yo hago siempre lo que [al Padre] le agrada” (Juan 8:29; cursiva agregada) y “no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió” (Juan 5:30).
Entre 3 Nefi, capítulo 11 y 3 Nefi, capítulo 28, el Salvador usó el título Padre al menos unas 150 veces, dejando en claro a los nefitas que Él estaba allí representando a Su Padre; y desde el capítulo 14 al 17 de Juan, el Salvador se refiere al Padre al menos unas 50 veces. De toda manera posible, Él fue el discípulo perfecto de Su Padre. Representaba a Su Padre de manera tan perfecta, que conocer al Salvador era también conocer al Padre. El ver al Hijo era como ver al Padre (véase Juan 14:9); y escuchar al Hijo era como escuchar al Padre (véase Juan 5:36). En esencia, no se lo podía distinguir a Él de Su Padre; Su Padre y Él eran uno (véase Juan 17:21–22). Él sabía perfectamente hacia dónde miraba.
Ruego que Su inspirador ejemplo nos fortalezca contra las trampas de los halagos de los demás o de la vanidad personal; que nos dé el valor de nunca tener miedo ni tratar de complacer a quienes nos intimidan; que nos inspire a andar haciendo el bien lo más anónimamente posible y a no “[aspirar] tanto a los honores de los hombres” (D. y C. 121:35); y que Su incomparable ejemplo nos ayude siempre a recordar cuál es “el primero y grande mandamiento” (Mateo 22:38). Cuando los demás demanden aprobación desafiando los mandamientos de Dios, que siempre recordemos de quién somos discípulos y hacia dónde miramos; es mi oración. En el nombre de Jesucristo. Amén.