La Santa Cena y la Expiación
La ordenanza de la Santa Cena debe convertirse en algo más santo y sagrado para cada uno de nosotros.
En la víspera a los acontecimientos que ocurrieron en Getsemaní y en el Calvario, Jesús reunió a Sus apóstoles por última vez para adorar. El lugar fue el aposento alto de la casa de un discípulo en Jerusalén; y era la época de la Pascua1.
Participarían de la tradicional cena de Pascua, que constaba del cordero expiatorio, vino y pan sin levadura, emblemas de la antigua salvación de Israel de la esclavitud y la muerte2, así como de una futura redención aún por cumplirse3. Al aproximarse el final de la cena, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió4 y lo dio a Sus apóstoles, diciendo: “Tomad, comed”5. “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí”6. De manera similar, tomó la copa de vino, la bendijo y la pasó a los que lo rodeaban, diciendo: “Esta copa es el nuevo convenio en mi sangre”7 “que… es derramada para remisión de los pecados”8. “Haced esto en memoria de mí”9.
De ese modo sencillo y a la vez profundo, Jesús instituyó una nueva ordenanza para el pueblo del convenio de Dios. Ya no se derramaría sangre animal ni se consumiría carne animal a la espera de un sacrificio redentor de un Cristo que todavía estaba por venir10; en vez de ello, se tomarían y comerían emblemas de la carne partida y de la sangre derramada del Cristo que ya había venido, en memoria de Su sacrificio redentor11. La participación en esa nueva ordenanza manifestaría a todos una solemne aceptación de Jesús como el Cristo prometido y una voluntad plena de seguirle y guardar Sus mandamientos. Para quienes así lo expresaran y vivieran, la muerte espiritual “pasaría” de ellos y tendrían la vida eterna asegurada.
En las horas y días que siguieron, Jesús entró en Getsemaní, fue llevado al Calvario y abandonó triunfalmente la tumba de José de Arimatea. Después de la partida de Jesús, Sus fieles discípulos de Jerusalén y los alrededores, se reunieron el primer día de la semana para “partir el pan”12, y “perseveraban”13 en ello. Ciertamente, no lo hacían únicamente en memoria de su Señor ausente, sino también para expresar gratitud y fe en la maravillosa Redención que Él efectuó por ellos.
Es significativo que, cuando Jesús visitó a Sus discípulos en las Américas, también instituyó la Santa Cena entre ellos14. Al hacerlo, Él dijo: “Y siempre procuraréis hacer esto”15, y “será un testimonio al Padre de que siempre os acordáis de mí”16. Una vez más, en los comienzos de la Restauración, el Señor instituyó la ordenanza de la Santa Cena, dándonos instrucciones similares a las que dio a Sus primeros discípulos17.
La ordenanza de la Santa Cena ha sido calificada como “una de las ordenanzas más santas y sagradas de la Iglesia”18. Debe convertirse en algo más santo y sagrado para cada uno de nosotros. Jesucristo mismo instituyó la ordenanza para recordarnos lo que hizo para redimirnos y para enseñarnos cómo podemos beneficiarnos de Su redención y de ese modo volver a vivir con Dios.
Con el pan despedazado y partido, manifestamos que recordamos el cuerpo físico de Jesucristo; un cuerpo que fue sacudido con dolores, aflicciones y tentaciones de todo tipo19; un cuerpo que soportó una carga de angustia suficiente como para sangrar por cada poro20; un cuerpo cuya carne fue desgarrada y cuyo corazón fue quebrantado en la Crucifixión21. Manifestamos nuestra creencia de que, aunque ese mismo cuerpo fue dejado en la tumba, fue levantado de ella nuevamente a vida, para nunca más conocer la enfermedad, el deterioro o la muerte22; y al comer el pan, damos fe de que, al igual que sucedió con el cuerpo mortal de Cristo, nuestro cuerpo será liberado de los lazos de la muerte, se elevará triunfantemente de la tumba y será restaurado a nuestro espíritu eterno23.
Con un pequeño vaso de agua, manifestamos que recordamos la sangre que Jesús derramó y el sufrimiento espiritual que soportó por toda la humanidad. Recordamos la agonía que ocasionó que cayeran grandes gotas de sangre en Getsemaní24; recordamos los golpes y azotes que soportó a manos de Sus captores25; recordamos la sangre que derramó por Sus manos, Sus pies y Su costado al encontrarse en el Calvario26; y recordamos Sus sufrimientos: “…cuán dolorosos no lo sabes; cuán intensos no lo sabes; sí, cuán difíciles de aguantar no lo sabes”27. Al tomar el agua, damos fe de que Su sangre y sufrimiento expiaron nuestros pecados y que Él perdonará nuestros pecados si adoptamos y aceptamos los principios y las ordenanzas de Su evangelio.
Por lo tanto, con el pan y el agua se nos recuerda la redención de la muerte y del pecado que Cristo nos ofrece. La secuencia de primero el pan y luego el agua no es intrascendente. Al participar del pan, se nos recuerda nuestra propia e ineludible resurrección personal, que consiste en más que la simple restauración del cuerpo y del espíritu. Por el poder de la Resurrección, todos nosotros seremos restaurados a la presencia de Dios28. Esa realidad nos presenta la pregunta fundamental de nuestra vida. La pregunta fundamental que todos afrontamos no es si viviremos, sino con quién viviremos después de morir. Si bien todos regresaremos a la presencia de Dios, no todos permaneceremos con Él.
A lo largo de la vida mortal, todos nos contaminamos con el pecado y la transgresión29. Tendremos pensamientos, usaremos palabras y haremos cosas poco virtuosas30. En pocas palabras, no estaremos limpios, y con respecto a la impureza en la presencia de Dios, Jesús dejó bien claro que “…ninguna cosa inmunda puede morar… en su presencia”31. Esa realidad le quedó muy clara a Alma, hijo, cuando después de que se le presentó un santo ángel, se sintió tan angustiado, mortificado y atormentado por su impureza que deseó ser “…aniquilado en cuerpo y alma, a fin de no ser llevado para comparecer ante la presencia de… Dios”32.
Al participar del agua de la Santa Cena, se nos enseña la manera en que podemos purificarnos del pecado y de la transgresión y así entrar en la presencia de Dios. Mediante el derramamiento de Su sangre inocente, Jesucristo satisfizo las exigencias de la justicia por cada pecado y transgresión. Entonces, Él ofrece purificarnos si tenemos suficiente fe en Él para arrepentirnos; aceptar todas las ordenanzas y los convenios de salvación, comenzando por el bautismo; y recibir el Espíritu Santo. Al recibir el Espíritu Santo, somos limpiados y purificados. Jesús dejó muy clara esta doctrina:
“Y nada impuro puede entrar en su reino … nada entra en su reposo, sino aquellos que han lavado sus vestidos en mi sangre…
“Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed bautizados en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os presentéis ante mí sin mancha”33.
Ésta es la doctrina de Cristo34. Cuando recibimos esta doctrina y vivimos en conformidad con ella, en verdad somos limpiados y lavados en la sangre de Cristo35.
Por medio de las oraciones sacramentales, expresamos nuestra aceptación de esta doctrina de Cristo y nuestro compromiso de vivir de acuerdo con ella. En nuestra súplica a Dios, nuestro Padre Eterno, declaramos nuestro compromiso de recordar siempre a Su preciado Hijo. Primero, declaramos nuestra “disposición” a recordar; y luego declaramos que “sí” recordamos. Al hacerlo, tomamos el compromiso solemne de ejercer fe en Jesucristo y en Su redención de la muerte y del pecado.
Declaramos además que “[guardaremos] sus mandamientos”. Ése es un compromiso solemne de que nos arrepentiremos. Si en los días anteriores nuestros pensamientos, palabras o actos no han sido tan buenos como deberían haber sido, volvemos a comprometernos a alinear más nuestra vida con la Suya en los próximos días.
A continuación, declaramos que estamos “…dispuestos a tomar sobre [nosotros] el nombre [del] Hijo”36. Ése es un compromiso solemne de que nos someteremos a Su autoridad y de llevar a cabo Su obra, la que incluye efectuar todas las ordenanzas y convenios de salvación personales37.
En las oraciones sacramentales se nos promete que si nos comprometemos a vivir esos principios, siempre podremos “tener su Espíritu con nosotros”38. El recibir nuevamente el Espíritu es una bendición consumada, porque el Espíritu es el agente que nos limpia y purifica del pecado y la transgresión39.
Hermanos y hermanas, el acontecimiento más importante en el tiempo y en la eternidad es la expiación de Jesucristo. Aquél que llevó a efecto la Expiación nos ha otorgado la ordenanza de la Santa Cena para ayudarnos no sólo a recordar, sino también a reclamar las bendiciones de este supremo acto de gracia. La participación frecuente y sincera en esta sagrada ordenanza nos ayuda a seguir abrazando y viviendo la doctrina de Cristo después del bautismo, y así proseguir y completar el proceso de la santificación. De hecho, la ordenanza de la Santa Cena nos ayuda a perseverar fielmente hasta el fin y recibir la plenitud del Padre del mismo modo en que lo hizo Jesús, gracia por gracia40.
Testifico del poder de Jesucristo para redimirnos a todos de la muerte y del pecado, y del poder que tienen las ordenanzas de Su sacerdocio, entre ellas la Santa Cena, a fin de prepararnos para “ver la faz de Dios, sí, el Padre, y vivir”41. Ruego que participemos de la Santa Cena la próxima semana, y cada semana a partir de entonces, con un deseo más profundo y un propósito más sincero; en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.