“Lección 3: El evangelio de Jesucristo”, Predicad Mi Evangelio: Una guía para el servicio misional, 2018, págs. 60–70
“Lección 3”, Predicad Mi Evangelio, págs. 60–70
Lección 3
El evangelio de Jesucristo
La misión divina de Jesucristo
Dios envió a Su Amado Hijo Jesucristo al mundo para que todos los hijos de Dios tuvieran la posibilidad de experimentar gozo y paz en este mundo y vida eterna en la vida venidera con su familia. Además, por medio de Jesucristo todos los hijos de Dios vivirán de nuevo cuando su cuerpo y su espíritu se vuelvan a reunir en la resurrección (véase Doctrina y Convenios 76:40–42).
Como resultado de la transgresión de Adán y Eva, todas las personas pasan por la muerte; y debido a que todas las personas han cometido errores y han pecado, no les es posible regresar a vivir con Dios porque “ninguna cosa impura puede morar” en Su presencia (1 Nefi 10:21).
Sin embargo, mediante la gracia y la misericordia del Salvador viviremos de nuevo como seres resucitados y podemos ser limpios del pecado a fin de poder vivir en la presencia de nuestro Padre Celestial. El ser limpios del pecado es ser sanados espiritualmente (véanse 3 Nefi 9:13; 18:32).
Gracias al sacrificio del Salvador, conocido como la expiación de Cristo, todas las personas serán llevadas de nuevo a la presencia del Señor para ser juzgadas según sus obras y sus deseos (véanse 2 Nefi 9:10–16; Helamán 14:15–18; 3 Nefi 27:14–22; Doctrina y Convenios 137:9), y serán levantadas de entre los muertos. Seremos juzgados de acuerdo con las leyes de justicia y misericordia.
La justicia es la ley inalterable que trae las consecuencias de las acciones: bendiciones a cambio de la obediencia a los mandamientos de Dios, y castigos por la desobediencia. Todos pecamos; el pecado nos hace impuros y ninguna cosa impura puede vivir en la presencia de Dios (véanse 1 Nefi 10:21; 3 Nefi 27:19; Moisés 6:57).
El Salvador satisfizo las demandas de la justicia para todos aquellos que se arrepienten de sus pecados y se esfuerzan por guardar todos Sus mandamientos, cuando Él tomó nuestro lugar y sufrió el castigo por nuestros pecados. A ese acto se le llama la expiación de Jesucristo. Gracias a ese acto desinteresado, Cristo puede interceder por nosotros ante el Padre. Nuestro Padre Celestial puede aplicar la misericordia, apartar de nosotros el castigo y recibirnos en Su presencia. Nuestro Padre Celestial manifiesta misericordia cuando perdona nuestros pecados y nos ayuda a volver a morar en Su presencia.
Sin embargo, Jesús no eliminó nuestra responsabilidad personal. Él perdona nuestros pecados si lo aceptamos a Él, si nos arrepentimos y obedecemos Sus mandamientos. Por medio de la expiación de Jesucristo y de vivir el Evangelio, podemos entrar en la presencia de nuestro Padre Celestial para siempre. Demostramos que aceptamos a Cristo y que tenemos fe en Él cuando hacemos Su voluntad y guardamos Sus mandamientos, lo cual incluye obedecer los primeros principios y ordenanzas del Evangelio. Nefi se refiere a esos principios y ordenanzas como “la doctrina de Cristo” (2 Nefi 31:2–32:6).
El evangelio de Cristo y la doctrina de Cristo
El Libro de Mormón contiene la plenitud del evangelio de Jesucristo (véase Doctrina y Convenios 42:12). También contiene la presentación más clara que hay en las Escrituras del evangelio de Jesucristo, al que en ocasiones se le llama la doctrina de Cristo.
De acuerdo con el Libro de Mormón, el evangelio de Jesucristo incluye cinco puntos clave: (1) fe en el Señor Jesucristo; (2) arrepentimiento mediante la expiación de Cristo; (3) bautismo por inmersión en el nombre de Cristo; (4) el don del Espíritu Santo; y (5) perseverar hasta el fin (véanse 2 Nefi 31; 3 Nefi 11; 27).
Además, el Libro de Mormón nos enseña lo que debemos creer acerca de Cristo a fin de tener fe en Él (véase 3 Nefi 27:13–15).
La fe en Jesucristo
El evangelio de Jesucristo comienza con la fe en el Señor Jesucristo, lo cual incluye tener una firme creencia de que Él es el Hijo Unigénito de Dios y el Salvador y Redentor del mundo; es creer que “en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Hay otras cosas que debemos creer a fin de tener fe en Cristo (véase 3 Nefi 27:13–15).
Reconocemos que podemos regresar a vivir con nuestro Padre Celestial solo al depender de la gracia y la misericordia de Su Hijo. Cuando tenemos fe en Cristo, aceptamos y aplicamos Su expiación y Sus enseñanzas. Confiamos en Él y en lo que dice. Sabemos que Él tiene el poder de cumplir Sus promesas. Podemos desarrollar fe en Cristo mediante la humildad y al hacer Su voluntad y guardar Sus mandamientos. El Padre Celestial bendice a aquellos que tienen fe para escuchar a Su Hijo y obedecerlo.
La fe en Cristo conduce a la acción; conduce a cambios sinceros y perdurables. El tener fe hace que nos esforcemos al máximo por aprender en cuanto al Salvador y llegar a ser más como Él con “fe inquebrantable en él, confiando íntegramente en los méritos de aquel que es poderoso para salvar” (2 Nefi 31:19). Deseamos aprender Su voluntad y guardar Sus mandamientos y, aunque todavía cometeremos errores, demostramos nuestro amor por Él al esforzarnos por guardar Sus mandamientos y evitar el pecado mediante el poder de la expiación de Cristo.
Creemos en Cristo y creemos que Él desea que guardemos todos Sus mandamientos. A fin de demostrar nuestra fe, le obedecemos. Oramos con fe, pidiendo fortaleza para vencer las tentaciones; A medida que vivimos un mandamiento en particular, aprendemos la veracidad del mismo por experiencia (véase Juan 7:17). También aumentamos nuestra fe al oír y al leer la palabra de Dios (véanse Romanos 10:17; Helamán 15:7–8).
Al obedecer a Dios, Él nos bendice; Él nos da poder para enfrentar los desafíos de la vida. Él nos ayuda a cambiar los deseos de nuestro corazón. Por medio de la fe en Jesucristo, Él puede sanarnos, tanto física como espiritualmente.
El arrepentimiento mediante la expiación de Jesucristo
El arrepentimiento mediante la expiación de Jesucristo es otro principio importante del evangelio de Jesucristo. Nuestra fe en Cristo y nuestro amor por Él nos llevan a arrepentirnos o a cambiar nuestros pensamientos, creencias y conductas que no estén en armonía con Su voluntad. El arrepentimiento incluye el formarnos una nueva visión de Dios, de nosotros mismos y del mundo. Cuando nos arrepentimos, sentimos tristeza según Dios y regresamos a Él con íntegro propósito de corazón. Dejamos de hacer lo malo y continuamos haciendo las cosas rectas. El objetivo central de nuestra vida es ponerla en armonía con la voluntad de Dios por medio del arrepentimiento y la fe en Jesucristo. Podremos regresar a vivir con Dios el Padre solo por medio de la gracia y la misericordia de Cristo, y recibimos la misericordia de Cristo con la condición de que nos arrepintamos.
Para arrepentirnos, reconocemos nuestros pecados y sentimos remordimiento o tristeza según Dios. Confesamos nuestros pecados a Dios; también confesamos los pecados más serios a los líderes de la Iglesia autorizados de Dios, quienes nos apoyarán conforme realmente nos arrepintamos. Le pedimos a Dios que nos perdone; hacemos todo lo posible por corregir los problemas que nuestras acciones hayan causado; a eso se le llama restitución. Al arrepentirnos, nuestra visión de nosotros mismos y del mundo cambia. Al cambiar, reconocemos que somos hijos de Dios y que no tenemos que seguir cometiendo los mismos errores una y otra vez. Si nos arrepentimos con sinceridad, nos alejamos de nuestros pecados y no los cometemos nunca más; resistimos cualquier deseo de pecar y nuestro deseo de seguir a Dios se fortalece y se profundiza.
El arrepentimiento sincero trae varios resultados: Sentimos en nuestra vida el perdón de Dios y Su paz; nuestro remordimiento y nuestro pesar nos son quitados; sentimos la influencia del Espíritu en mayor abundancia y, cuando abandonemos esta vida, estaremos más preparados para vivir con nuestro Padre Celestial y Su Hijo.
Aun después de haber aceptado inicialmente a Cristo y de arrepentirnos de nuestros pecados, puede que fallemos y pequemos otra vez. Debemos continuamente tratar de corregir esas transgresiones, recordando que “todo lo [podemos] en Cristo que [nos] fortalece” (Filipenses 4:13); además, debemos mejorar en forma continua, es decir, cultivar atributos cristianos, crecer en conocimiento y servir con más eficacia. A medida que aprendamos más acerca de lo que el Salvador desea para nosotros, tendremos el deseo de demostrar nuestro amor al obedecerle; de esa manera, al arrepentirnos en forma diaria, nos daremos cuenta de que nuestra vida cambia y mejora, y de que nuestro corazón y nuestra conducta llegan a ser más cristianos. Sentiremos gran gozo al arrepentirnos diariamente.
El bautismo: nuestro primer convenio con Dios
La fe en Jesucristo y el arrepentimiento nos preparan para las ordenanzas del bautismo y la confirmación. Una ordenanza es una ceremonia sagrada o un rito que demuestra que hemos concertado un convenio con Dios.
Dios siempre ha pedido a Sus hijos que hagan convenios. Un convenio es un acuerdo obligatorio y solemne entre Dios y Sus hijos. Dios promete bendecirnos y nosotros prometemos obedecerle. Dios establece los términos de los convenios del Evangelio, los cuales aceptaremos o rechazaremos. La obediencia a los convenios trae bendiciones en esta vida y la exaltación en la vida venidera.
Los convenios nos colocan bajo una fuerte obligación de honrar nuestras promesas a Dios. Debemos tener el deseo de recibir dignamente los convenios que Dios nos ofrece y luego esforzarnos por guardarlos. Nuestros convenios nos recuerdan que debemos arrepentirnos cada día de nuestra vida, confiando y apoyándonos en Jesucristo. Al amar al Señor, guardar Sus mandamientos y amar y prestar servicio a los demás, recibimos y retenemos la remisión de nuestros pecados por medio de Él, “que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5).
Por lo general, los convenios se hacen por medio de ordenanzas sagradas, tales como el bautismo. Esas ordenanzas se administran por la autoridad del sacerdocio en el nombre de Jesucristo. Por medio de la ordenanza del bautismo, por ejemplo, hacemos el convenio de tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo, de recordarle siempre y de guardar Sus mandamientos. Al guardar nuestra parte del convenio, Dios nos promete la compañía constante del Espíritu Santo, la remisión de nuestros pecados y el nacer de nuevo.
A través de ordenanzas sagradas, tales como el bautismo y la confirmación, conocemos y sentimos el poder de Dios (véase Doctrina y Convenios 84:20). Jesús enseñó que debemos ser bautizados por inmersión para la remisión, o el perdón, de nuestros pecados. El bautismo es una ordenanza esencial para la salvación; nadie puede entrar en el reino de Dios sin haber sido bautizado por un siervo autorizado del Señor. Cristo nos dio el ejemplo al ser bautizado.
El bautismo por inmersión es un símbolo de la muerte, la sepultura y la resurrección del Salvador. En forma similar, representa el final de nuestra vida anterior de pecado y el compromiso de vivir una vida nueva como discípulo de Cristo. El Salvador enseñó que el bautismo es un renacimiento. Cuando nos bautizamos, comenzamos el proceso de nacer de nuevo y llegar a ser hijos e hijas espirituales de Cristo (véanse Mosíah 5:7–8; Romanos 8:14–17).
Debemos ser bautizados para llegar a ser miembros de Su reino en la tierra, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y para que con el tiempo entremos en el reino de los cielos. Esa ordenanza es una ley de Dios y se debe llevar a cabo mediante Su autoridad y en Su nombre (véase Mateo 28:19–20). Un obispo o un presidente de misión debe dar permiso a un poseedor del sacerdocio para que lleve a cabo un bautismo o una confirmación.
Los niños pequeños no necesitan ser bautizados, y son redimidos por medio de la misericordia del Señor Jesucristo (véase Moroni 8:4–24). No se les debe bautizar sino hasta que lleguen a la edad de responsabilidad, que es a los ocho años de edad (véase Doctrina y Convenios 68:27).
Antes del bautismo demostramos que estamos dispuestos a concertar un convenio de guardar todos los mandamientos por el resto de nuestra vida. después del bautismo, demostramos nuestra fe al guardar esos convenios. Además, renovamos con regularidad los convenios que hacemos cuando somos bautizados al participar de la Santa Cena. El participar semanalmente de la Santa Cena es un mandamiento que nos ayuda a permanecer dignos de tener la compañía constante del Espíritu; es un recordatorio semanal de nuestros convenios. Jesucristo instituyó esta ordenanza entre Sus Apóstoles justo antes de Su expiación. Él la restauró por medio del profeta José Smith. El Salvador mandó que los poseedores del sacerdocio administraran la Santa Cena en memoria de Su cuerpo y de Su sangre, que fue derramada por nosotros. Al participar de la Santa Cena dignamente, prometemos que siempre recordaremos Su sacrificio, renovamos nuestras promesas y recibimos otra vez la promesa de que el Espíritu siempre estará con nosotros.
El don del Espíritu Santo
Jesús enseñó que debemos ser bautizados por agua y también por el Espíritu. Al bautismo por agua le debe seguir el bautismo por fuego y por el Espíritu, o quedará incompleto (véase 2 Nefi 31:13–14). Solo si recibimos el bautismo y el don del Espíritu Santo podremos recibir la remisión de nuestros pecados y volver a nacer completamente en forma espiritual. Entonces empezamos una nueva vida espiritual como discípulos de Cristo.
El Espíritu Santo tiene un efecto santificador y purificador en nosotros; mediante Su don y poder podemos recibir y retener la remisión de los pecados por medio de la fe continua en Cristo, el arrepentimiento y al seguir la voluntad de Dios y ser obedientes a Sus mandamientos.
Aquellos que reciben el don del Espíritu Santo y permanecen dignos disfrutan de Su compañía durante toda la vida. El Espíritu Santo testifica de Cristo y nos ayuda a reconocer la verdad; proporciona fortaleza espiritual y nos ayuda a hacer lo correcto; nos consuela durante los momentos de prueba y de pesar; nos previene del peligro espiritual o físico. El Espíritu Santo proporciona el poder mediante el cual enseñamos y aprendemos. El don del Espíritu Santo es uno de los dones más preciados de nuestro Padre Celestial. Por medio del poder del Espíritu Santo, podemos sentir el amor de Dios y Su dirección; ese don nos da una idea de lo que es el gozo eterno y es una promesa de la vida eterna y la exaltación.
Después de que la persona es bautizada por agua, uno o más poseedores autorizados del sacerdocio ponen las manos sobre la cabeza de esa persona y la confirman miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; luego le confieren el don del Espíritu Santo.
La autoridad del sacerdocio necesaria para llevar a cabo esta ordenanza, la cual se había perdido hace siglos por causa de la muerte de los apóstoles del Salvador, fue restaurada por administración angelical a un profeta moderno, José Smith. Solo siendo miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se puede recibir el don del Espíritu Santo, el derecho a tener al Espíritu Santo como compañero constante. Esa autoridad distingue a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días de cualquier otra religión en el mundo. De acuerdo con la declaración del Señor mismo, es “la única iglesia verdadera y viviente sobre la faz de toda la tierra” (Doctrina y Convenios 1:30).
Perseverar hasta el fin
El evangelio de Jesucristo comprende obtener y hacer crecer nuestra fe en Jesucristo, arrepentirnos de nuestros pecados mediante la expiación de Jesucristo, ser bautizados por inmersión por un siervo autorizado del Señor en el nombre de Jesucristo, recibir el bautismo por fuego y el Espíritu Santo por la imposición de manos, y perseverar hasta el fin.
Perseverar hasta el fin no significa simplemente aferrarnos hasta que muramos, sino que incluye obtener atributos como los de Cristo por medio de la expiación del Salvador. Perseverar hasta el fin abarca seguir la voluntad del Padre y obedecer Sus mandamientos, ayunar, orar, estudiar las Escrituras, observar el día de reposo, arrepentirse, y hacer y guardar convenios sagrados en el templo.
Una vez que hayamos entrado en el estrecho y angosto camino por medio de nuestra fe en Jesucristo, el arrepentimiento y las ordenanzas del bautismo y la confirmación, debemos hacer todo lo posible por permanecer en el sendero. Lo hacemos al ejercer continuamente la fe en Jesucristo, al confiar y apoyarnos en Él, al arrepentirnos, al hacer compromisos y al seguir al Espíritu.
Una vez que hayamos sido perdonados de nuestros pecados, debemos esforzarnos todos los días por permanecer libres del pecado para que siempre contemos con la compañía del Espíritu Santo. En el convenio del bautismo, le prometemos a nuestro Padre Celestial que obedeceremos Sus mandamientos el resto de nuestra vida; si no lo hacemos, debemos arrepentirnos a fin de retener las bendiciones del convenio. Prometemos que haremos buenas obras, que serviremos a los demás y que seguiremos el ejemplo del Salvador. En las Escrituras, a este compromiso de toda la vida a menudo se le llama “perseverar hasta el fin”.
Al seguir el sendero del Evangelio, nos acercamos más a Dios, vencemos la tentación y el pecado y disfrutamos del don del Espíritu Santo más abundantemente. Si continuamos en ese sendero con paciencia, fidelidad y constancia durante toda nuestra vida, seremos merecedores de la exaltación (véase la página 53 para obtener información adicional en cuanto a la diferencia que existe entre la salvación y la exaltación).
La fe en Cristo; el arrepentimiento; el hacer, renovar y guardar convenios y el ser purificados por el Espíritu se convierte en un patrón de conducta para nuestra vida. Nuestras acciones cotidianas son moldeadas y gobernadas por estos principios. La paz y el gozo se reciben al seguir este sendero y en forma gradual vamos adquiriendo los atributos de Cristo. Al final, al continuar por ese camino y al “seguir adelante con firmeza en Cristo… y persever[ar] hasta el fin”, se nos promete: “Tendréis la vida eterna” y la exaltación (2 Nefi 31:20; véase también Doctrina y Convenios 132:17).
Ideas para la enseñanza
Esta sección contiene ideas que usted puede utilizar en la preparación y enseñanza de la información comprendida en esta lección. Pida en oración la guía del Espíritu a medida que decida cómo utilizar esas ideas. Añada las ideas que seleccione al plan de la lección. Tenga presente que esas ideas son sugerencias —no requisitos— para ayudarle a satisfacer las necesidades de las personas a las que enseñe.
Preguntas para después de la enseñanza
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¿Qué preguntas desea hacer acerca de lo que le hemos enseñado?
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¿Qué significa arrepentirse?
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¿Por qué es el don del Espíritu Santo una parte esencial del Evangelio?
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¿Por qué es importante que usted sea bautizado(a) y reciba el don del Espíritu Santo?
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¿Hay algo en cuanto a las reuniones de nuestra Iglesia que no haya comprendido?
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¿Qué es lo que le gustó de las reuniones de nuestra Iglesia?
Definiciones clave
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Confirmación: La imposición de manos por los que poseen el Sacerdocio de Melquisedec para ser miembro de la Iglesia y para recibir el don del Espíritu Santo.
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Convenio: Un acuerdo entre Dios y Sus hijos en el que no actuamos como iguales. Dios fija las condiciones del convenio, y nosotros acordamos hacer lo que Él pida. Entonces Dios nos promete ciertas bendiciones por nuestra obediencia. Recibimos las ordenanzas mediante convenios. Cuando hacemos esos convenios, prometemos honrarlos. Por ejemplo, los miembros de la Iglesia hacen convenios con el Señor en el momento del bautismo, y renuevan esos convenios al participar de la Santa Cena. En el templo hacemos convenios adicionales. El pueblo del Señor es un pueblo de convenios. Somos sumamente bendecidos cuando guardamos los convenios que hemos hecho con el Señor.
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Perseverar hasta el fin: Permanecer fieles a los mandamientos de Dios y a las ordenanzas de la investidura y del sellamiento que se reciben en el templo a pesar de la tentación, la oposición y la adversidad a lo largo de la vida.
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Exaltación: Vivir para siempre como familias en la presencia de Dios (véase Doctrina y Convenios 132:19–20). La exaltación es el máximo don que Dios da a Sus hijos e hijas.
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Evangelio: El plan de salvación de Dios, hecho posible a través de la expiación de Jesucristo. El Evangelio incluye las verdades eternas o leyes, convenios y ordenanzas necesarios para que la humanidad vuelva a la presencia de Dios.
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Gracia: El poder habilitador procedente de Jesucristo que hace posible que recibamos bendiciones en esta vida y que obtengamos la vida eterna y la exaltación después de ejercer la fe, arrepentirnos y hacer todo lo posible por guardar los mandamientos. Esa ayuda o fortaleza divina proviene de la misericordia y el amor de Jesucristo. Todos tenemos necesidad de la gracia divina por causa de la caída de Adán y Eva y también debido a nuestras debilidades.
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Misericordia: El espíritu de compasión, ternura y perdón. La misericordia es uno de los atributos de Dios. Jesucristo nos ofrece misericordia mediante Su sacrificio expiatorio, con la condición de que nos arrepintamos.
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Restitución: Devolver algo que se había quitado o perdido.
Otros términos que tal vez sea necesario explicar a las personas a quienes enseñe
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Limpios del pecado
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Confesión
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Perdón
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Oración
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Santa Cena
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Sendero estrecho y angosto
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Tentación