EL CURSO TRAZADO POR LA IGLESIA EN LA EDUCACIÓN
Cuando yo era niño, me encantó el gran debate que sostuvieron aquellos dos gigantes, Webster y Hayne [este debate tuvo lugar en el senado de los Estados Unidos en 1830, sobre los derechos de los estados y el poder federal]. La belleza de la oratoria, la sublimidad de la elevada expresión de patriotismo de Webster, el presagio de la lucha civil que vendría por el dominio de la libertad sobre la esclavitud, todo ello me conmovió profundamente. El debate comenzó debido a una resolución que tenía que ver con los terrenos públicos, y ocasionó que se consideraran grandes problemas fundamentales de la ley constitucional. Nunca he olvidado el párrafo inicial de la respuesta de Webster, mediante el cual volvió a poner en su lugar este debate que se había desviado tanto de su curso. El párrafo dice:
Sr. Presidente: Cuando el marinero ha sido zarandeado durante muchos días debido al mal tiempo y en un mar desconocido, naturalmente aprovecha la primera pausa en la tormenta, la primera aparición del sol, para medir su latitud y determinar cuánto lo han apartado los elementos de su verdadero curso. Imitemos esa prudencia y, antes de que nos dejemos arrastrar por la marea de este debate, volvamos al punto del cual nos apartamos para que, por lo menos, podamos hacer conjeturas respecto a dónde nos encontramos ahora. Pido que se dé lectura a la resolución.
Ahora me apresuro a expresar la esperanza de que no quiero que ustedes piensen que yo considero que ésta sea una ocasión para debate, o que yo soy un Daniel Webster. Si fueran a pensar esas cosas, cualesquiera de ellas, cometerían un grave error. Admito que soy viejo, pero no tanto; pero Webster pareció invocar un procedimiento tan sensato para ocasiones en las que, después de andar errante por alta mar o en el desierto, hay que hacer el esfuerzo de volver al punto de partida, que pensé que ustedes me perdonarían si mencionaba, y de alguna manera usaba este mismo procedimiento, para volver a declarar algunos de los principios más fundamentales y esenciales que sirven de base a la educación en las escuelas de la Iglesia.
Para mí, esos principios fundamentales son los siguientes:
La Iglesia es el sacerdocio organizado de Dios. El sacerdocio puede existir sin la Iglesia, pero la Iglesia no puede existir sin el sacerdocio. La misión de la Iglesia es primeramente enseñar, animar, ayudar y proteger a los miembros en forma individual en sus esfuerzos por vivir una vida perfecta, tanto temporal como espiritualmente, como lo estableció el Maestro en los Evangelios: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). En segundo lugar, la Iglesia debe mantener, enseñar, animar y proteger, temporal y espiritualmente, a los miembros como colectividad en su esfuerzo por vivir el Evangelio. En tercer lugar, la Iglesia debe proclamar activamente la verdad, llamando a los hombres al arrepentimiento y a vivir en obediencia al Evangelio, porque toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará (véase Mosíah 27:31).
En todo esto hay para la Iglesia y para cada uno de sus miembros dos puntos fundamentales que no se pueden pasar por alto, ni olvidarse, ni ocultarse, ni descartarse:
Primero, que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre en la carne, el Creador del mundo, el Cordero de Dios, el Sacrificio por los pecados del mundo, el Expiador de la transgresión de Adán; que fue crucificado; que Su espíritu abandonó Su cuerpo; que murió; que fue puesto en la tumba; que al tercer día Su espíritu se reunió con Su cuerpo, el cual nuevamente se transformó en un ser viviente; que se levantó de la tumba como un Ser resucitado, un Ser perfecto, las Primicias de la Resurrección; que posteriormente ascendió al Padre; y que debido a Su muerte y mediante Su resurrección y a través de ella, todo hombre nacido en el mundo desde el principio volverá a ser resucitado literalmente. Esta doctrina es tan antigua como el mundo. Job declaró:
Y después de deshecha esta mi piel, En mi carne he de ver a Dios;
Al cual veré por mí mismo, Y mis ojos lo verán, y no otro (Job 19:26–27).
El cuerpo resucitado es un cuerpo de carne, huesos y espíritu, y Job estaba expresando una gran verdad eterna. Estos hechos concluyentes y todos los demás hechos que necesariamente van implicados en ello, los debe creer honradamente y con plena fe todo miembro de la Iglesia.
La segunda de las dos cosas de las cuales debemos dar plena fe es que el Padre y el Hijo en realidad, en verdad y en efecto, visitaron al profeta José en una visión en el bosque; que luego José y otras personas tuvieron otras visiones; que el Evangelio y el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios en verdad y hecho fueron restaurados a la tierra, de la cual se habían quitado por la apostasía de la iglesia primitiva; que el Señor de nuevo estableció Su Iglesia por conducto de José Smith; que el Libro de Mormón es precisamente lo que profesa ser; que al Profeta se dieron numerosas revelaciones para guía, edificación, organización y ánimo de la Iglesia y de sus miembros; que los sucesores del Profeta, igualmente llamados de Dios, han recibido revelaciones según lo han requerido las necesidades de la Iglesia, y que continuarán recibiendo revelaciones a medida que la Iglesia y sus miembros, al vivir la verdad que ya tienen, tengan necesidad de más; que ésta es en verdad La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; y que sus creencias básicas son las leyes y los principios establecidos en los Artículos de Fe. Estos hechos, cada uno de ellos, junto con todo lo que necesariamente forma parte o que deriva de los mismos, también deben permanecer inalterables, sin modificación, sin atenuación, excusa, disculpa y sin evasivas; no se deben justificar ni menoscabar. Sin estas dos grandes creencias, la Iglesia cesaría de ser la Iglesia.
Cualquier individuo que no acepte la plenitud de estas doctrinas con relación a Jesús de Nazaret o en cuanto a la restauración del Evangelio y del Santo Sacerdocio, no es un Santo de los Últimos Días; los cientos de miles de hombres y de mujeres fieles, temerosos de Dios, que integran el gran núcleo de la Iglesia, creen en estas cosas plena y completamente, y apoyan a la Iglesia y a sus instituciones debido a esa creencia.
He señalado estos asuntos porque son la latitud y la longitud de la ubicación y la posición real de la Iglesia, tanto en este mundo como en la eternidad. Conociendo nuestra verdadera posición, podemos cambiar nuestro rumbo si necesita un cambio y podemos establecer de nuevo nuestro verdadero curso. Y sabiamente podríamos recordar las palabras que dijo Pablo:
Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangeliodiferente del que os hemos anunciado, sea anatema (Gálatas 1:8).
Regresando al precedente establecido por Webster y Hayne, he concluido la lectura de la resolución original.
Como mencioné previamente, debo decir algo en cuanto a la educación religiosa de la juventud de la Iglesia. Agruparé lo que tengo que decir bajo dos encabezamientos generales: el alumno y el maestro. Hablaré con bastante franqueza, pues ya hemos superado la etapa del hablar con palabras ambiguas y frases enmascaradas. Debemos expresar con claridad lo que deseamos comunicar, ya que el futuro de nuestros jóvenes, tanto aquí como en el más allá, así como también el bienestar de toda la Iglesia, están en juego.
Los jóvenes de la Iglesia, los alumnos de ustedes, son en la gran mayoría sanos de pensamiento y de espíritu. El problema principal es mantenerlos sanos, no convertirlos.
Los jóvenes de la Iglesia tienen hambre de las cosas del Espíritu; están ansiosos por aprender el Evangelio, y lo quieren en su forma más pura y clara. Quieren saber en cuanto a los puntos fundamentales que he mencionado en cuanto a nuestras creencias; quieren obtener un testimonio de la veracidad de esos puntos fundamenteles; no son ahora jóvenes con dudas sino con interrogantes, buscadores de la verdad. La duda no se debe plantar en su corazón. Grande será la carga y la condenación de cualquier maestro que siembre la duda en un alma confiada.
Estos alumnos ansían la fe que tienen sus padres y quieren tenerla en toda su sencillez y pureza. Ciertamente son pocos los que no han visto las manifestaciones de su poder divino; ellos quieren ser no solamente los beneficiarios de esa fe, sino ser ellos mismos los que sean capaces de activar su poder.
Desean creer en las ordenanzas del Evangelio; quieren entenderlas tanto como les sea posible.
Están preparados para comprender la verdad que es tan antigua como el Evangelio, y que Pablo (un maestro de la lógica y de la metafísica, sin parangón entre los críticos modernos que desacreditan toda religión) expresó así:
Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios.
Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido (1 Corintios 2:11–12).
Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu (Romanos 8:5).
Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.
Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.
Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley (Gálatas 5:16–18).
Nuestros jóvenes también entienden el principio declarado en la revelación moderna:
Por lo pronto no podéis ver con vuestros ojos naturales el designio de vuestro Dios concerniente a las cosas que vendrán más adelante, ni la gloria que seguirá después de mucha tribulación (D. y C. 58:3).
…fueron abiertos nuestros ojos e iluminados nuestros entendimientos porel poder del Espíritu, al grado de poder ver y comprender las cosas de Dios…
Y mientras meditábamos en estas cosas, el Señor tocó los ojos de nuestro entendimiento y fueron abiertos, y la gloria del Señor brilló alrededor.
Y vimos la gloria del Hijo, a la diestra del Padre, y recibimos de su plenitud;
y vimos a los santos ángeles y a los que son santificados delante de su trono, adorando a Dios y al Cordero, y lo adoran para siempre jamás.
Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre; Que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios.
Y mientras nos hallábamos aún en el Espíritu, el Señor nos mandó que escribiésemos la visión… (D. y C. 76:12, 19–24, 28).
Estos alumnos están preparados también para comprender lo que quiso decir Moisés cuando declaró:
Pero ahora mis propios ojos han visto a Dios; pero no mis ojos naturales, sino mis ojos espirituales; porque mis ojos naturales no hubieran podido ver; porque habría desfallecido y me habría muerto en su presencia; mas su gloria me cubrió, y vi su rostro, porque fui transfigurado delante de él (Moisés 1:11).
Estos alumnos están preparados para creer y comprender que todas estas cosas son asuntos de fe, que no se explican o se comprenden mediante cualquier proceso de la razón humana ni quizás tampoco mediante cualquier experimento de la ciencia física conocida.
Estos alumnos (para abreviar), están preparados para entender y creer que hay un mundo natural y uno espiritual; que las cosas del mundo natural no servirán para explicar las del mundo espiritual; que las cosas del mundo espiritual no se entienden ni se comprenden por las cosas del mundo natural; que no se pueden racionalizar las cosas del espíritu, porque, en primer lugar, las cosas del espíritu no se conocen ni se comprenden lo suficiente y, segundo, porque la mente y la razón limitadas no pueden comprender ni explicar la sabiduría infinita ni la verdad suprema.
Estos alumnos ya saben que deben ser “honrados, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y… hacer el bien a todos los hombres”, y que si “hay algo virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos” (Artículos de Fe 1:13); estas cosas se les han enseñado prácticamente desde que nacieron. Se les debe exhortar en toda forma apropiada a hacer estas cosas que saben que son verdaderas, pero no necesitan un curso de instrucción que dure un año para obligarlos a creer en ellas y conocerlas.
Estos alumnos perciben plenamente la ineficacia de las enseñanzas que harían del plan del Evangelio un mero sistema de ética; saben que las enseñanzas de Cristo están en el más alto nivel ético, pero también saben que son más que eso. Ellos verán que la ética se relaciona primordialmente con los hechos de esta vida, y que el hacer del Evangelio un mero sistema de ética es admitir una falta de fe, si no de incredulidad, en el más allá. Saben que las enseñanzas del Evangelio no solamente surten un impacto en esta vida, sino en la vida que está por venir, con su salvación y exaltación como meta final.
Estos alumnos tienen hambre y sed, tal como sus padres antes que ellos, de un testimonio de las cosas del espíritu y del más allá, y, al saber que no se puede racionalizar la eternidad, buscan fe y el conocimiento que sigue a la fe. Ellos sienten, mediante el espíritu que poseen, que el testimonio que buscan es engendrado y nutrido por el testimonio de los demás, y que obtener este testimonio—un testimonio vivo, ardiente y sincero de un hombre justo temeroso de Dios, de que Jesús es el Cristo y de que José fue el profeta de Dios—equivaldría a más de mil libros y conferencias cuyo fin es el de degradar el Evangelio a un sistema de ética, o el intentar racionalizar la infinidad.
Hace dos mil años el Maestro dijo:
¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra?
¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? (Mateo 7:9–10).
Estos alumnos, nacidos en el convenio, pueden entender que la edad, la madurez y la capacitación intelectual no son necesarios de ninguna manera o a ningún nivel para tener comunión con el Señor y con Su Espíritu. Ellos conocen la historia del joven Samuel en el templo; de Jesús a los doce años confundiendo a los doctores en el templo; de José a los catorce, viendo a Dios el Padre y al Hijo en una de las visiones más gloriosas jamás desplegadas ante el hombre. Ellos no son como fueron los corintios, a quienes Pablo dijo:
Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía (1 Corintios 3:2).
Son más bien como Pablo mismo declaró a los mismos corintios:
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño (1 Corintios 13:11).
Estos alumnos, al llegar a ustedes, están esforzándose espiritualmente por lograr una madurez que alcanzarán pronto si ustedes tan sólo les dan el alimento adecuado. Llegan a ustedes poseyendo conocimiento espiritual y experiencia que el mundo no conoce.
Eso es todo en cuanto a sus alumnos, lo que ellos son, lo que esperan y de lo que son capaces. Les estoy diciendo las cosas que algunos de ustedes, maestros, me han dicho, y que muchos de sus jóvenes me han dicho a mí.
Ahora bien, ¿puedo decir algo a los maestros? En primer lugar, no hay ni razón ni excusa para que existan las instalaciones e instituciones de la Iglesia para la enseñanza y la capacitación religiosas, a menos que a los jóvenes se les enseñe y se les capacite en los principios del Evangelio, abarcando en ello los dos grandes conceptos: que Jesús es el Cristo y que José fue el profeta de Dios. El enseñar un sistema de ética a los alumnos no es razón suficiente para poner en marcha nuestros seminarios e institutos. El enorme sistema de escuelas públicas enseña la ética. A los alumnos de seminario e instituto naturalmente se les deben enseñar las reglas comunes de un vivir recto y bueno, pues ellas son parte esencial del Evangelio. Pero existen los grandes principios que tienen que ver con la vida eterna, el sacerdocio, la Resurrección y muchas otras cosas semejantes que van más allá de los preceptos del buen vivir. También se deben enseñar a los jóvenes estos grandiosos principios fundamentales; las cosas que los jóvenes quieren conocer primero.
El primer requisito que un maestro debe tener para enseñar estos principios es un testimonio personal de la veracidad de ellos. No importa cuánto conocimiento se tenga, ni los estudios que se hayan cursado, ni la cantidad de títulos académicos obtenidos, nada puede reemplazar este testimonio, el cual es el sine qua non (requisito absoluto) que el maestro debe tener en el sistema escolar de la Iglesia. Ningún maestro que no posea un verdadero testimonio de la veracidad del Evangelio, según ha sido revelado a los Santos de los Últimos Días y en el que ellos creen, que no tenga un testimonio de la condición de Jesús como Hijo y como Mesías, y de la divina misión de José Smith, incluso de la Primera Visión, en todo su realismo, debe tener cabida en el sistema educativo de la Iglesia. Si hubiese alguien así, y espero y ruego que no sea así, debe renunciar de inmediato; si el Comisionado Adjunto de Educación sabe de alguien así, y éste no renuncia, deberá pedirle su renuncia. La Primera Presidencia considera necesario que se lleve a cabo esa medida.
Esto no significa que vayamos a expulsar de la Iglesia a tales maestros, no, en lo absoluto. Iniciaremos con ellos una obra de amor, con paciencia y longanimidad, para atraerlos al conocimiento al que tienen derecho como hombres y mujeres temerosos de Dios. Pero esto significa que las escuelas de nuestra Iglesia no pueden ser equipadas con maestros que no estén convertidos y que carezcan de testimonio.
Mas para ustedes, maestros, la mera posesión de un testimonio no es suficiente. Además de esto, deben poseer uno de los rasgos más singulares y preciados de entre los muchos rasgos del carácter humano: el valor moral. Pues el declarar un testimonio que carezca de valor moral, servirá solamente para que llegue a los alumnos de forma tan débil que será difícil, si es que no resulta imposible, que ellos lo perciban; y el efecto espiritual y sicológico de un testimonio débil y vacilante bien podría resultar en algo perjudicial en vez de útil.
El maestro de seminario o instituto que tiene éxito debe poseer también otro de los singulares e invalorables rasgos del carácter, hermano mellizo del valor moral y que a menudo se confunde con él; me refiero al valor intelectual, el valor para defender los principios, las creencias y la fe que no siempre estarán en armonía con el conocimiento, científico o de algún otro tipo, que el maestro o sus colegas consideren que poseen.
No son desconocidos los casos en los que algunos hombres de supuesta fe, que ocupan puestos de responsabilidad, han sentido que, por el hecho de que el defender su fe íntegra quizás acarrease el ridículo de sus colegas incrédulos, tienen que modificar o justificar su fe, o debilitarla de forma destructiva, o incluso aparentar desecharla. Tales son hipócritas para con sus colegas y para con sus correligionarios.
Es objeto de piedad (no de burla, como algunos quisieran) el hombre o la mujer que, al tener la verdad y al reconocer que la tiene, considera necesario repudiarla o transigir con el error a fin de vivir con los incrédulos o entre ellos, sin ser objeto de su rechazo o de su burla, como supone. Ciertamente trágica es la situación de esta persona, porque la realidad es que sus intentos de repudiar y de alterar la verdad al fin acarrean los mismos castigos que el débil de voluntad trató de evitar; porque no hay nada que el mundo valore y venere tanto, como al hombre que, al tener convicciones justas, las defiende en cualquiera y en todas las circunstancias; no hay nada hacia lo cual el mundo mire con más desprecio que al hombre que, al ser poseedor de convicciones justas, se aleja de ellas, las abandona o las repudia. Para cualquier Santo de los Últimos Días que sea sicólogo, químico, físico, geólogo, arqueólogo o que esté en cualquier otra rama de la ciencia, el tratar de dar explicaciones convincentes o el mal interpretar, o el evadir y eludir, o lo que es más, el repudiar o el negar las grandes doctrinas fundamentales de la Iglesia en las que profesa creer, es mentir a su intelecto, es perder el respeto de sí mismo, es traer pesar sobre sus amigos, es quebrantar el corazón y acarrear ignominia sobre sus padres, es mancillar a la Iglesia y a sus miembros, es perder el derecho de tener el respeto y la honra de aquellos a quienes ha intentado, por su comportamiento, ganar como amigos y ayudantes.
Espero fervientemente que no haya personas como éstas entre los maestros del sistema escolar de la Iglesia, pero si los hubiese, no importa dónde, deben recorrer la misma ruta del maestro que no tiene testimonio. El fingimiento, el pretexto, la evasión y la hipocresía no debe ni tiene lugar en el sistema escolar de la Iglesia, ni en el desarrollo del carácter y del crecimiento espiritual de nuestros jóvenes.
Otro aspecto que se debe vigilar en nuestras instituciones es éste: No se debe permitir que mantengan puestos de confianza espiritual los hombres que, al no estar convertidos ellos mismos y siendo en realidad incrédulos, intentan desviar las creencias, la educación y las actividades de nuestros jóvenes, y de nuestros adultos, del camino que deben seguir hacia otros senderos de educación, creencias y actividades, que (aunque lleven hacia donde el incrédulo querría ir) no nos llevan a los lugares a donde el Evangelio nos llevaría. No importa que esto obre como bálsamo para la conciencia del incrédulo que lo está haciendo. Ésta es la más burda traición a la confianza; y hay demasiada razón para pensar que ha sucedido.
Deseo mencionar otra cosa que ha sucedido en otros campos, como advertencia para que no suceda lo mismo en el sistema educativo de la Iglesia. En varias ocasiones nuestros miembros han ido a otros lugares para recibir capacitación en campos particulares; han recibido la capacitación que se suponía era la última palabra, el punto de vista más moderno; el ne plus ultra (lo máximo) de la actualización; luego lo han traído y nos lo han administrado sin ponerse a considerar si lo necesitamos o no. Me abstengo de mencionar casos muy conocidos con respecto a esto, ya que no me gustaría herir sentimientos.
Pero antes de llevar a la práctica las ideas más innovadoras en cualquier campo del saber, de la educación, de la actividad o de lo que sea, los expertos deberían detenerse un momento y considerar que a pesar de lo atrasados que piensen que estamos y lo atrasados que en verdad podamos estar en algunas cosas, en otras les llevamos la delantera y por eso esos métodos nuevos tal vez sean viejos, si es que ya no son del todo obsoletos para nosotros.
En cualquier asunto que se relacione con la vida en la comunidad y con la actividad en general, con la diversión y el entretenimiento social sanos de grupo, con la adoración y actividad religiosas cuidadosamente dirigidas, con la espiritualidad positiva y bien definida que fomente la fe, con la religión verdadera y práctica de cada día, con un deseo firmemente establecido y con la necesidad agudamente percibida de tener fe en Dios, nos encontramos a la vanguardia de la humanidad. Antes de que se haga un esfuerzo para inocularnos con nuevas ideas, los expertos deberían tener la bondad de considerar si los métodos que se usan para fomentar el espíritu comunitario o para establecer actividades religiosas entre grupos que son decadentes y tal vez muertos en cuanto a esas cosas, son suficientemente aplicables a nosotros y si su esfuerzo por imponérnoslos no es más bien un anacronismo crudo y burdo.
Por ejemplo, el aplicar a nuestros jóvenes religiosamente alertas y con una mente inclinada a lo espiritual un plan dirigido a enseñar religión a una juventud que no tiene interés ni se preocupa por los asuntos del espíritu, no solamente fracasaría en satisfacer nuestras necesidades religiosas presentes, sino que tendería a destruir las mejores cualidades que nuestros jóvenes ya poseen.
Ya he indicado que nuestros jóvenes no son niños desde el punto de vista espiritual; están cerca de alcanzar la madurez espiritual normal del mundo. El tratarlos como niños desde el punto de vista espiritual, tal como el mundo trataría a otro grupo de jóvenes de la misma edad, es también, por lo tanto, un anacronismo. Digo una vez más, que casi no habrá joven que pase por las puertas de los seminarios e institutos donde estén ustedes, que no haya sido beneficiario consciente de bendiciones espirituales, o que no haya visto la eficacia de la oración, o que no haya sido testigo del poder de la fe para sanar enfermos, o que no haya percibido las manifestaciones espirituales que los de la mayoría del mundo no conoce. Ustedes no tienen que ubicarse detrás de este joven que tiene experiencia espiritual a fin de susurrarle la religión al oído; pueden ubicarse delante de él, cara a cara, y hablar con él. No tienen necesidad de disfrazar las verdades religiosas con un manto de cosas mundanas; pueden presentarle estas verdades con franqueza de manera natural. Tal vez los jóvenes demuestren que no les temen a esas verdades más de lo que ustedes les teman. No hay necesidad de encaramientos graduales, ni cuentos, ni mimos, ni condescendencias u otro recurso infantil usado en los esfuerzos para hacerse entender por aquellos que no tienen experiencia espiritual y que están espiritualmente muertos.
Maestros, ustedes tienen una gran misión. Como maestros, se encuentran en la cima más alta de la educación, porque ninguna otra enseñanza puede compararse en valor inapreciable y en efecto de tan largo alcance con aquella que tiene que ver con el hombre como fue en la eternidad de ayer, como es en la mortalidad de hoy y como será en el para siempre de mañana. El campo de ustedes no es solamente el tiempo sino la eternidad. No es sólo la salvación de ustedes, sino la de aquellos que entran en los confines de sus aulas. Ésa es la bendición que ustedes buscan y la cual, al hacer su deber, ustedes lograrán. ¡Cuán brillante será la corona de gloria que obtengan donde cada joya engarzada representará un alma que salven!
Pero para alcanzar esta bendición y para ser coronados así, ustedes deben, lo digo una vez más, deben enseñar el Evangelio. No tienen otra función ni otra razón para estar presentes en el sistema escolar de la Iglesia.
Es cierto que ustedes tienen interés en asuntos puramente culturales y en asuntos de conocimiento puramente secular; pero repito otra vez, a fin de dar énfasis: el interés principal de ustedes y casi su único deber es enseñar el evangelio del Señor Jesucristo tal como ha sido revelado en estos últimos días. Deben enseñar este Evangelio, usando como recurso y autoridad los libros canónicos de la Iglesia y las palabras de aquellos a quienes Dios ha llamado para dirigir a Su pueblo en estos últimos días. Ustedes no deben, no importa la posición que ocupen, mezclar en su trabajo su propia filosofía particular, no importa cuál sea su origen o cuán agradable o racional les parezca. El hacerlo sería tener tantas iglesias diferentes como seminarios tengamos, y eso sería un caos.
Ustedes no deben, no importa el puesto que ocupen, cambiar las doctrinas de la Iglesia ni modificarlas de la forma en que se declaren en los libros canónicos de la Iglesia y por aquellos cuya autoridad es declarar la voluntad e intención del Señor a la Iglesia. El Señor ha dicho que Él es “el mismo ayer, hoy y para siempre” (2 Nefi 27:23).
Les insto a no caer en ese error infantil, tan común ahora, de creer que tan sólo porque el hombre ha logrado tanto en el dominio de las fuerzas de la naturaleza, doblegándolas para su propio uso, las verdades del espíritu han sido cambiadas o transformadas. Es un hecho vital y significativo que la conquista de las cosas del espíritu por parte del hombre no ha marchado a la par de su conquista de las cosas materiales. Por el contrario. El poder que el hombre tiene para razonar no ha igualado su poder para calcular. Recuerden siempre y guarden como un tesoro la gran verdad de la oración intercesora:
Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y aJesucristo, a quien has enviado (Juan 17:3).
Ésta es una verdad suprema; también lo son todas las verdades espirituales; no se cambian por el descubrimiento de un elemento nuevo, ni por una nueva energía etérea, ni por la disminución de unos pocos segundos, minutos u horas en un récord de velocidad.
Ustedes no deben enseñar las filosofías del mundo, antiguas o modernas, paganas o cristianas, pues eso atañe a las escuelas públicas. Lo que a ustedes atañe es el Evangelio, y ése es sin límites en su propia esfera.
Nosotros pagamos impuestos para sostener aquellas instituciones estatales cuya función y trabajo es enseñar las artes, las ciencias, la literatura, historia, idiomas, etc., hasta completar todo el curso de estudios secular, de modo que esas instituciones deben hacer esa obra; pero usamos los diezmos de la Iglesia para llevar adelante el sistema de escuelas de la Iglesia y ellas reciben una encomienda sagrada. Los seminarios e institutos de la Iglesia deben enseñar el Evangelio.
Al declarar así esta función una y otra vez, con tanta insistencia como lo he hecho, se aprecia plenamente que la realización de esa función puede involucrar el asunto del tiempo otorgado para estudios religiosos, concedido por las escuelas públicas a los seminarios e institutos de la Iglesia en los Estados Unidos. Pero nuestro curso es claro; y si no podemos enseñar el Evangelio, las doctrinas de la Iglesia y los libros canónicos, todo ello en el “tiempo otorgado” en nuestros seminarios e institutos, entonces debemos enfrentar la posibilidad de no preocuparnos del “tiempo otorgado” y de elaborar otro plan para llevar adelante la obra del Evangelio en esas instituciones. Si elaborar algún otro plan fuera imposible, enfrentaremos el abandono de los seminarios e institutos y el regreso a los colegios y a las academias de la Iglesia. No estamos seguros ahora, a la luz de los acontecimientos, que haya sido prudente haberlos abandonado.
Este punto queda bastante claro, es decir, que no nos sentiremos justificados en destinar ni un centavo más del fondo de diezmos para el mantenimiento de nuestros seminarios e institutos de religión a menos que se puedan usar para enseñar el Evangelio en la forma prescrita. El diezmo representa demasiado esfuerzo, demasiada abnegación, demasiado sacrificio, demasiada fe, como para que se use en la insípida instrucción de los jóvenes de la Iglesia en éticas elementales. Esta decisión y situación se debe enfrentar cuando se considere el próximo presupuesto. Al decir esto, hablo en representación de la Primera Presidencia.
Todo lo que se ha dicho en relación con el carácter de la enseñanza religiosa y los resultados que, por la naturaleza misma de las cosas, se obtienen cuando no se enseña adecuadamente el Evangelio, se aplica de lleno y con igual fuerza a los seminarios, a los institutos y a cualquier otra institución educativa que pertenezca al sistema escolar de la Iglesia.
La Primera Presidencia solicita fervientemente la ayuda y la cooperación sinceras de todos ustedes, hombres y mujeres, que por estar en la línea de fuego, conocen tan bien la grandeza del problema que enfrentamos y que afecta tan vital e íntimamente la salud espiritual y la salvación de nuestros jóvenes, así como el bienestar futuro de toda la Iglesia. Les necesitamos; la Iglesia les necesita; el Señor les necesita. No se refrenen ni retiren la mano de ayuda.
Para terminar, deseo rendir tributo humilde pero sincero a los maestros. Habiendo tenido que costear mis propios gastos de estudio, tanto de secundaria, como de preparatoria y de universidad, sé de la dificultad y del sacrificio que esto exige; pero sé también del crecimiento y de la satisfacción que se reciben cuando se llega al final. De manera que sé por lo que han pasado muchos, quizá la mayoría de ustedes, para llegar a donde están ahora. Más aún, durante algún tiempo traté, sin mucho éxito, de enseñar en la escuela, de manera que también conozco los sentimientos de aquellos que no alcanzamos los primeros niveles y que debemos quedar en los más bajos.
Conozco la cantidad actual de la compensación monetaria que ustedes obtienen y lo pequeña que es —demasiado, demasiado pequeña— y desearía desde el fondo de mi corazón que pudiéramos aumentarla, pero el egreso de fondos de la Iglesia es tan grande para el campo de la educación, que honradamente debo decir que no hay perspectiva inmediata de mejoramiento. Nuestro presupuesto para este año escolar es de $860.000 dólares, casi el diecisiete por ciento del total calculado para el funcionamiento de toda la Iglesia, incluso la administración general, gastos de estacas, barrios, ramas, misiones y para todos los fines, incluyendo el bienestar y las obras de beneficencia. Ciertamente, desearía sentirme seguro de que la prosperidad de la gente sea tan amplia como para que todos pagaran suficientes diezmos con el fin de mantenernos marchando como hasta ahora.
De manera que rindo tributo a su laboriosidad, a su lealtad, a su sacrificio, a su dedicado deseo de servir en la causa de la verdad, a su fe en Dios y en Su obra, y al sincero deseo de hacer lo que nuestro líder ordenado y profeta quiere que hagan. Y les ruego que no cometan el error de desechar el consejo de su líder, de no efectuar sus deseos, o de negarse a seguir su dirección. David, el de la antigüedad, cortando calladamente sólo la orilla del manto de Saúl, expresó el grito de un corazón herido:
Jehová me guarde de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de Jehová, que yo extienda mi mano contra él; porque es el ungido de Jehová (1 Samuel 24:6).
Que Dios les bendiga en sus justos esfuerzos; que Él les avive el entendimiento, les aumente su sabiduría, les ilumine mediante la experiencia y les conceda paciencia, caridad y, como entre los dones más preciados, les invista con el discernimiento de espíritu para que ciertamente reconozcan el espíritu de rectitud y el que se le opone, según se les presenten a ustedes. Que Él les permita llegar al corazón de aquellos a quienes enseñen y luego les haga saber que al entrar allí estarán en lugares santos que no deben ser contaminados ni manchados ya sea por doctrina falsa o corrupta o por hechos pecaminosos. Que Él les enriquezca el conocimiento con la habilidad y el poder de enseñar la rectitud; que su fe y su testimonio aumenten, y que su habilidad para avivarlos y fomentarlos en los demás crezca más cada día: y todo para que a los jóvenes de Sión se les enseñe, se les fortalezca, se les anime, se les consuele, para que no se desvíen del camino, sino que sigan hacia la vida eterna; que las bendiciones que ellos reciban, ustedes también las reciban a través de ellos. Y ruego todo esto en el nombre de Aquel que murió para que nosotros vivamos, el Hijo de Dios, el Redentor del mundo, Jesucristo. Amén.