Esta Es La Obra Del Maestro
“Todos estamos embarcados en esta obra; estamos aquí para ayudar a nuestro Padre en Su obra y en Su gloria.”
Mis estimados hermanos y hermanas, dondequiera que estén, queridos amigos y compañeros en esta gran obra: como podrán comprender, esta es para mi una ocasión sumamente solemne y sagrada. Humildemente pido la dirección del Santo Espíritu al tratar de expresarles los sentimientos de mi corazón. Si en el transcurso de mis palabras hablo demasiado en cuanto a cosas personales, espero me disculpen, por lo que trataré de dejar a un lado la primera persona del singular.
Recientemente lloramos la muerte de nuestro querido amigo y líder, Howard William Hunter, el decimocuarto Presidente de la Iglesia y Profeta para la gente del mundo. Aunque su administración fue breve, la impresión para el bien que nos lego fue muy grande. De personalidad apacible y reservada, era, no obstante, un hombre cuyas firmes convicciones en cuanto a la veracidad de esta obra lo hicieron sumamente persuasivo en defensa de la vida cristiana.
Mucho fue lo que padeció físicamente antes de partir de este mundo en la mañana del 3 de marzo de 1995. Mas de veinticinco mil hombres, mujeres y niños acudieron a la bella rotonda del edificio de Administración de la Iglesia para pasar frente al féretro en el que yacía su cuerpo. A paso lento pasaron uno por uno, con reverencia y aprecio por el hombre a quien hacia solo unos cuantos meses habían sostenido.
El miércoles 8 de marzo de 1995 se celebraron los servicios fúnebres en este histórico Tabernáculo, los cuales se transmitieron a muchas partes del mundo. Esos servicios fueron apropiados para honrar la memoria de un hombre de bien y de grandeza, que ahora pertenece a la historia. De todo corazón extendemos nuestro amor y condolencias a su apesadumbrada viuda, a los hijos y sus respectivas familias que ahora abarcan tres generaciones. Que reciban el consuelo, el sostén y la bendición de Aquel que declaro: “Yo, yo soy vuestro Consolador …”(Isaías 51:12).
Con el fallecimiento del presidente Hunter quedó disuelta la Primera Presidencia. Tanto el presidente Monson como yo, que éramos sus consejeros, asumimos nuestros lugares en el Quórum de los Doce, que en ese momento pasó a ser la autoridad presidente de la Iglesia.
Hace tres semanas hoy, todos los Apóstoles ordenados nos reunimos con espíritu de oración y ayuno en el salón superior del templo. Ahí entonamos un himno sagrado y oramos juntos; compartimos el sacramento de la Santa Cena, renovando en ese testamento sagrado y simbólico nuestros convenios y nuestra relación con Aquel que es nuestro divino Redentor.
Después se reorganizó la presidencia, siguiendo el precedente bien establecido a través de las generaciones del pasado.
No hubo campana electoral, ni concurso ni ambición por el oficio; el procedimiento fue ordenado, pacifico, sencillo y sagrado; se llevó a cabo según el modelo que el Señor mismo ha establecido.
Muchas personas, tanto los miembros de la Iglesia como los de otras religiones, nos han extendido sus felicitaciones y muestras de confianza. A todos en general les expreso mi profundo agradecimiento; se muy bien que no es al hombre a quien honran sino mas bien al oficio que representa.
Ayer por la mañana, los miembros de la Iglesia se reunieron por todo el mundo en una asamblea solemne; alzaron la mano, sin compulsión y por su propia voluntad, para confirmar la decisión que tomamos los Apóstoles hace tres semanas, y sostener a quienes fuimos llamados para servir.
Como sabrán, he tenido el privilegio especial de ser consejero de tres grandes presidentes, y creo que se lo que significa tener pesadas responsabilidades. Pero, no obstante, durante los últimos días me he sentido abrumado con sentimientos de insuficiencia y de total dependencia del Señor, que es mi guía y a quien pertenece esta Iglesia; dependo también de la fortaleza de estos buenos hombres que son mis consejeros, de mis queridos hermanos de los Doce, de los Setenta, y del Obispado Presidente, así como de les miembros de la Iglesia en todo el mundo. Me faltan las palabras para expresar mi profunda gratitud, mi aprecio y mi amor por todos.
Hace varios años di un discurso sobre la soledad que experimentan los lideres. Ahora, por primera vez, me doy cuenta plenamente de todo el significado de esa soledad. No se por que ha recaído esta responsabilidad sobre mis hombros; y supongo que habrá quienes se hagan la misma pregunta. Pero el caso es que así es.
En circunstancias como estas, los pensamientos inquisitivos de uno se remontan a los años vividos e incluso mas allá. Yo soy só10 de la tercera generación de miembros de la Iglesia en mi familia. Mi abuelo se bautizó de niño en el verano de 1836, en Ontario, Canadá. Su madre, que era viuda con el tiempo llevó a sus dos hijos varones a Springfield, Illinois; de ahí, mi abuelo caminó hasta Nauvoo en donde escuchó al profeta José Smith. En 1846, cuando se inició el éxodo de nuestro pueblo, era un joven de dieciocho años, fuerte, capaz y fiel; era diestro constructor de carretas y era herrero. El fue una de las personas a quienes el presidente Brigham Young les pidió que se quedaran por un tiempo en el estado de Iowa para ayudar a los que todavía se encontraban en camino hacia el oeste. En 1848 contrajo matrimonio, y en la primavera de 1850 emprendió la marcha hacia este valle.
Durante aquella fatigante trayectoria, su joven esposa enfermó y murió. Con sus propias manos, el cavó la fosa, cortó los troncos para hacer un ataúd, tiernamente le dio sepultura, y, con lágrimas en los ojos, tomó en sus brazos a su hijo de once meses y continuó la marcha hacia este valle.
El se encontraba entre un grupo de personas a las que el presidente Young llamaba con frecuencia para llevar a cabo una variedad de asignaciones difíciles relacionadas con el establecimiento de nuestra gente en estos valles entre las montañas. Fue Presidente de la Estaca Millard de Sión en la época en que sólo había un puñado de estacas y la suya abarcaba una extensa región del centro de Utah, lo cual lo obligaba a viajar miles de kilómetros a caballo
y en carruaje en el desempeño de su ministerio. Contribuyó tan generosamente de sus bienes para el establecimiento de escuelas que lo que en una ocasión había sido una cuantiosa herencia, quedó muy reducida al tiempo de su muerte.
Mi padre fue igualmente un hombre de gran fe, que sirvió sin reserva a la Iglesia en diversos puestos de confianza. Durante muchos años presidió la que entonces era la estaca mas grande de la Iglesia, con mas de quince mil miembros. Asimismo, mi madre y mis abuelas fueron mujeres de fe muy fuerte, cuya vida no siempre fue fácil debido a las exigencias que les imponía la Iglesia. Pero no se quejaron, sino que asumieron sus responsabilidades con agrado y devoción.
Hacia estos antepasados abrigo un gran sentimiento de gratitud y amor, y una obligación, casi abrumadora, de guardar la confianza que me han transmitido. A mi amada esposa de cincuenta y ocho años, expreso mi agradecimiento. ¡Cuan vacía seria nuestra vida sin nuestras maravillosas compañeras! Cuan agradecido estoy por esta preciosa mujer, que ha caminado a mi lado, bajo sol o bajo lluvia. Aunque ya no andamos tan erguidos como un día lo hicimos, nuestro amor mutuo no ha disminuido.
Expreso la misma gratitud hacia mis hijos, mis nietos y bisnietos quienes nos han honrado con el ejemplo de su vida.
Y muy particularmente, expreso a cada uno de ustedes mi profundo agradecimiento. He tenido la oportunidad de viajar a lo largo y a lo ancho de la Iglesia durante los treinta y siete años en que he prestado servicio como Autoridad General. Dondequiera que he ido, he conocido gente maravillosa. Hay infinidad de cosas buenas en la vida de los Santos de los Últimos Días; hay tantas expresiones impresionantes de fe en el servicio que ustedes prestan. Soy consciente de los sacrificios que muchos de ustedes hacen; quisiera tener la capacidad para expresar mis sentimientos de amor y gratitud hacia todos. Soy siervo suyo y les prometo, tanto a ustedes como al Señor, dar mis mejores esfuerzos al mismo tiempo que les ruego que continúen brindándome su fe, sus oraciones y su apoyo.
Reconozco claramente que no soy un joven al asumir las responsabilidades de este oficio sagrado. Tanto mi esposa como yo nos hemos dado cuenta de que los famosos “años de oro” tienen grandes vetas de plomo Pero creo que con toda franqueza puedo decir que no me siento viejo, y aunque no puedo invalidar mi partida de nacimiento, todavía siento un impulso, casi juvenil, en mi entusiasmo por esta maravillosa obra del Todopoderoso.
Amo a la gente de esta Iglesia, de todas las edades, razas y nacionalidades; amo a los niños, que son casi iguales en todo el mundo. Sea cual sea el color de su piel y las circunstancias en las que vivan, llevan consigo la belleza que nace de la inocencia y del hecho de que no hace mucho tiempo todavía vivían con su Padre Celestial. ¡Cuan hermosos son ustedes, preciosos niños, en dondequiera que estén!
Amo a la juventud de la Iglesia. En innumerables ocasiones he dicho que pienso que nunca hemos tenido una generación mejor que esta. Cuan agradecido estoy por su integridad, por la ambición que tienen de capacitar la mente y las manos para hacer un buen trabajo, por su amor por la palabra del Señor, y por su deseo de andar en los senderos de virtud, verdad y bondad.
Siento profundo respeto por los padres que crían a sus hijos en la luz y la verdad, que oran con su familia, que evitan el castigo físico y disciplinan con amor, que ven a sus pequeños como sus mas preciadas posesiones a las cuales deben proteger, educar y bendecir.
Amo a los ancianos que han hecho frente a las tormentas de la vida, y que, no obstante la fuerza de la tempestad, han seguido adelante y han guardado la fe. Que SUS años venideros estén llenos de felicidad y de los recuerdos satisfactorios de una vida fructífera.
Ahora, hermanos y hermanas, para concluir quiero dejarles un pensamiento que espero nunca olviden.
Esta Iglesia no pertenece a SU Presidente. A la cabeza de ella esta el Señor Jesucristo cuyo nombre cada uno de nosotros ha tomado sobre si. Todos estamos embarcados en esta obra; estamos aquí para ayudar a nuestro Padre en Su obra y en Su gloria, que es “llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39). La obligación de ustedes es tan seria en SU esfera de responsabilidad como lo es la mía en mi esfera de responsabilidad. En esta Iglesia no hay ningún llamamiento pequeño o insignificante. Todos, en el desempeño de nuestras tareas, surtimos una influencia en la vida de los demás. El Señor ha dicho refiriéndose a nuestras respectivas obligaciones:
“De manera que, se fiel; ocupa el oficio al que te he nombrado; socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas” (D. y C. 81:5).
“Y en el cumplimiento de estas cosas realizaras el mayor beneficio para tus semejantes, y adelantaras la gloria de aquel que es tu Señor” (D. y C:. 81:4).
Además:
“Y si eres fiel hasta el fin, recibirás una corona de inmortalidad, así como la vida eterna en las mansiones que he preparado en la casa de mi Padre” (D. y C. 81:6)
En esta gran causa, todos nosotros somos uno en propósito, en creencia y en fe.
Ustedes tienen la misma oportunidad de lograr satisfacción en el desempeño de sus tareas como yo en las mías. El progreso de esta obra lo determinara nuestro esfuerzo mancomunado. Sea cual fuere su llamamiento, todos gozan de las mismas oportunidades que yo de lograr el éxito. Lo que de veras importa es que esta es la obra del Maestro; nuestra labor consiste en continuar haciendo el bien así como El lo hizo.
Si durante mi servicio he ofendido a alguien, le ruego que me disculpe. A aquellos que por cualquier razón se encuentren fuera de la hermandad de la Iglesia de la cual un día disfrutaron, los invito a que regresen y a que participen de la felicidad que antaño tuvieron. Encontraran a muchas personas con los brazos extendidos para darles una cálida bienvenida y ayudarles.
Les suplico a nuestros miembros de todas partes que demuestren respeto y aprecio hacia aquellos que no sean de nuestra fe. Es muy grande la necesidad de vivir con cortesía y respeto mutuo entre las personas que tienen creencias y filosofías diferentes. No debemos ser partidarios de ninguna doctrina que promulgue la superioridad étnica. Vivimos en un mundo de diversidad y podemos y debemos respetar a aquellos cuyas enseñanzas difieran de las nuestras. Además, debemos estar dispuestos a defender los derechos de los que sean victimas del odio racial.
Me gustaría destacar las impresionantes palabras que José Smith pronunció en 1843:
“Si se ha demostrado que estoy dispuesto a morir por un ‘mormón’, declaro sin temor ante los cielos que estoy igualmente dispuesto a morir en defensa de los derechos de un presbiteriano, un bautista o cualquier hombre bueno de la denominación que fuere; porque el mismo principio que hollaría los derechos de los Santos de los Últimos Días, atropellaría los derechos de los católicos romanos o de cualquier otra religión” (History of the Church, 5:498).
Ahora, mis hermanos, ha llegado el momento de erguirnos un poco mas, de elevar la mirada y ensanchar la mente para lograr una mayor comprensión y un mayor entendimiento de la gran misión milenaria de esta, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de Los Últimos Días. Esta es una época en que debemos ser fuertes, una época para avanzar sin vacilación conociendo bien el significado, la amplitud y la importancia de nuestra misión. Es una época para hacer lo correcto sean cuales sean las consecuencias que puedan resultar. Es un tiempo en que debemos guardar los mandamientos. Es el período para extender los brazos con bondad y amor a quienes se encuentren en dificultades y anden errantes en la oscuridad y el dolor. Es una época para ser considerados y buenos, decentes y corteses hacia nuestros semejantes, en todas nuestras relaciones. En otras palabras, es una época para llegar a ser mas como Cristo.
No debemos temer; Dios esta a la cabeza; El prevalecerá para el bien de esta obra; El derramara Sus bendiciones sobre aquellos que caminen obedeciendo Sus mandamientos. Tal ha sido Su promesa y nadie puede dudar de Su habilidad para cumplirla.
La pequeña piedra que fue cortada del monte, no con mano, según la visión de Daniel, esta rodando para llenar toda la tierra (véase Daniel 2:44-45). Ninguna fuerza debajo de los cielos podrá detenerla si andamos con rectitud y somos fieles y verídicos. El Todopoderoso mismo esta a nuestra cabeza. Nuestro Salvador, que es nuestro Redentor, el Gran Jehová, el poderoso Mesías, ha prometido:
“… Iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros” (D. y C. 84:88).
También dijo:
“Así que, no temáis, rebañito; haced lo bueno; aunque se combinen en contra de vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre mi roca, no pueden prevalecer …
“Elevad hacia mi todo pensamiento; no dudéis; no temáis.
“Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies; sed fieles; guardad mis mandamientos y heredaréis el reino de los cielos …” (D. y C. 6:34, 36-37).
Unidos, trabajando mano a mano, seguiremos adelante como siervos del Dios viviente, realizando la obra de Su Amado Hijo, nuestro Maestro, a quien servimos y cuyo nombre tratamos de glorificar.
Reitero que esta, mis hermanos, es la obra del Todopoderoso. El vive, es nuestro Padre y nuestro amigo. Es la obra de nuestro Redentor, quien por un amor que esta mas allá de nuestra comprensión, dio Su vida por todos nosotros. Es una obra divina restaurada por medio de un Profeta escogido. Es una obra a la cual dedicamos nuestra vida, e invocamos bendiciones especiales sobre ustedes, nuestros amados compañeros, en el nombre de Jesucristo. Amén.