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Mis lentes de gratitud

Gina Pomar
11/30/21 | 4 min de lectura
Los cielos nunca parecen estar más cerca que cuando vemos el amor de Dios manifestado en la bondad y la devoción de personas tan buenas y puras, que la palabra “angelical” es la única que acude a mi mente.

Tengo un par de lentes en mi escritorio para recordarme que debo ser agradecida. Los llamo mis lentes de gratitud. No necesito ponérmelos; el simple hecho de verlos allí me recuerda que debo mirar la vida con una perspectiva de gratitud, sean cuales sean las circunstancias.

Hace poco, mi familia pasó por un momento muy difícil y, al mirar a través del cristal de mi lentes de gratitud, he podido ver las increíbles bendiciones y las tiernas misericordias que el Señor nos ha dado.

Todo comenzó con el COVID-19, que nos afectó a todos en nuestro hogar; entre ellos, mi esposo, mi suegra, mi suegro, mi cuñado con necesidades especiales y yo. No lo contamos a muchas personas; no queríamos que se preocuparan y creíamos que no necesitábamos ayuda. Pensábamos que éramos lo suficientemente fuertes como para llevar esta carga nosotros solos.

No teníamos ni idea de que la carga llegaría a ser más grande de lo que imaginábamos y que el Señor enviaría a personas a nuestra vida para ayudarnos a sobrellevarla. Tendríamos que dejar de lado nuestro orgullo y estar dispuestos a recibir el amor y la bondad semejantes a los de Cristo que estaban a punto de inundarnos.

Todo empezó con una sandía. Cuando mi amiga Joy se enteró de que yo tenía el virus, se comunicó conmigo y me preguntó qué podía hacer para ayudar. Se ofreció a traernos la cena, a comprarnos comida o a ayudarnos de alguna manera. Mi corazón se conmovió, pero mi orgullo salió a relucir. Le envié un mensaje de texto y le di las gracias, pero le dije que estábamos bien y que no necesitábamos nada. Ella realmente quería ayudar y me preguntó si al menos podía dejar una sandía en nuestro porche.

Me encanta la sandía, así que acepté que la dejara. Lo más curioso es que había perdido mi sentido del gusto por causa del virus; aunque no podía saborear lo dulce que era la sandía, la textura era suave y me pareció una delicia, especialmente porque provenía de mi querida amiga.

Un par de semanas después, Joy apareció de nuevo en el porche con otra sandía. En esa ocasión, la sandía no fue una ofrenda a una mujer enferma por el virus; fue una ofrenda a una mujer con un ser querido en el hospital en estado crítico. Para entonces, todos los miembros de mi familia se habían recuperado del virus, excepto mi suegro, Papito.

La salud de Papito no era buena antes de contraer el virus, y cuando mi esposo lo llevó a urgencias, le diagnosticaron una neumonía doble. Se quedó en el hospital durante una semana y media y luego fue trasladado a un hospital de rehabilitación, donde permaneció otra semana y media antes de morir en paz.

Mientras Papito estaba en el hospital y después de su muerte, nuestra familia recibió innumerables muestras de amor y ministración de personas de todas las edades.

La profunda gratitud que siento no se puede expresar con palabras. Uno de mis pasajes favoritos de las Escrituras se encuentra en Alma 26:16, que dice: “… He aquí, ¿quién puede gloriarse demasiado en el Señor? Sí, ¿y quién podrá decir demasiado de su gran poder, y de su misericordia y de su longanimidad para con los hijos de los hombres? He aquí, os digo que no puedo expresar ni la más mínima parte de lo que siento”.

Por favor, acepten mi humilde intento de mostrarles el profundo amor y la gratitud que mi familia y yo hemos sentido en nuestros corazones durante las últimas semanas.

Estábamos agradecidos por las amables personas de nuestro barrio que llevaron comidas deliciosas a nuestro hogar. Esos amables miembros sabían cocinar mucho mejor que yo y aprecié cada bocado de cada comida que no tuve que preparar. Su servicio me permitió hacer el duelo y coordinar los trámites del entierro en lugar de tener que preocuparme por lo que iba a preparar para cenar cada noche.

Una hermana incluyó un delicioso pastel de durazno en la cena; nuestra familia se lo comió casi todo y dejó un poco para el día siguiente. Me costó mucho dormir esa noche; me desperté preocupada a las dos de la madrugada y comí unos cuantos bocados del pastel que estaba en la mesa de la cocina. Para mí fue un manjar y le di las gracias a aquella hermana por lo que llamé mi “pastel de consuelo”.

Nos sentimos agradecidos por los hermosos arreglos florales y las notas conmovedoras que llegaron a nuestro hogar. Una nota particularmente hermosa fue la de Elsie, la hija de seis años de nuestra amiga, quien escribió el siguiente mensaje:

“Queridos Miguel y Gina, los amo mucho y lamento profundamente que su papá haya muerto. Seguramente fue difícil para ustedes. También fue difícil para mí cuando murió mi bisabuelo. Me alegro de que podrán verlo en el cielo y sé que él siempre estará en sus corazones”.

Mi corazón se enterneció al leer estas dulces palabras de nuestra joven amiga. Elsie continuó diciendo que si alguna vez la necesitábamos, podíamos llamarla y que ella acudiría. Le creí; creí que la dulce Elsie estaría dispuesta a ayudarnos.

Hubo mucha gente que estuvo a nuestro lado, incluidas las amables y cariñosas enfermeras y el terapeuta de respiración que nos acompañaron a mi esposo y a mí en el hospital el día en que falleció Papito. Nos sentimos sumamente agradecidos por su amor, amabilidad y compasión en un día muy difícil de nuestra vida.

Hay una cita del élder Holland que describe perfectamente lo que sentimos por cada persona que nos amó, nos apoyó y nos tendió la mano durante ese tiempo:

“De hecho, los cielos nunca parecen estar más cerca que cuando vemos el amor de Dios manifestado en la bondad y la devoción de personas tan buenas y puras, que la palabra angelical es la única que acude a mi mente” (“El ministerio de ángeles”, Conferencia General de octubre de 2008).

Ahora, cuando miro mis lentes de gratitud, me acuerdo de las muchas personas bondadosas que nos prestaron servicio cuando más las necesitábamos. Su dulce servicio me inspira a buscar pequeñas y sencillas formas de servir a los demás cada día.


Gina Pomar
Gina Pomar lleva veintisiete años casada con su novio de la escuela secundaria, y tienen dos hijos mayores a quienes aman, adoran y a veces asfixian con consejos que no les han pedido. A ella le gusta escribir, hacer reír a las personas y organizar proyectos de servicio sencillos que unen a las personas en una meta común de ayudar a los necesitados.
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