Su paz
“De la misma forma en la que se les dio paz a los preocupados Apóstoles por medio de otro Consolador, hoy día todos los hombres y mujeres pueden recibir diariamente esa misma maravillosa bendición.”
Durante los últimos días de Su ministerio mortal, el Salvador completó Sus instrucciones a los apóstoles. Ellos habían estado con El durante Su ministerio de tres años, pero ahora finalizaba la enseñanza que les había dado línea por línea, precepto por precepto, según la capacidad que tenían de recibirla.
Sabiendo que se acercaba el final de Su ministerio, les habló sobre su inminente partida: “Hijitos, aun estaré con vosotros un poco … A donde yo voy, vosotros no podéis ir” (Juan 13:33)
Estos discípulos tienen que haber sentido temor, frustración y preocupación; Jesús había sido su seguridad, su ayuda, su luz. ¿Que podían hacer ellos sin Su dirección, sin Sus instrucciones, sin Su ejemplo y sin Su consuelo?
Con amor y compasión, el Maestro les aseguró: “No os dejaré huérfanos … yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que este con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no lo ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros … el os enseñará todas las cosas, y os recordara todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:18, 16–17, 26).
A Sus amigos Apóstoles, y para el beneficio de todos los creyentes, Jesús agregó una bendición significativa “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27; cursiva agregada).
Las Escrituras testifican que la promesa se cumplió en la vida de Sus siervos, durante el meridiano de los tiempos, y testificamos que sigue cumpliéndose en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos.
Cabe notar que Jesús prometió Su paz, no la paz que da el mundo. El mundo reclama verse libre de la guerra, de la violencia, de la opresión, de la injusticia, de la contención, de las enfermedades y de la aflicción. De su declaración final, al terminar Su instrucción especial a los Apóstoles, se desprende claramente que el Señor no esperaba ese tipo de paz en el mundo:
“Estas cosas os he hablado para que en mi tengáis paz. En el mundo tenéis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33; cursiva agregada).
En la vida mortal continuaría la tribulación, pero en medio de esa tribulación, Sus seguidores encontrarían la paz en El. En otras palabras, incluso si todo el mundo se derrumbara a nuestro alrededor, el Consolador prometido nos dará Su paz como resultado de ser un buen discípulo. Al final, por supuesto, nos llegara la paz total debido a que El venció al mundo. Pero nosotros podemos tener Su paz haya o no problemas en el mundo. Su paz es esa paz, esa serenidad, ese consuelo que el Consolador, el Espíritu Santo, habla a nuestros corazones y mentes a medida que nos esforzamos por seguirle y guardar Sus mandamientos.
“Aprende de mi y escucha mis palabras; camina en la mansedumbre de mi Espíritu, y en mi tendrás paz” (D. y C. 19:23).
“… El que hiciere obras justas recibirá su galardón, si, la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59:23).
Al igual que Helamán descubrió en medio de la batalla que el Señor “habló paz a nuestras almas” (Alma 58:11), y a Oliver Cowdery le habló paz a su mente cuando le rogó de corazón al Señor que pudiera saber con respecto a la veracidad del Libro de Mormón (véase D. y C. 6:22-23), todos los que busquen con sinceridad pueden recibir esa misma paz. Esa paz llega por medio de la seguridad dada por una voz apacible y delicada. El Espíritu Santo es un personaje de espíritu que, por lo general, se comunica, no por medio de sentidos físicos, sino a través del corazón y la mente; en otras palabras, El habla por medio de pensamientos, impresiones y sentimientos, y lo hace muy suavemente.
Como lo ha declarado el élder Packer: “El Espíritu no atrae nuestra atención por medio de gritos ni de sacudidas bruscas. Por el contrario, nos susurra; nos acaricia tan tiernamente que si nos encontramos demasiado enfrascados en nuestras preocupaciones, quizás no lo percibamos en absoluto” (“Lámpara de Jehová”, Liahona, octubre de 1983 pág. 3 1).
Por esta razón, muchos no escuchan la voz; de hecho, muchos no desean escuchar la voz. Algunos hombres desean ser autosuficientes y están determinados a serlo, rechazando y burlándose de cualquier cosa que pueda poner en duda su propio poder o habilidad. “… El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para el son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
Pero aunque el Espíritu sea suave, habla con gran poder; para recibir el Espíritu es necesario tener una especie de rendición. Pocos años antes de la primera venida de Jesucristo, los Profetas nefitas “Nefi y Lehi fueron envueltos como por fuego” (Helamán 5:23 mientras estaban en prisión. Aquellos que deseaban matarlos escucharon “una voz como si hubiera provenido de encima de la nube de obscuridad” (Helamán 5:29) que se había apoderado de los incrédulos, llamándolos al arrepentimiento mientras temblaba la tierra. “Cuando oyeron esta voz, y percibieron que no era una voz de trueno, ni una voz de un gran ruido tumultuoso, mas he aquí, era una voz apacible de perfecta suavidad, cual si hubiese sido un susurro, y penetraba hasta el alma misma; y a pesar de la suavidad de la voz, he aquí la tierra tembló fuertemente” (Helamán 5:30-31, cursiva agregada), fueron motivados a arrepentirse y a tener fe en Cristo. “Y he aquí, el Santo Espíritu de Dios descendió del cielo y entró en sus corazones; y fueron llenos como de fuego, y expresaron palabras maravillosas. Y sucedió que llegó a ellos una voz; si, una voz agradable, cual si fuera un susurro, diciendo: (Paz, paz a vosotros … ! “ (Helamán 5:45-47)
Se rindieron; se rindieron a un poder invisible pero capaz de penetrar todo corazón dispuesto.
Pablo describió el fruto del Espíritu, o sea, lo que el Espíritu produce: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad …” y observó: “contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5:22-23). En otras palabras, el Espíritu puede penetrar cualquier cosa. No se puede aprobar ninguna ley que impida que el Espíritu haga Su obra con un seguidor obediente de Cristo. Las Escrituras nos enseñan que el Espíritu:
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Ilumina la mente (véase D. y C. 6:15).
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Induce a hacer lo bueno … a obrar justamente, a andar humildemente, a juzgar con rectitud” (D. y C. 11:12).
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Nos llena de alegría y de gozo (véase D. y C. 11:3, Mosíah 4:20).
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Revela “la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:5).
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Da testimonio del Padre y del Hijo (véase D. y C. 20:27).
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Sabe todas las cosas (véase D. y C. 42:17).
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Convence (véase D. y C. 100:8).
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Da conocimiento (véase D. y C. 121:26).
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Habla con “voz apacible y delicada” (1 Nefi 17:45).
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Enseña al hombre a orar (véase 2 Nefi 32:8).
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Efectúa un potente cambio (véase Mosíah 5:2).
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Nos concede seguridad (véase Alma 58:11).
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Nos “llena de esperanza y de amor perfecto” (Moroni 8:26).
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Nos da libertad (2 Corintios 3:17).
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Nos consuela (véase Juan 14:16).
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Nos habla paz (véase Alma 58:11).
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Esta disponible (véase D. y C. 6:14).
De la misma forma en la que se les dio paz a los preocupados Apóstoles por medio de otro Consolador, hoy día todos los hombres y mujeres pueden recibir diariamente esa misma maravillosa bendición: el adolescente presionado por sus amigos, la persona perturbada por las pasiones y las emociones que parecen imposibles de solucionar, la persona rodeada por la soledad y la desesperación, el hambriento, el oprimido, el olvidado, el asustado, el abusado, el que comete abuso, el mentiroso, el ladrón, todo el que se rinda, siga al Maestro y haga Sus obras tiene derecho a esa misma paz.
La invitación de Jesús se extiende a todos: “Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). De esto doy testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.