Me encantan los muchachos bulliciosos
Amemos a nuestros jóvenes, por más que algunos sean ruidosos. Enseñémosles a cambiar su vida.
Me gustaría contarles de un grupo de muchachos bulliciosos que llegaron a mi vida hace muchos años cuando yo era un obispo joven en Seúl, Corea. Eran chicos del vecindario. En ese entonces apenas uno o dos eran miembros de la Iglesia, y eran los únicos de su familia que lo eran. Eran un grupo de amigos que iban a la capilla a jugar y estar juntos. Les gustaba jugar al ping-pong durante la semana y participar en actividades divertidas los sábados. La mayoría no eran aplicados en la escuela y mucha gente los consideraba pendencieros.
Yo era un padre joven con dos hijos varones que en esa época tenían siete y nueve años. No sabía qué hacer por aquellos muchachos. Eran tan alborotadores que una vez mi esposa Bon-Kyoung me pidió que nos mudáramos a otro barrio para que nuestros hijos vieran el buen ejemplo de otros jóvenes. Medité y oré al Padre Celestial para que me ayudara a encontrar la forma de ayudar a esos chicos. Por fin tomé la decisión de tratar de enseñarles cómo cambiar su vida.
Llegó a mi mente una visión muy clara. Percibí que si llegaban a ser misioneros, sus vidas cambiarían. A partir de entonces me entusiasmé mucho y traté de pasar la mayor cantidad de tiempo posible con ellos, enseñándoles la importancia del servicio misional y cómo prepararse para salir a la misión.
En aquellos días fue trasladado a nuestro barrio el élder Seo, un misionero de tiempo completo. Se había criado en la Iglesia y como joven del Sacerdocio Aarónico participó con sus amigos en un coro de hombres jóvenes. Conoció a esos chicos bulliciosos de nuestro barrio. A los que no eran miembros el élder Seo les enseñó las charlas misionales y también algunas canciones que antes cantaba. Con esos muchachos ruidosos formó un cuarteto triple al que llamó Cuarteto Hanaro, que quiere decir “sean uno”. Les gustaba cantar juntos, pero todos necesitábamos mucha paciencia cuando los oíamos.
Nuestro hogar estaba abierto a la visita de los miembros. Los muchachos iban a la casa casi todos los fines de semana y a veces también entre semana. Les dábamos de comer y les enseñábamos, tanto los principios del Evangelio como la aplicación del mismo en sus vidas. Tratamos de darles una visión de su vida futura.
Cantaban cada vez que iban a nuestra casa. Los fuertes sonidos que emitían nos lastimaban los oídos, pero siempre los alabábamos porque oírlos cantar era mucho más placentero que verlos meterse en problemas.
Esas actividades prosiguieron por años. La mayor parte de esos jóvenes maduró en el Evangelio, y se produjo un milagro: con el tiempo, nueve de los muchachos que no eran miembros de la Iglesia se bautizaron. Pasaron de ser chicos bulliciosos y alborotadores a ser valientes jóvenes guerreros1.
Sirvieron en misiones, conocieron a hermosas hermanitas en la Iglesia y se casaron en el templo. Naturalmente cada uno enfrentó distintos retos al hacer la misión, seguir los estudios y casarse, pero todos permanecieron fieles porque deseaban obedecer a sus líderes y complacer al Señor. Ahora tienen familias felices con hijos que nacieron en el convenio.
Contando a sus esposas e hijos, nueve chicos bulliciosos se convirtieron en cuarenta y cinco miembros activos del reino del Señor. Ahora son líderes en sus barrios y estacas: uno es obispo, dos prestan servicio en obispados, otro sirve en el sumo consejo y dos más son presidentes de Hombres Jóvenes. Uno de ellos es líder misional de barrio, otro secretario ejecutivo y otro maestro de seminario. Siguen cantando en grupo, y he aquí el otro milagro: ¡en realidad suenan bien!
Existen dos principios básicos que ayudaron a estos jóvenes a llegar a ser como los hijos de Helamán2. A pesar de que sus madres no eran miembros de la Iglesia y no entendían las palabras del Señor, tenían líderes del sacerdocio que pasaron a ser como sus padres, y las esposas de los líderes, como sus madres.
Esos nueve muchachos, a quienes llamo “Muchachos del Señor”, descubrieron que serían bendecidos si escuchaban a los líderes de la Iglesia, aun cuando no siempre entendieran el porqué. Llegaron a ser como Adán, nuestro primer padre, que se encontraba ofreciendo sacrificios al Señor cuando un ángel le preguntó: “¿Por qué ofreces sacrificios al Señor? Y Adán le contestó: No sé, sino que el Señor me lo mandó”3. Llegaron a sentir el deseo de obedecer y servir al Señor de todo corazón.
También descubrieron que es muy importante asistir a las reuniones de la Iglesia. El presidente Ezra Taft Benson, en un discurso titulado “Para la ‘juventud bendita’” dijo: “Permítanme ahora dirigirles la atención a la importancia de asistir a todas las reuniones de la Iglesia; la asistencia fiel a las reuniones de la Iglesia acarrea consigo bendiciones que no se pueden recibir de ninguna otra manera”4. En la medida en que asistían con regularidad a dichas reuniones, los chicos sentían el gran amor del Señor y aprendían a aplicar la doctrina y los principios de la Iglesia en su vida cotidiana. Asimismo, aprendieron a participar en las reuniones con mucha dicha y alegría.
Y bien, nosotros tenemos tres hijos varones, el más joven de los cuales nació cuando yo servía como obispo, y mientras nuestros hijos crecían, aquellos nueve muchachos se convirtieron en los líderes del barrio y de la estaca, volviéndose así maestros y líderes de nuestros hijos. Enseñaron a nuestros hijos y a otros chicos de la misma forma en que yo les enseñé a ellos cuando eran pendencieros. Ellos les tenían amor a nuestros hijos de la misma forma que yo se los tuve a ellos. Esos muchachos alborotadores y bulliciosos del pasado llegaron a ser los héroes de nuestros hijos. A nuestros hijos les gustaba seguir su gran ejemplo de convertirse en misioneros maravillosos y de casarse en el templo con compañeras rectas.
Esos jóvenes siguen influyendo en nuestra familia. Hace dos meses, nuestro barrio organizó una actividad misional un sábado por la noche en la que se invitó a todos, incluso a las familias en las que no todos son miembros. Esa misma tarde, nuestro hijo menor, Sun-Yoon, acababa de llegar de un campamento de jóvenes. Dijo que no iría a la actividad misional porque en su familia todos eran miembros y porque estaba muy cansado. No llegó a la actividad. Mi esposa lo llamó por teléfono para explicarle que todos estaban invitados, pero el contestó: “Ya sé, pero hoy no voy”, y colgó.
Esa noche, inmediatamente después que empezó la actividad, Sun-Yoon entró y se sentó muy callado junto a su madre. Le susurró lo siguiente: “Justo después de colgar el teléfono me acordé que le había preguntado a papá por qué los del Cuarteto Hanaro tuvieron tanto éxito en la vida. Me dijo que obedecieron las palabras de los líderes de la Iglesia y que asistieron regularmente a las reuniones. Esa fue la clave que les cambió la vida y los hizo tan exitosos”. Mi hijo agregó: “De repente recordé las palabras de mi padre y decidí obedecerlas porque quiero tener una familia feliz, igual que ellos, y lograr el éxito en la vida”.
Estimados hermanos, amemos a nuestros jóvenes, por más que algunos sean ruidosos. Enseñémosles a cambiar su vida. Los hijos de Helamán contemporáneos no vienen únicamente de las familias de la Iglesia, sino también de entre los nuevos conversos jóvenes cuyos padres no viven el Evangelio. Tanto ustedes como sus esposas han de ser sus “buenos padres”5 hasta que ellos lleguen a ser como los hijos de Helamán.
Me complace mucho y me llena de alegría ver el liderazgo amoroso y constante que ofrecen ustedes a nuestros jóvenes. Ellos son hijos de todos nosotros. Al extenderles la mano, elevarlos y ayudarlos, nos sentiremos como Juan que dijo: “No tengo yo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la verdad”6.
Estimados hombres jóvenes, obedezcamos a los líderes de la Iglesia y seamos como Adán, que no siempre sabía el porqué pero de todas formas estaba dispuesto a obedecer. Y, por favor, asistan fielmente a las reuniones de la Iglesia. Si lo hacen, sabrán cómo prepararse para su futuro y obtendrán el éxito. A los jovencitos que nacieron en la Iglesia y también a los que se han unido a ella les digo, ustedes son el ejército del Señor. Llegarán a ser misioneros extraordinarios y padres de familias rectas. El Padre Celestial los bendecirá para que tengan familias felices. En el Evangelio tienen ustedes un futuro esperanzador y, al igual que los hijos de Helamán, nos brindarán dicha eterna a todos nosotros.
Yo los amo, y sé que el Padre Celestial nos ama a todos, por lo cual mandó a Su Hijo Unigénito, Jesucristo, a ser nuestro Redentor. El presidente Thomas S. Monson es nuestro profeta viviente, quien nos guía en la dirección correcta. En el nombre de Jesucristo. Amén.