“Arrepent[íos]… para que yo os sane”
La invitación a arrepentirnos rara vez es una reprimenda; es más bien una petición amorosa de que nos demos vuelta y de que nos volvamos de nuevo hacia Dios.
Mis hermanos y hermanas, han pasado seis meses desde que me llamaron al Quórum de los Doce. Aún me siento muy humilde al prestar servicio junto a hombres que por mucho tiempo han sido mis ejemplos y maestros. Aprecio profundamente las oraciones de ustedes y su voto de sostenimiento. Para mí, éste ha sido un período de ferviente oración, en el que he buscado con fervor la aprobación del Señor. He sentido Su amor de maneras sagradas e inolvidables. Testifico que Él vive, y que ésta es Su santa obra.
Amamos al presidente Thomas S. Monson, el profeta del Señor. Siempre recordaré su bondad al extenderme el llamamiento el pasado abril. Al terminar la entrevista, extendió los brazos para abrazarme. El presidente Monson es un hombre alto; cuando me estrechó entre sus largos brazos y me acercó hacia él, me sentí como un niño pequeño en los brazos protectores de un amoroso padre.
En los meses desde que ocurrió esa experiencia, he pensado en la invitación del Señor de venir a Él y de que nos estreche espiritualmente en Sus brazos. Él dijo: “He aquí, [mis brazos] de misericordia se [extienden] hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré; y benditos son los que vienen a mí”1.
En las Escrituras se habla de Sus brazos abiertos2, extendidos3 y que nos envuelven4. Se describen como poderosos5 y santos6, brazos de misericordia7, brazos de seguridad8, brazos de amor9, “extendido[s] todo el día”10.
Todos hemos sentido, hasta cierto punto, esos brazos espirituales a nuestro alrededor. Hemos sentido Su perdón, Su amor y Su consuelo. El Señor ha dicho: “Yo soy el que os consuela”11.
El deseo del Señor de que vayamos a Él y que Él nos envuelva en Sus brazos, con frecuencia es una invitación a que nos arrepintamos. Cito: “He aquí, él invita a todos los hombres, pues a todos ellos se extienden los brazos de misericordia, y él dice: Arrepentíos, y os recibiré”12.
Cuando pecamos, nos alejamos de Dios. Cuando nos arrepentimos, nos volvemos hacia Dios.
La invitación a arrepentirnos rara vez es una reprimenda; es más bien una petición amorosa de que nos demos vuelta y de que nos volvamos de nuevo hacia Dios13. Es el llamado de un Padre amoroso y de Su Hijo Unigénito a que seamos más de lo que somos, que alcancemos un nivel de vida mejor, que cambiemos y que sintamos la felicidad que proviene de guardar los mandamientos. En calidad de discípulos de Cristo, nos regocijamos en la bendición de arrepentirnos y en el gozo de ser perdonados. Ellos llegan a ser parte de nosotros, y moldean nuestra forma de pensar y de sentir.
Entre las decenas de miles de personas que escuchan esta conferencia, hay muchos grados de dignidad y de rectitud personales. Sin embargo, el arrepentimiento es una bendición para todos; cada uno de nosotros necesita sentir los brazos de misericordia del Salvador mediante el perdón de nuestros pecados.
Hace años, se me pidió que me reuniese con un hombre que, mucho antes de nuestra reunión, había vivido, por un tiempo, de forma desenfrenada. Como resultado de sus malas decisiones había sido excomulgado de la Iglesia. Ya hacía mucho que había regresado a la Iglesia y estaba cumpliendo fielmente los mandamientos, pero sus acciones del pasado lo perseguían. Al reunirme con él, sentí su vergüenza y profundo remordimiento por haber dejado de lado sus convenios. Después de nuestra conversación, coloqué mis manos sobre su cabeza y le di una bendición del sacerdocio. Antes de pronunciar palabra, sentí, en forma sobrecogedora, el amor y el perdón del Salvador hacia él. Después de la bendición, nos dimos un abrazo y el hombre lloró intensamente.
Me maravillan los brazos del Salvador llenos de misericordia y de amor que envuelven al arrepentido, sin importar lo egoísta que haya sido el pecado que abandonó. Testifico que el Salvador puede perdonar nuestros pecados y que está ansioso por hacerlo. Con la excepción de aquellos que han optado por la vía de la perdición luego de haber conocido la plenitud, no hay pecado que no pueda ser perdonado14. Qué privilegio maravilloso es para cada uno de nosotros apartarnos de nuestros pecados y venir a Cristo. El perdón divino es uno de los frutos más dulces del Evangelio, pues quita el remordimiento y el pesar de nuestro corazón y lo reemplaza con regocijo y tranquilidad de conciencia. Jesús declara: “¿…no os volveréis a mí ahora, y os arrepentiréis de vuestros pecados, y os convertiréis para que yo os sane?”15.
Algunos de los que escuchen hoy tal vez necesiten “un gran cambio en su corazón”16 para afrontar un pecado serio; tal vez sea necesaria la ayuda de un líder del sacerdocio. Para la mayoría, el arrepentimiento es sereno y privado, buscando a diario la ayuda del Señor para realizar los cambios necesarios.
Para la mayoría de las personas, el arrepentimiento es una jornada, no un acontecimiento de una sola vez. No es fácil; cambiar es difícil; requiere ir contra el viento, nadar contra la corriente. Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame”17. Arrepentirse significa apartarse de ciertas cosas como la deshonestidad, el orgullo, la ira, los pensamientos impuros, y recurrir a cosas como la bondad, el desinterés, la paciencia y la espiritualidad; es volver hacia Dios.
¿Cómo decidimos de qué debemos arrepentirnos? Cuando un ser querido o un amigo nos sugiere que cambiemos algo, surge el hombre natural y dice: “¿Así que piensas que yo debo cambiar?; pues déjame decirte algunos de tus problemas”. Un mejor método sería preguntar al Señor con humildad. Cuando oramos y preguntamos: “Padre, ¿qué quieres que yo haga?”, se reciben las respuestas; percibimos los cambios que debemos realizar. El Señor habla a nuestra mente y a nuestro corazón18.
Entonces se nos permite escoger: ¿Nos arrepentiremos o cerraremos las cortinas de la ventana que nos comunica con los cielos?
Alma advirtió: “No trates de excusarte en lo más mínimo”19. Cuando “cerramos las cortinas” dejamos de creer en la voz espiritual que nos invita a cambiar. Oramos, pero escuchamos menos; a nuestras oraciones les falta la fe que lleva al arrepentimiento20.
En este preciso momento alguien estará diciendo: “Hermano Andersen, usted no entiende; usted no siente lo que yo siento; es demasiado difícil cambiar”.
Tienen razón, yo no comprendo totalmente; pero hay Alguien que sí comprende. Él sabe, Él ha sentido el dolor de ustedes; Él declaró: “He aquí que en las palmas de mis manos te tengo grabada”21. El Salvador extiende su mano pidiendo a cada uno de nosotros: “…ven[id] a mí”22. Nosotros podemos arrepentirnos, ¡realmente podemos!
Al darnos cuenta de que necesitamos cambiar, sufrimos por la tristeza que hemos causado. Eso conduce a una confesión sincera al Señor y, cuando sea necesario, a los demás23. Cuando sea posible, restituimos lo que hemos dañado o nos hemos llevado indebidamente.
El arrepentimiento se convierte en parte de nuestra vida diaria. Tomar la Santa Cena todas las semanas es muy importante: venir sumisa y humildemente ante el Señor, reconocer nuestra dependencia de Él, pedirle que nos perdone y nos renueve, y prometerle que siempre lo recordaremos.
Algunas veces al arrepentirnos, al esforzarnos a diario para llegar a ser más como Cristo, nos encontramos reiteradamente luchando con las mismas dificultades. Es como subir una montaña cubierta de árboles; a veces no vemos que hemos avanzado hasta que llegamos cerca de la cima y miramos hacia abajo desde la cumbre. No se desanimen; si están esforzándose y tratando de arrepentirse, están en el proceso del arrepentimiento.
Al mejorar, vemos con más claridad y sentimos al Espíritu Santo actuar con más fuerza dentro de nosotros.
En ocasiones nos preguntamos por qué recordamos nuestros pecados mucho después de haberlos abandonado. ¿Por qué el pesar de nuestros errores a veces continúa después de que nos hemos arrepentido?
Recordarán una tierna historia que contó el presidente James E. Faust. Cito: “Recuerdo que cuando yo era pequeño… en la granja… mi abuela… cocinaba deliciosas comidas en la cocina de leña. Cuando se vaciaba la caja de los leños que estaba junto a la cocina, la abuela, sin decir palabra, la llevaba afuera hasta el montón de maderos de cedro, la llenaba y volvía a la casa con la pesada caja”.
Entonces, la voz del presidente Faust se llenó de emoción y continuó: “Yo era tan insensible… me quedaba allí sentado mientras mi querida abuela iba en busca de la leña. Me avergüenzo de mí mismo y he lamentado [mi pecado de] omisión durante toda mi vida. Espero pedirle perdón… algún día”24.
Habían pasado más de 65 años; si el presidente Faust todavía recordaba y lamentaba el no haber ayudado a su abuela después de todos esos años, ¿deben sorprendernos algunas de las cosas que aún recordamos y lamentamos?
Las Escrituras no dicen que olvidaremos nuestros pecados aquí en la tierra; más bien, declaran que el Señor los olvidará25.
El abandonar los pecados implica nunca volver a cometerlos; eso requiere tiempo. Para ayudarnos, el Señor a veces permite que el residuo de nuestros errores permanezca en nuestra memoria26. Es una parte vital de nuestro aprendizaje terrenal.
Al confesar nuestros pecados con sinceridad, restituir lo que podamos a quien hayamos ofendido y abandonar nuestros pecados guardando los mandamientos, estamos en el proceso de recibir el perdón. Con el tiempo, sentiremos que la angustia de nuestro pesar se mitiga, se “depura[rán] nuestros corazones de toda culpa”27 y tendremos “paz de conciencia”28.
Aquellos de ustedes que verdaderamente se han arrepentido, pero no parecen encontrar alivio, sigan guardando los mandamientos; les prometo que el alivio vendrá cuando el Señor lo considere oportuno. El sanar también requiere tiempo.
Si están preocupados, hablen con su obispo; un obispo tiene el poder de discernimiento29; él los ayudará.
Las Escrituras nos advierten: “¡…no demoréis el día de vuestro arrepentimiento!”30. Pero, en esta vida, nunca es demasiado tarde para arrepentirse.
En una ocasión se me pidió que me reuniera con una pareja mayor que estaba volviendo a la Iglesia. Sus padres les habían enseñado el Evangelio, pero después de casarse se habían alejado de la Iglesia. Ahora, 50 años más tarde, volvían a la Iglesia. Recuerdo que el esposo entró en mi oficina tirando de un tanque de oxígeno; me dijeron que lamentaban no haber permanecido fieles. Les dije lo contentos que estábamos por su regreso y les aseguré que el Señor extiende Sus brazos acogedores a quienes se arrepienten. El anciano respondió: “Lo sabemos hermano Andersen; pero lo triste es que nuestros hijos y nietos no tienen la bendición del Evangelio; hemos regresado, pero hemos regresado solos”.
No habían regresado solos; el arrepentimiento no sólo nos cambia a nosotros, sino que bendice a nuestra familia y a los seres queridos. Gracias a nuestro arrepentimiento sincero, cuando el Señor lo considere oportuno, Sus brazos extendidos no sólo nos rodearán a nosotros, sino que también llegarán a la vida de nuestros hijos y de nuestra posteridad. El arrepentimiento siempre implica que hay mayor felicidad por delante.
Testifico que nuestro Salvador puede librarnos de nuestros pecados; yo he sentido Su poder redentor personalmente. He visto, sin lugar a dudas, Su mano sanadora sobre miles de personas de las naciones alrededor del mundo. Testifico que Su don divino elimina la culpa de nuestro corazón y trae paz a nuestra conciencia.
Él nos ama; somos miembros de Su Iglesia. Él invita a cada uno de nosotros a arrepentirse, a abandonar nuestros pecados y a venir a Él; testifico que Él está allí para ayudarnos, en el nombre de Jesucristo. Amén.