Conferencia General
Uno en Cristo
Conferencia General de abril de 2023


13:21

Uno en Cristo

Es solo en nuestra lealtad individual a Jesucristo y amor por Él que podemos esperar ser uno.

Como ha observado el presidente Dallin H. Oaks, hoy es Domingo de Ramos, el comienzo de la Semana Santa, que marca la entrada triunfal del Señor en Jerusalén, Su padecimiento en Getsemaní y muerte en la cruz apenas unos días después, y Su gloriosa resurrección el domingo de Pascua de Resurrección. Tomemos la resolución de no olvidar nunca lo que Cristo sobrellevó para redimirnos1 y no perdamos nunca el inmenso gozo que sentimos de nuevo en Pascua al contemplar Su victoria sobre la tumba y el don de la resurrección universal.

La noche anterior a los juicios y a la crucifixión que le aguardaban, Jesús participó con Sus apóstoles de una cena de Pascua judía. Al final de esa Última Cena, en la sagrada oración intercesora, Jesús rogó a Su Padre con estas palabras: “Padre santo, a [mis apóstoles] que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros”2.

Luego, con ternura, el Salvador amplió Su ruego para incluir a todos los creyentes:

“Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos;

“para que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”3.

Llegar a ser uno es un tema recurrente en el evangelio de Jesucristo y en la comunicación de Dios con Sus hijos. Con respecto a la ciudad de Sion de los días de Enoc, se dice que “eran uno en corazón y voluntad”4. En el Nuevo Testamento se registra sobre los primeros santos de la Iglesia de Jesucristo primitiva: “… la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma”5.

En nuestra dispensación, el Señor exhortó: “Yo os digo: Sed uno; y si no sois uno, no sois míos”6. Entre las razones que el Señor dio por las cuales los primeros santos de Misuri no pudieron establecer el lugar de Sion se encuentra que “n[o] est[aban] unidos conforme a la unión que requiere la ley del reino celestial”7.

Donde Dios prevalece en todos los corazones y mentes, se describe a las personas como “uno, hijos de Cristo”8.

Cuando el Salvador resucitado se apareció a los antiguos pueblos del Libro de Mormón, señaló con desaprobación que en el pasado había habido disputas entre la gente en cuanto al bautismo y otros asuntos. Él mandó:

“… no habrá disputas entre vosotros, como hasta ahora ha habido; ni habrá disputas entre vosotros concernientes a los puntos de mi doctrina, como hasta aquí las ha habido.

“Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención”9.

En este mundo extremadamente contencioso, ¿cómo se puede alcanzar la unidad, especialmente en la Iglesia, donde hemos de tener “un Señor, una fe, un bautismo”10? Pablo nos da la clave:

“Pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.

“Ya no hay judío, ni griego; no hay esclavo, ni libre; no hay varón, ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo”11.

Somos muy diferentes y a veces muy opuestos en opiniones como para poder llegar a ser uno sobre cualquier otro fundamento o bajo cualquier otro nombre; solo en Jesucristo podemos llegar a ser uno en verdad.

Llegar a ser uno en Cristo ocurre en forma individual: cada uno de nosotros comienza por sí mismo. Somos seres duales de carne y espíritu, y a veces estamos en conflicto en nuestro interior. Como Pablo expresó:

“Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;

“pero veo otra ley en [los] miembros [de mi cuerpo], que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”12.

Jesús también fue un ser de carne y espíritu. Él fue probado; Él entiende; Él puede ayudarnos a alcanzar la unidad interior13. Por lo tanto, recurriendo a la luz y a la gracia de Cristo, nos esforzamos por dar a nuestro espíritu —y al Santo Espíritu— dominio sobre lo físico y, cuando fallamos, Cristo nos da el don del arrepentimiento y la oportunidad de intentarlo de nuevo mediante Su expiación.

Si cada uno de nosotros, individualmente, se “revist[e]” “de Cristo”, entonces juntos podemos tener la esperanza de llegar a ser uno, como dijo Pablo: “el cuerpo de Cristo”14. “Revest[irse]” “de Cristo” ciertamente incluye hacer de Su “primero y grande mandamiento”15 nuestro primer y mayor compromiso; y si amamos a Dios, guardaremos Sus mandamientos16.

La unidad con nuestros hermanos y hermanas en el cuerpo de Cristo aumenta conforme obedecemos el segundo mandamiento, que se conecta inextricablemente con el primero, de amar a los demás como a nosotros mismos17. Y supongo que alcanzaríamos una unidad aún más perfecta entre nosotros si obedeciéramos la expresión más elevada y sagrada del Salvador de ese segundo mandamiento: amarnos unos a otros no solo como nos amamos a nosotros mismos, sino como Él nos amó18. En resumen, esto es que “bus[que] cada cual el bienestar de su prójimo, y ha[ga] todas las cosas con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios”19.

Al explicar cómo se logran la paz y la unidad duraderas, el presidente Marion G. Romney, quien fue Consejero de la Primera Presidencia, dijo:

“Si una sola persona, al ceder ante Satanás, rebosa de las obras de la carne, la lucha será contra sí misma. Si dos personas ceden, la lucha será contra sí mismas y además la una contra la otra. Si muchas personas ceden, la sociedad [cosecha] el fruto de gran agitación y contención. Si los gobernantes del país ceden, habrá contención en todo el mundo”.

El presidente Romney continuó: “Así como las obras de la carne tienen aplicación universal, lo mismo sucede con el Evangelio de paz. Si un hombre lo vive, tendrá paz interior; si dos hombres lo hacen, tendrán paz dentro de sí, y el uno con el otro. Si los ciudadanos lo viven, la nación tendrá paz a nivel local. “Y cuando haya bastantes naciones disfrutando del fruto del Espíritu, que puedan controlar los asuntos del mundo, entonces, y solo entonces, dejaremos de oír resonar los tambores bélicos y de ver flamear […] las banderas de guerra”. (Véase Alfred Lord Tennyson, “Locksley Hall”, The Complete Poetical Works of Tennyson, editado por W. J. Rolfe, Boston, Houghton–Mifflin Co., 1898, pág. 93, líneas 27–28)”20.

Cuando nos “revest[imos]” “de Cristo”, eso hace posible que resolvamos las diferencias, los desacuerdos y las disputas, o bien que los dejemos a un lado. En la historia de la Iglesia hallamos un ejemplo un tanto impresionante de cómo superar la división. El élder Brigham Henry Roberts (comúnmente conocido como B. H. Roberts), nació en Inglaterra en 1857 y sirvió como miembro del Primer Consejo de los Setenta, aquello que hoy llamamos la Presidencia de los Setenta. El élder Roberts fue un defensor capaz e infatigable del Evangelio restaurado y de la Iglesia en algunos de sus momentos más difíciles.

B. H. Roberts de joven

No obstante, en 1895, la contención puso en riesgo el servicio del élder Roberts en la Iglesia. B. H. había sido nombrado delegado para la convención que redactó una constitución para Utah cuando se convirtió en un estado. Después, decidió convertirse en candidato para el Congreso de los Estados Unidos, sin embargo, no notificó ni solicitó permiso de la Primera Presidencia. El presidente Joseph F. Smith, consejero de la Primera Presidencia, criticó a B. H. por ese error en una reunión general del sacerdocio. El élder Roberts perdió las elecciones y sintió que esa derrota se debía en gran parte a las declaraciones del presidente Smith. En algunos discursos políticos y entrevistas, criticó a los líderes de la Iglesia y se apartó del servicio activo en esta. En una prolongada reunión en el Templo de Salt Lake con los miembros de la Primera Presidencia y del Consejo de los Doce, B. H. continuó justificándose de manera inflexible. Más tarde, “[e]l presidente [Wilford] Woodruff […] dio [al élder Roberts] tres semanas para reconsiderar su posición. Si seguía sin arrepentirse, lo relevarían de los Setenta”21.

En una reunión posterior y privada con los apóstoles Heber J. Grant y Francis Lyman, inicialmente B. H. se mantuvo inflexible, pero, al final, el amor y el Santo Espíritu prevalecieron, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Los dos Apóstoles fueron capaces de responder a ciertos desaires y ofensas que B. H. percibía y que le afligían, y partieron con una sincera súplica de reconciliación. A la mañana siguiente, tras larga oración, el élder Roberts envió una nota a los élderes Grant y Lyman diciéndoles que estaba preparado para volver a reunirse con sus hermanos22.

Cuando más tarde se reunió con la Primera Presidencia, el élder Roberts dijo: “Acudí al Señor y recibí luz e instrucción a través de Su Espíritu para someterme a la autoridad de Dios”23. Motivado por su amor a Dios, B. H. Roberts continuó siendo un líder de la Iglesia capaz y fiel hasta el final de su vida24.

Élder B. H. Roberts

Ese ejemplo también nos enseña que la unidad no significa simplemente consentir en que cada uno haga lo que quiera o actúe del modo en que le plazca. No podemos ser uno a menos que todos sometamos nuestros esfuerzos ante la causa común. Significa, en palabras de B. H. Roberts, someterse a la autoridad de Dios. Somos diferentes miembros del cuerpo de Cristo, que cumplen diferentes funciones en diferentes momentos: el oído, el ojo, la cabeza, la mano, los pies; no obstante, todos un solo cuerpo25. Por tanto, nuestra meta es “que no haya división en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen por igual los unos por los otros”26.

La unidad no requiere uniformidad, pero sí requiere armonía. Podemos tener los corazones entrelazados en amor, ser uno en fe y en doctrina, y aun así vitorear a diferentes equipos, discrepar en varios asuntos políticos, debatir sobre las metas y la manera correcta de lograrlas, y muchas otras cosas de ese tipo. No obstante, nunca podemos discrepar ni contender con ira ni desdén unos con otros. El Salvador dijo:

“Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros.

“He aquí, esta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es esta, que se acaben tales cosas”27.

Hace un año, el presidente Russell M. Nelson nos habló con estas palabras: “Ninguno de nosotros puede controlar a las naciones, ni las acciones de los demás, ni siquiera las de nuestra propia familia, pero sí podemos controlarnos a nosotros mismos. Mis queridos hermanos y hermanas, mi llamado a ustedes hoy es que pongan fin a los conflictos que se desatan en su corazón, en su hogar y en su vida. Entierren todas y cada una de las inclinaciones de hacer daño a los demás, sean esas inclinaciones el mal genio, una lengua afilada o un rencor contra alguien que les ha hecho daño. El Salvador nos mandó que volviéramos la otra mejilla [véase 3 Nefi 12:39], que amáramos a nuestros enemigos y que oráramos por los que nos ultrajan [véase 3 Nefi 12:44]”28.

Repito que es solo en nuestra lealtad individual a Jesucristo y amor por Él, y solo mediante ellos que podemos esperar ser uno: uno en nuestro interior; uno en el hogar; uno en la Iglesia; con el tiempo, uno en Sion; y, sobre todo, uno con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.

Vuelvo a los acontecimientos de la Semana Santa y al triunfo final de nuestro Redentor. La resurrección de Jesucristo da testimonio de Su divinidad y de que Él ha vencido todas las cosas. Su resurrección da testimonio de que, unidos a Él por convenio, nosotros también podemos vencer todas las cosas y llegar a ser uno. Su resurrección da testimonio de que, por medio de Él, la inmortalidad y la vida eterna son una realidad.

Esta mañana, doy testimonio de Su resurrección literal y de todo lo que ella implica, en el nombre de Jesucristo. Amén.