Amarás a tu prójimo
La compasión es un atributo de Cristo. Nace del amor por los demás y no conoce fronteras.
Esta mañana los invito a acompañarme a un viaje por África. No verán leones, cebras, ni elefantes, pero quizás, al final del viaje, verán cómo miles de miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días están respondiendo al segundo gran mandamiento de Cristo: “Amarás a tu prójimo” (Marcos 12:31).
Imaginen por unos momentos el suelo rural y rojizo de África. Debido a la tierra estéril y agrietada, notan que durante demasiados años no ha caído lluvia que pueda ser medible. El poco ganado que se cruza en su camino tiene más huesos que carne y va conducido por un pastor karamojong cubierto por una cobija y calzado con sandalias y que camina penosamente con la esperanza de encontrar vegetación y agua.
Al transitar por el camino tosco y rocoso, ven varios grupos de hermosos niños y se preguntan por qué no están en la escuela. Los niños sonríen y saludan, y ustedes les devuelven el saludo con una lágrima y una sonrisa. El noventa y dos por ciento de los niños más pequeños que verán en este viaje viven con escasez de alimentos, por lo que el corazón de ustedes gime de dolor.
Más adelante ven a una madre que lleva con gran equilibrio un recipiente con agua de unos diecinueve litros (cinco galones) sobre la cabeza y otro en la mano. Ella representa a uno de cada dos hogares de esta zona en la que las mujeres, jóvenes y mayores, caminan más de treinta minutos de ida y de vuelta, cada día, hasta una fuente de agua para su familia. A ustedes les inunda una oleada de tristeza.
Transcurren dos horas y llegan a un claro apartado y sombreado. El lugar de reunión no es un salón, ni siquiera una tienda de campaña, sino más bien está bajo unos cuantos árboles grandes que protegen del sol abrasador. Se dan cuenta de que en este lugar no hay agua corriente, electricidad ni retretes. Ustedes miran alrededor y saben que se encuentran entre personas que aman a Dios, y sienten al instante el amor de Dios por ellas. Ellas se han reunido para obtener ayuda y esperanza, y ustedes han ido allí para ofrecerlas.
Así fue el viaje que hicimos la hermana Ardern y yo, junto con la hermana Camille Johnson, nuestra Presidenta General de la Sociedad de Socorro y su esposo, Doug, y también la hermana Sharon Eubank, directora de los Servicios Humanitarios de la Iglesia, a través de Uganda, un país de cuarenta y siete millones de habitantes en el Área África Central de la Iglesia. Aquel día, bajo la sombra de los árboles, visitamos un proyecto sanitario para la comunidad que está financiado por los Servicios Humanitarios de la Iglesia, UNICEF y el Ministerio de Salud del Gobierno de Uganda. Estas son organizaciones en las que confiamos, seleccionadas cuidadosamente para asegurar que los fondos humanitarios donados por los miembros de la Iglesia se usen sabiamente.
Si bien nos desgarró el corazón ver a niños desnutridos y los efectos de la tuberculosis, la malaria y la diarrea ininterrumpida, cada uno de nosotros obtuvo una mayor esperanza de un mañana mejor para las personas que conocimos.
Tal esperanza vino, en parte, gracias a la bondad de los miembros de la Iglesia de todo el mundo que donan tiempo y dinero a las labores humanitarias de la Iglesia. Al ver la ayuda y el consuelo que recibían los enfermos y los afligidos, incliné mi cabeza en señal de gratitud. En ese momento comprendí mejor lo que quiso decir el Rey de reyes, cuando declaró:
“Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros […].
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis” (Mateo 25:34–35).
El ruego de nuestro Salvador es que “así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (véase Mateo 5:16; véanse también los versículos 14–15). En aquel remoto confín de la tierra, sus buenas obras iluminaron la vida y aligeraron la carga de personas con necesidades extremas, y Dios fue glorificado.
Aquel día caluroso y polvoriento, deseé que ustedes hubieran podido escuchar sus oraciones de alabanza y gratitud a Dios. Ellos me pidieron que les dijera a ustedes en su lengua karamojong nativa: “Alakara”. Gracias.
Nuestro viaje me recordó la parábola del buen samaritano, cuyo viaje lo llevó por un camino polvoriento no demasiado diferente del que he descrito, que iba de Jerusalén a Jericó. Este samaritano ministrante nos enseña lo que significa amar al prójimo.
Él vio a “un hombre […] [que] cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto” (Lucas 10:30). El samaritano “fue movido a misericordia” (Lucas 10:33).
La compasión es un atributo de Cristo. Nace del amor por los demás y no conoce fronteras. Jesús, el Salvador del mundo, es el ejemplo supremo de la compasión. Cuando leemos que “lloró Jesús” (Juan 11:35) somos testigos, como María y Marta, de Su compasión que hizo que Él primero se conmoviera en espíritu y se turbara (véase Juan 11:33). En un ejemplo de la compasión de Cristo que se encuentra en el Libro de Mormón, Jesús se apareció a una multitud y dijo:
“¿Tenéis cojos, o ciegos, o lisiados, o mutilados […] o sordos, o quienes estén afligidos de manera alguna? Traedlos aquí y yo los sanaré, porque tengo compasión de vosotros […].
“Y los sanaba a todos” (3 Nefi 17:7, 9).
A pesar de todos nuestros esfuerzos, ni ustedes ni yo podremos sanar a todos; pero cada uno de nosotros puede ser quien marque una diferencia para bien en la vida de alguien. No fue más que un joven, un simple muchacho, quien ofreció los cinco panes y los dos peces que alimentaron a los cinco mil. Podríamos preguntar sobre nuestra ofrenda, como lo hizo el discípulo Andrés sobre los panes y los peces: “¿Qué es esto para tantos?” (Juan 6:9). Les aseguro que es suficiente dar o hacer lo que puedan y luego permitir que Cristo magnifique el esfuerzo de ustedes.
A este respecto, el élder Jeffrey R. Holland nos invitó: “Ricos o pobres, debemos ‘hacer lo que podamos’ cuando los demás tienen necesidad”. Luego testificó, al igual que yo testifico, que Dios “los ayudará y guiará hacia [sus] actos caritativos de discipulado” (“¿No somos todos mendigos?”, Liahona, noviembre de 2014, pág. 41).
En aquella remota tierra, en aquel día inolvidable, fui testigo entonces, y lo soy ahora, de la compasión que conmueve el alma y cambia vidas por parte de los miembros de la Iglesia, tanto ricos como pobres.
La parábola del buen samaritano continúa diciendo que él “vendó sus heridas […] y cuidó de él” (Lucas 10:34). Las labores humanitarias de nuestra Iglesia nos permiten responder con rapidez a los desastres naturales y vendar las heridas del mundo, cada vez más extensas, provocadas por la enfermedad, el hambre, la mortalidad infantil, la desnutrición, las migraciones forzadas y las heridas, a menudo invisibles, del desaliento, la decepción y la desesperanza.
Luego el samaritano “sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo” (Lucas 10:35). Como Iglesia estamos agradecidos de colaborar con otros “mesoneros” u organizaciones como Catholic Relief Services [Servicios de Ayuda Católica], UNICEF y la Cruz Roja o la Media Luna Roja, que nos ayudan en nuestras labores humanitarias. Estamos igualmente agradecidos por sus “dos denarios” o dos euros, dos pesos o dos chelines, que están aligerando la carga que demasiadas personas en todo el mundo tienen que soportar. Es poco probable que lleguen a conocer a los destinatarios de su tiempo, dólares o centavos, pero la compasión no requiere que los conozcamos; solo requiere que los amemos.
Gracias, presidente Russell M. Nelson, por recordarnos que “cuando amamos a Dios con todo el corazón, Él nos vuelve el corazón hacia el bienestar de otras personas” (“El segundo gran mandamiento”, Liahona, noviembre de 2019, pág. 97). Testifico que cada uno de nosotros tendrá un aumento de gozo, paz, humildad y amor a medida que respondamos al llamado del presidente Nelson de volver el corazón hacia el bienestar de los demás y al ruego de José Smith de “alimentar al hambriento, vestir al desnudo, proveer para la viuda, secar las lágrimas del huérfano y consolar al afligido dondequiera que los encontremos, ya sea en esta Iglesia o en cualquier otra, o sin iglesia alguna de por medio” (“Editor’s Reply to a Letter from Richard Savary”, Times and Seasons, 15 de marzo de 1842, pág. 732).
En todos esos meses encontramos a los hambrientos y a los afligidos en una llanura seca y polvorienta, y fuimos testigos de sus ojos que suplicaban ayuda. A nuestra manera, nos conmovimos en espíritu y nos turbamos (véase Juan 11:33) y sin embargo, esos sentimientos fueron aplacados al ver la compasión de los miembros de la Iglesia en acción a medida que se alimentó a los hambrientos, se proveyó para las viudas y se consoló a los afligidos y se secaron sus lágrimas.
Que velemos siempre por el bienestar de los demás y demostremos en palabras y en hechos que estamos “dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros” (Mosíah 18:8), a “sanar a los quebrantados de corazón” (Doctrina y Convenios 138:42) y a cumplir el segundo gran mandamiento de Cristo: “Amarás a tu prójimo” (Marcos 12:31). En el nombre de Jesucristo. Amén.