Hermanos y hermanas en Cristo
Que disfrutemos más de la afinidad espiritual que existe entre nosotros y valoremos los diferentes atributos y variados dones que todos tenemos.
Mis queridos amigos, hoy hemos tenido sesiones de conferencia magníficas. Todos hemos sentido el Espíritu del Señor y Su amor mediante los maravillosos mensajes que han dado nuestros líderes. Me siento privilegiado de dirigirme a ustedes esta noche como el último discursante de esta sesión. Ruego que el Espíritu del Señor siga con nosotros al regocijarnos juntos como verdaderos hermanos y hermanas en Cristo.
Nuestro querido profeta, Russell M. Nelson, declaró: “Hago un llamado a nuestros miembros de todas partes para que pongan el ejemplo de abandonar las actitudes y acciones de prejuicio. Les ruego que promuevan el respeto hacia todos los hijos de Dios”1. Como Iglesia mundial y en constante crecimiento, el seguir esta invitación de nuestro profeta es un requisito vital para edificar el Reino del Salvador en toda nación del mundo.
El Evangelio de Jesucristo enseña que todos somos hijos e hijas espirituales engendrados por padres celestiales que de verdad nos aman2 y que vivimos como familia en la presencia de Dios antes de nacer en esta tierra. El Evangelio también enseña que todos fuimos creados a imagen y semejanza de Dios3; por lo tanto, somos iguales ante Él4, porque “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres [y las mujeres]”5. Por lo tanto, todos tenemos una naturaleza, un legado y un potencial divinos, porque hay “un Dios y Padre de todos, quien está sobre todos, y por todos y en todos [n]osotros”6.
Como discípulos de Cristo, se nos invita a aumentar la fe en la hermandad con nuestros hermanos y hermanas espirituales, y el amor por ellos, al entrelazar sinceramente nuestros corazones con unidad y amor, sin importar nuestras diferencias, y así aumentar nuestra capacidad de fomentar el respeto por la dignidad de todos los hijos e hijas de Dios7.
¿No fue esa exactamente la condición en la que el pueblo de Nefi vivió por casi dos siglos después de que Cristo lo ministrara?
“Y ciertamente no podía haber un pueblo más dichoso entre todos los que habían sido creados por la mano de Dios […].
“No había […] lamanitas, ni ninguna especie de -itas, sino que eran uno, hijos [e hijas] de Cristo y herederos del reino de Dios.
“¡Y cuán bendecidos fueron!”8.
El presidente Nelson recalcó la importancia de difundir la dignidad y el respeto por nuestros semejantes cuando declaró: “El Creador de todos nosotros hace un llamado a cada uno de nosotros a abandonar las actitudes de prejuicio contra cualquier grupo de los hijos de Dios. ¡Cualquiera de nosotros que tenga prejuicios hacia otra raza debe arrepentirse! […]. Corresponde a cada uno de nosotros hacer todo lo que podamos en nuestra esfera de influencia para preservar la dignidad y el respeto que cada hijo e hija de Dios merece”9. En realidad, la dignidad humana presupone el respeto por nuestras diferencias10.
Considerando los lazos sagrados que nos unen a Dios como Sus hijos e hijas, esta guía profética dada por el presidente Nelson es, sin duda, un paso fundamental para construir puentes de comprensión en lugar de crear muros de prejuicio y segregación entre nosotros11. Sin embargo, como advirtió Pablo a los efesios, debemos reconocer que para lograr ese propósito, se requerirá hacer esfuerzos personales y colectivos para actuar con humildad, mansedumbre y paciencia hacia los demás12.
Hay una historia de un rabino judío que disfrutaba del amanecer con dos amigos, a quienes les preguntó: “¿Cómo saben cuándo ha terminado la noche y comenzado un nuevo día?”.
Uno de ellos respondió: “Cuando al mirar al este puedes distinguir una oveja de una cabra”.
El otro contestó: “Cuando al mirar al horizonte puedes distinguir un olivo de una higuera”.
Luego se volvieron hacia el sabio rabino y le hicieron la misma pregunta. Después de mucho reflexionar, respondió: “Cuando al mirar al este puedes ver el rostro de una mujer o el de un hombre y decir: ‘Ella es mi hermana; él es mi hermano’”13.
Mis queridos amigos, puedo asegurarles que la luz de un nuevo día brilla más en nuestra vida cuando vemos y tratamos a nuestros semejantes con respeto y dignidad, y como verdaderos hermanos y hermanas en Cristo.
Durante Su ministerio terrenal, Jesús ejemplificó ese principio de manera perfecta porque “anduvo haciendo bienes”14 a todas las personas, invitándolas a venir a Él y a participar de Su bondad sin importar su origen, clase social o características culturales. Él ministró, sanó y siempre estuvo atento a las necesidades de todas las personas, en especial de aquellas que en ese momento eran consideradas diferentes, o eran menospreciadas o excluidas. No rechazó a nadie, sino que a todos trató con equidad y amor, porque los veía como Sus hermanos y hermanas, hijos e hijas del mismo Padre15.
Una de las ocasiones más notables en que eso ocurrió fue cuando el Salvador viajó a Galilea, tomando a propósito la ruta que pasaba por Samaria16. Jesús entonces decidió sentarse junto al pozo de Jacob a descansar. Mientras estaba allí, una mujer samaritana se acercó para llenar de agua su cántaro. En Su omnisciencia, Él le dijo: “Dame de beber”17.
Ella se sorprendió que un judío le pidiera ayuda a una mujer samaritana y expresó su sorpresa diciendo: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque los judíos no se tratan con los samaritanos”18.
Pero Jesús, dejando a un lado las arraigadas tradiciones de animosidad entre samaritanos y judíos, ministró con amor a esa mujer, ayudándola a comprender quién en verdad era Él, es decir, el Mesías que declararía todas las cosas y cuya venida ella estaba esperando19. El impacto de ese tierno ministerio hizo que la mujer corriera a la ciudad para anunciar a la gente lo que había sucedido, diciendo: “¿No será este el Cristo?”20.
Siento una profunda compasión por quienes han sido maltratados, menospreciados o perseguidos por personas insensibles y desconsideradas porque, durante mi vida, he visto de cerca el dolor que las personas buenas sufren cuando las juzgan o rechazan por hablar, verse o vivir de manera diferente. También siento verdadera tristeza en el corazón por aquellos cuya mente permanece ofuscada, cuya visión es limitada y cuyo corazón permanece endurecido por la creencia en la inferioridad de aquellos que son diferentes a ellos. Su visión limitada de los demás de hecho les impide ver quiénes son como hijos de Dios.
Como han predicho los profetas, vivimos en tiempos peligrosos previos a la segunda venida del Salvador21. El mundo en general está polarizado por fuertes divisiones que se acentúan con las tendencias raciales, políticas y socioeconómicas. Tales divisiones a veces terminan influyendo en la forma de pensar y actuar de las personas en relación con sus semejantes. Por esta razón, no es poco común ver que hay personas que califican de inferiores la forma de pensar, actuar y hablar de otras culturas, razas y etnias, utilizando ideas preconcebidas, erradas y a menudo sarcásticas, y generando actitudes de desprecio, indiferencia, falta de respeto e incluso prejuicios en contra de ellas. Tales actitudes tienen sus raíces en el orgullo, la arrogancia, la envidia y los celos, características de naturaleza carnal22 que son totalmente contrarias a los atributos semejantes a los de Cristo. Esa conducta es impropia para quienes se esfuerzan por llegar a ser Sus discípulos verdaderos23. De hecho, mis hermanos y hermanas, no hay lugar para pensamientos o actos prejuiciosos en la comunidad de los santos.
Como hijos e hijas del convenio, podemos ayudar a eliminar ese tipo de comportamiento al ver las diferencias aparentes que existen entre nosotros con los ojos del Salvador24 y basándonos en lo que tenemos en común, es decir, nuestra identidad y afinidad divinas. Además, podemos esforzarnos por vernos reflejados en los sueños, esperanzas, tristezas y sufrimientos de nuestro prójimo. Como hijos de Dios, todos somos compañeros de viaje, iguales en nuestro estado imperfecto y en nuestra capacidad de crecer. Se nos invita a caminar juntos, pacíficamente, con el corazón lleno de amor hacia Dios y todos los hombres, o como señaló Abraham Lincoln: “Sin malicia hacia nadie y con caridad para todos”25.
¿Han meditado en cómo el principio del respeto por la dignidad humana y la igualdad se demuestran mediante la manera sencilla en que nos vestimos en la Casa del Señor? Todos vamos al templo unidos en un propósito y llenos del deseo de estar puros y santos en Su santa presencia. Vestidos de blanco, todos somos recibidos por el Señor mismo como Sus amados hijos, hombres y mujeres de Dios, progenie de Cristo26. Se nos da el privilegio de realizar las mismas ordenanzas, hacer los mismos convenios, comprometernos a vivir vidas más elevadas y santas y a recibir las mismas promesas eternas. Unidos en propósito, nos vemos unos a otros con nuevos ojos y, en unidad, celebramos nuestras diferencias como divinos hijos e hijas de Dios.
Hace poco ayudé a guiar a dignatarios y funcionarios gubernamentales en el programa de puertas abiertas del Templo de Brasilia, Brasil. Me detuve en el área de los vestidores con el vicepresidente de Brasil y conversamos sobre la ropa blanca que todos usamos en el templo. Le expliqué que el uso universal de ropa blanca simboliza que todos somos iguales ante Dios y que, en el templo, nuestra identidad no era la de vicepresidente de un país o la de líder de la Iglesia, sino nuestra identidad eterna como hijos de un amoroso Padre Celestial.
El río Iguazú fluye por el sur de Brasil y desemboca en una meseta que forma un sistema de cascadas conocidas mundialmente como las cataratas del Iguazú, una de las creaciones más hermosas e impresionantes de Dios en la tierra, considerada una de las siete maravillas del mundo. Un caudal colosal de agua confluye en un solo río y luego se separa formando cientos de cataratas incomparables. Metafóricamente hablando, este sistema fenomenal de cascadas es un reflejo de la familia de Dios en la tierra, porque compartimos el mismo origen y sustancia espirituales, derivados de nuestro legado y afinidad divinos. Sin embargo, cada uno de nosotros fluye en diferentes culturas, etnias y nacionalidades, con diferentes opiniones, experiencias y sentimientos. A pesar de eso, avanzamos como hijos de Dios y como hermanos y hermanas en Cristo, sin perder la conexión divina que nos hace un pueblo único y una comunidad querida27.
Mis queridos hermanos y hermanas, ruego que armonicemos nuestro corazón y mente con el conocimiento y testimonio de que todos somos iguales ante Dios, que todos estamos totalmente investidos con el mismo potencial y legado eternos. Que disfrutemos más de la afinidad espiritual que existe entre nosotros y valoremos los diferentes atributos y variados dones que todos tenemos. Si así lo hacemos, les prometo que fluiremos a nuestra propia manera, como el agua de las cataratas del Iguazú, sin perder nuestra divina conexión que nos identifica como un pueblo singular, los “hijos [e hijas] de Cristo y herederos del reino de Dios”28.
Les testifico que si continuamos fluyendo de ese modo durante la vida terrenal, un nuevo día comenzará con una nueva luz que alumbrará nuestra vida e iluminará las maravillosas oportunidades de valorar más la diversidad creada por Dios entre Sus hijos y ser más plenamente bendecidos por ella29. Ciertamente nos convertiremos en instrumentos en Sus manos para fomentar el respeto y la dignidad entre todos Sus hijos e hijas. Dios vive. Jesús es el Salvador del mundo. El presidente Nelson es el profeta de Dios en nuestros días. Testifico de estas verdades en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.