Perlas polinesias
La fe de los Santos de los Últimos Días de la Polinesia Francesa, al igual que las perlas que dan fama a estas islas, crece capa sobre capa, haciéndose más brillante y hermosa con el tiempo.
Las perlas son el producto de la paciencia. Crecen capa sobre capa y adquieren brillo con el tiempo. En la Polinesia Francesa, la fe en el Evangelio restaurado también ha crecido del mismo modo. Dicho crecimiento comenzó en 1844, con la llegada de los primeros misioneros; y generación tras generación, se ha convertido en una fuente de esperanza y ha dado sentido a la vida. En la actualidad, los Santos de los Últimos Días constituyen el ocho por ciento de la población: 20.000 miembros en 79 congregaciones. Se les conoce como personas que se preocupan los unos por los otros y también por los demás. Al igual que las perlas, irradian un brillo suave, pero al reflejar la luz que proviene de Cristo, brillan de verdad. Echemos un vistazo a algunos de estos hermanos.
Tubuai: Lugar de comienzos
En uno de los extremos de la isla de Tubuai, a un lado del camino, Ronny Harevaa y su esposa, Sandrine, limpian el terreno próximo a un pequeño monumento de piedra erigido en memoria del élder Addison Pratt, el primer misionero Santo de los Últimos Días que visitó la isla, situada a unos 700 Km al sur de Tahití. Addison Pratt se crió en New Hampshire, en los Estados Unidos de América, pero a los 19 años se hizo navegante. Viajó hasta lo que ahora son las islas de Hawai, y luego surcó el Pacífico, el Atlántico, el Caribe y el Mediterráneo antes de casarse y asentarse en Nueva York. En 1838, él y su esposa se unieron a la Iglesia y para 1841 se habían congregado con los santos en Nauvoo, Illinois. En mayo de 1843, Addison Pratt fue llamado por el profeta José Smith para colaborar en la obra misional en el Pacífico. El 30 de abril de 1844, él y dos élderes más, Noah Rogers y Benjamin Grouard, llegaron a Tubuai.
Los isleños estaban ansiosos por tener un misionero entre ellos y el élder Pratt se quedó en ese lugar. Comenzó a aprender tahitiano y a predicar. El primer converso fue su intérprete, otro estadounidense. Seis de los siete marineros de la isla fueron bautizados y confirmados también. Entonces, el 22 de julio de 1844 —tres años antes de que los pioneros Santos de los Últimos Días llegaran a Utah— se bautizaron los primeros conversos de Polinesia. Para febrero de 1845, 60 de los 200 habitantes de Tubuai se habían unido a la Iglesia. De estos comienzos, y gracias a la obra de los élderes Rogers y Grouard en otras islas, la Iglesia se extendió por lo que hoy es la Polinesia Francesa.
Actualmente en Tubuai, Ronny Harevaa es el presidente del Distrito Tubuai Australes, que comprende 593 miembros en cinco ramas. Muchos de los miembros son familiares suyos y el presidente Harevaa ha aprendido mucho de ellos. “Aquí existe un gran legado y una historia bien arraigada”, dice, “un gran amor por la Iglesia y la familia”.
“La mayoría de los habitantes de Tubuai no tienen muchas posesiones materiales, pero tienen todo lo que necesitan para ser felices”, dice Lucien Hoffmann, presidente de la Rama Mahu. “Aquí se obtiene fruta de los árboles, verduras de la tierra y se puede pescar en el momento que uno quiera. Y cuando se le pide a la gente que ayude a los que estén enfermos o necesitados, siempre están dispuestos”.
“Mi esposa y yo decidimos vivir en Tubuai para estar cerca de nuestros padres”, dice el presidente Harevaa. “Es un lugar maravilloso para estar juntos como familia”. De hecho, tiene un hermano que vive al lado y otro hermano que vive al lado de éste, y su padre es uno de sus consejeros. Hay tantos parientes de la familia Harevaa en Tubuai que muchos se refieren al presidente Harevaa como presidente Ronny, para no equivocarse.
Frente a la capilla de Mahu, uno de los tres centros de reuniones que hay en Tubuai, Sandrine señala otro monumento en honor a Addison Pratt. “Creo que al élder Pratt le complacería saber que después de más de 160 años, la Iglesia aquí sigue siendo fuerte”, dice. Y sigue creciendo.
Johan Bonno es un converso reciente que nació en las Islas Marquesas, la parte más septentrional de la Polinesia Francesa. Aunque había tenido una vida difícil, cobró interés en el Evangelio restaurado gracias a una maestra de escuela que se trasladó a las Marquesas desde Tubuai. “Maimiti me habló de la Iglesia verdadera”, explica. “Ella me enseñó sobre el Libro de Mormón y poco a poco comencé a desprenderme de las cosas malas de mi vida. Me invitó a ir a la Iglesia y paulatinamente llegaron las cosas buenas”.
Ellos se casaron y se trasladaron a Tubuai. “Mi suegro me invitó a una recepción misional para el público, donde tuve un sentimiento poderoso y consolador”, explica Johan. “Me infundió el deseo de conocer la verdad. Oré sinceramente sobre José Smith y llegué a entender que el Señor restauró Su Iglesia por medio de él”. Johan fue bautizado y confirmado poco después.
Hoy día, Johan y Maimiti se preparan para sellarse en el Templo de Papeete, Tahití. “Tener la luz del templo en nuestra vida será como cambiar una bombilla de 15 vatios por la luz más brillante del sol”, dice. Para Johan, aprender sobre el Evangelio restaurado le requirió edificar una capa de fe; y lo mismo ocurrió al casarse, mudarse a Tubuai y unirse a la Iglesia. Ahora, el ir al templo añadirá otra capa a una perla que sigue creciendo.
Raiatea: Refugio de paz
Cuando Spencer Moroni Teuiau, de 23 años, recibió su llamamiento misional, no podía dejar de sonreír. Después de cuatro años de demoras para terminar los requisitos dentales, este joven de la isla de Raiatea recibió su llamamiento el día de su cumpleaños. Recuerda haber leído frases de la carta en voz alta: “mensajero del Evangelio restaurado”, “un defensor y un mensajero de la verdad”, “persona digna de representar al Señor”, y haber pensado: “¡Vaya! Con todas mis debilidades voy a tener que confiar en el Señor”.
Pero eso es algo a lo que él está acostumbrado. Moroni se crió en la Iglesia; es el tercero de seis hijos que sirve en una misión de tiempo completo, y recuerda “que soñaba con servir en una misión desde que era pequeño”. Recuerda haber memorizado las Escrituras misionales durante los cuatro años que asistió a seminario y haber escuchado a los ex misioneros hablar de sus misiones. Pero también recuerda los exámenes dentales, los ajustes y los años que llevó un aparato en los dientes. “Hubo momentos en los que casi me di por vencido”, dice. Sin embargo, con el ánimo de su familia y con su propia perseverancia, conservó viva la esperanza. Hoy día sirve fielmente en la Misión Tahití Papeete .
Para Moroni y para otros jóvenes Santos de los Últimos Días como él, la Iglesia en Raiatea es un refugio de fortaleza. Garry Mou Tham, de 16 años, es la tercera generación de Santos de los Últimos Días del Barrio Avera, y dice: “Aquí somos diferentes de la demás gente del mundo. Tenemos una buena relación con los amigos y los padres. Tenemos las enseñanzas de los profetas, las que nos recuerdan que debemos permanecer unidos a nuestra familia, leer las Escrituras juntos y efectuar la noche de hogar. Sabemos que la Iglesia va a progresar y optamos por formar parte de la gran obra del Señor”.
Su amigo, Fari Le Bronnec, de 14 años, está de acuerdo. Él menciona dos cosas que lo mantienen protegido del mundo: seminario y la oración. “Seminario te da un incentivo espiritual todas las mañanas”, dice, “y la oración puede darte ese impulso cada vez que oras con fe”. El Programa de Seminarios e Institutos está bien establecido en la Polinesia Francesa, con un total de 740 alumnos de seminario y 524 de instituto en el curso 2004–2005.
Otra fuente de fortaleza la constituye el ejemplo que los miembros dan a las personas que tienen interés en el Evangelio. Ese ejemplo ayudó a Adrien y a Greta Teihotaata y a sus hijos a unirse a la Iglesia. Aunque llevaban varios años sin religión en su vida, “decidimos que queríamos un cambio”, dice la hermana Teihotaata, “y le pedimos al Señor que nos guiara”. A los pocos días, unos vecinos los invitaron a una recepción al público en el Barrio Uturoa. “Decidimos regresar el domingo”, recuerda el hermano Teihotaata, “y nos impresionó que todos tuvieran algo que hacer: enseñar, ir a las clases, cuidar de los niños. Parecían amarse de verdad los unos a los otros”.
Era un domingo de ayuno y “al comenzar la reunión de testimonios, experimentamos una sensación de paz que nunca habíamos sentido: el Espíritu Santo, y nos dijimos: ‘Esto es lo que necesitamos’ ”, dice la hermana Teihotaata. La familia se reunió con los misioneros y siguieron aprendiendo. Aunque su hijo mayor decidió no unirse a la Iglesia, los hermanos Teihotaata y sus otros cinco hijos fueron bautizados y confirmados en 1998. Desde entonces, guardar los mandamientos, estudiar las Escrituras e ir al templo “ha fortalecido nuestro testimonio, al igual que lo ha hecho el ejemplo de los miembros que nos han enseñado y ayudado”, dice la hermana Teihotaata.
El día de hoy hay otro miembro en el centro de estaca, un miembro que se bautizó en 1956. “En aquel entonces la Iglesia no era muy conocida en Raiatea”, dice Harriet Brodien Terooatea. “No había muchos miembros y las reuniones se llevaban a cabo en una casita que tenía un cuarto para la capilla y otro para los misioneros. Pero la Iglesia ha ido creciendo poco a poco”. Al igual que una perla.
Tahití: Centro de fortaleza
Una manera de apreciar el progreso que la Iglesia ha tenido en la Polinesia Francesa es hablar con el consejo de asuntos públicos de Papeete, Tahití. En una reunión reciente, rememoraron diversos acontecimientos significativos:
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La Iglesia celebró su 160 aniversario en la Polinesia Francesa en octubre de 2004. Entre las diversas actividades se incluyeron: 1) exposiciones públicas sobre la Iglesia; 2) un programa especial en el estadio con bailes, canciones, coros y presentaciones multimedia; 3) un día deportivo con competencias tradicionales como el transporte de bananas (plátanos) en una vara de bambú; y 4) una charla fogonera con discursos de líderes de la Iglesia y del gobierno, así como un coro de 500 voces. Muchas actividades contaron con cobertura de la prensa y la televisión nacional.
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Representantes de la Iglesia han realizado varias visitas de cortesía a líderes gubernamentales y en la actualidad hay varios Santos de los Últimos Días que sirven en la asamblea nacional. El gobierno ha transmitido su gratitud por los beneficios que resultan por motivo de la Iglesia, concretamente el papel de enseñar valores familiares.
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Un coro SUD de 400 voces actuó ante 30.000 espectadores durante la visita que el presidente francés Jacques Chirac realizó a la Polinesia Francesa en julio de 2003. El acontecimiento no sólo se transmitió por televisión en ese país sino también en Francia. Muchas personas derramaron lágrimas cuando el coro interpretó “Yo sé que vive mi Señor” (Himnos, Nº 73) y “Para siempre Dios esté con Vos” (Himnos, Nº 89).
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El Templo de Papeete, Tahití celebró su vigésimo aniversario en octubre de 2003. Para conmemorarlo, los miembros de la Estaca Paea, Tahití, efectuaron la obra en el templo desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche para que todos los miembros investidos tuvieran la oportunidad de realizar por lo menos una ordenanza.
“Aquí la Iglesia ya ha alcanzado la mayoría de edad”, dice Marama Tarati, director nacional de asuntos públicos de la Iglesia. “En toda la Polinesia Francesa se nos reconoce como una fuerza positiva”. La Iglesia cuenta en Tahití con centros de reuniones muy hermosos, congregaciones repletas de santos fieles y —la más brillante de todas las joyas— un templo, edificación bien conocida en la capital.
La luz del templo ha llegado a la vida de muchas personas. “Antes de ser miembro de la Iglesia, no sabía qué iba a suceder después de la muerte”, explica Marguerite Teriinohopua. Su familia conoció la Iglesia porque otra familia oró para encontrarlos. Ernest Montrose, hoy día primer consejero de la presidencia de la Estaca Faaa, Tahití, era en aquel entonces obispo del Barrio Heiri. Cuando los misioneros instaron a los miembros a orar para encontrar investigadores, “pensé que mi familia debía dar el ejemplo”. Recibió inspiración y el obispo Montrose invitó a un colega del trabajo, Danielson Teriinohopua, a llevar a su familia a una noche de hogar con los misioneros.
“En aquella época nosotros estábamos orando para ser guiados a la verdad”, recuerda Danielson, que ahora es miembro del sumo consejo. “Al final de la noche de hogar, les dijimos que deseábamos saber más, pero inmediatamente”. El obispo Montrose programó otra reunión para la noche siguiente y otra al día siguiente y así sucesivamente. Al cabo de unas semanas, la familia Teriinohopuas fue bautizada y confirmada y un año más tarde se sellaron en el templo. “Hoy tengo respuestas a mis preguntas”, dice Marguerite. “En el templo siento gran gozo y paz”.
Chanterel Hauata, del Barrio Heiri, conoce también la dicha que proporciona el ir al templo. Aunque un tumor cerebral benigno le produjo ceguera hace seis años, en el templo ve con claridad. “Es un lugar de claridad”, explica. “En el templo aprendemos sobre la eternidad; nos eleva más allá de esta vida terrenal”.
La familia de Pepe Mariteragi también ha sentido las bendiciones del templo. Cuando se reunieron en la casa de la familia en Paea, en octubre de 2003, hablaron de Tepahu, la esposa de Pepe y la madre y abuela de ellos. “Ella falleció hace siete meses”, explicaba Lucien, uno de sus hijos, “pero nuestros corazones aún se vuelven hacia ella”.
“Es gracias al Evangelio que podemos sobrellevar este tipo de cosas”, dice Jean-Marie, otro de sus hijos. “Las bendiciones del templo nos brindan el entendimiento de que podemos ser una familia eterna”.
La propagación del Evangelio a través de las generaciones es otro indicador de la madurez y de la fortaleza de la Iglesia. El obispo Moroni Álvarez, del Barrio Tavararo, y su esposa, Juanita, hablan de un legado que llega hasta su abuelo. Nos muestran los certificados de graduación de seminario y de instituto de sus seis hijos, y las fotos de todos ellos durante sus misiones de tiempo completo. Hablan de sus hijos, que se sellaron en el templo, y de sus nietos que se están criando en la Iglesia. “Hablamos, estudiamos y oramos juntos y luego compartimos nuestros testimonios”, explica el obispo Álvarez. “Y ahora ellos hacen lo mismo con sus hijos”.
Si conversan con Jared Peltzer, de 21 años, miembro del Barrio Matatia, Estaca Paea, Tahití, mientras se prepara para servir en una misión en Filipinas, conocerán a su hermano mayor Lorenzo, de 30 años, que sirvió en la Polinesia Francesa hace algunos años, y a dos hermanos menores, Narii, de 18 años y Hyrum, de 14 años, que piensan servir como misioneros de tiempo completo. “Hasta ahora no hemos tenido una tradición misional en nuestra familia”, dice Jared. “Pero cuando Lorenzo se fue a la misión, yo tuve también el deseo de ir, y ahora estamos animando a nuestros hermanos menores”. Capa por capa, la perla sigue creciendo.
Takaroa: Hogar del legado
Si viven en Takaroa ya saben en cuanto a las perlas. Muchos de los habitantes de la isla se ganan la vida criando perlas. Unos crían la ostra donde crece la perla, mientras que otros limpian las conchas, atan las ostras a unas cuerdas, introducen el cultivo de la perla, cuelgan las ostras en el agua, cosechan las perlas o hacen joyas y objetos para los turistas.
“Tomamos las cosas que nos ha dado nuestro Padre Celestial y extraemos la belleza que hay en ellas”, explica Tahia Brown, que trabaja en una de las docenas de granjas de perlas que hay por la isla. Tanto a ella como a Marie Teihoarii, ambas ex presidentas de la Sociedad de Socorro de rama, les encanta mostrar los collares, las decoraciones de mesa y otras manualidades realizadas por Santos de los Últimos Días. “Aprendí de mi madre a hacer estas cosas”, explica la hermana Brown. “La mayoría de las hermanas de aquí hacen éstas y otras manualidades que requieren ciertos conocimientos. Trabajamos para nuestra manutención y también para emplear bien el tiempo, pero además lo hacemos para crear cosas bellas”.
Las perlas y las conchas no son los únicos objetos bellos que se crean en este lugar. Las hermanas como Tera Temahaga entretejen las tiras de las ramas de las plantas en hermosos abanicos, sombreros y cestos, mientras que otras hermanas como Tipapa Mahotu emplean hilo y tela para coser acolchados y almohadas de brillantes colores. Según la tradición, se dice que el arte de confeccionar acolchados lo enseñó por primera vez en la isla la esposa de Addison Pratt, Louisa, en 1850.
Otra muestra de la destreza de los habitantes de Takaroa es el edificio más alto de la isla: una hermosa capilla blanca cuya construcción comenzó en 1891. La construcción es notable por el legado extraordinario que representa. Las circunstancias políticas de la Polinesia Francesa y de los Estados Unidos obligaron a los misioneros a salir de las islas en 1852, y no volvieron hasta 1892. Pero cuando volvieron, encontraron en Takaroa una congregación de 100 personas que habían permanecido fieles y que se hallaban ocupados en la construcción de una gran capilla donde todos podían adorar juntos. En menos de un mes, los misioneros bautizaron y confirmaron a 33 nuevos miembros y la congregación empezó a crecer de nuevo.
“Hoy la capilla preside el pueblo, así como la Iglesia preside nuestra vida”, dice la hermana Mahotu, de 82 años, cuyas raíces dentro de la Iglesia se remontan a sus bisabuelos. “La capilla”, dice, “nos recuerda el legado que nuestros antepasados nos han dejado; nos recuerda que podemos ser fieles como ellos lo fueron”.
En el Centro de Historia Familiar, que se construyó como una extensión de la capilla, la directora, Suzanne Pimati, se esfuerza por honrar a esos antepasados. Organiza con regularidad charlas fogoneras y pasa muchas horas en el teléfono animando a todos los de la isla a asistir. “Anhelo que todos busquen a sus antepasados”, dice. El espíritu de Elías es fuerte en Takaroa, y con la ayuda de una computadora para dar ímpetu a la labor, la hermana Pimati tiene planes de que se envíen muchos nombres al templo.
“Hubo una época en la que el 90 por ciento de la población de Takaroa eran miembros de la Iglesia”, explica Thierry Teihoarii, presidente del Distrito Tuamotu, Takaroa. En la década de 1950, la población comenzó a declinar, pero una década más tarde, la industria de la perla cultivada hizo que muchos regresaran. Hoy día hay dos ramas en Takaroa, con un total de 380 miembros de entre los 1.000 residentes de la isla. Hay, además, cuatro ramas con cerca de 450 miembros en otras islas vecinas.
“Nuestro mayor desafío siguen siendo los que se van de las islas”, explica el presidente Teihoarii, “particularmente los jóvenes”. Aunque muchos jóvenes se van para estudiar en internados, para los que se quedan, seminario e instituto se convierte en su fuente principal de educación. “Seminario les ayuda a no olvidar el Evangelio”, dice el presidente Teihoarii.
Lo mismo sucede con la asistencia al templo. “Cada año hacemos viajes para efectuar ordenanzas en el templo y los jóvenes llevan a cabo bautismos por los muertos”, dice el presidente Teihoarii. “Anima mucho a los jóvenes. No se trata únicamente de lograr ahorrar el dinero del viaje, sino que saben que para ir al templo, deben ser dignos, y eso les ayuda a mantenerse fuertes”.
Aunque su llamamiento a veces lo obliga a visitar otras islas, el presidente Teihoarii dice que su familia ha sido enormemente bendecida. “Lo primero que hago al volver a casa es compartir la fe y el testimonio de los miembros con Marie y con mis dos hijas. Son momentos edificantes para mi familia y sentimos de verdad que el Espíritu está con nosotros”. Su esposa es de la misma opinión. “Hay mucho que aprender en la Iglesia”, dice, “y también muchas bendiciones. Hay una dulce obra que realizar y, al llevarla a cabo, la Iglesia prosperará”.
Cae la noche en Takaroa; el sol desciende mientras las sombras se alargan alrededor de la blanca capilla donde se congregan los santos: los jóvenes para asistir a seminario, la hermana Pimati para efectuar la obra de historia familiar, el presidente Teihoarii para reunirse con dos presidentes de rama. Es el crepúsculo, un momento de tenue luz, como la luz que brilla desde una perla.