La felicidad es su legado
Nuestro derecho inalienable, y el propósito de nuestro gran trayecto en esta tierra, es buscar y sentir felicidad eterna.
Mis queridas hermanas: Agradezco ésta, la primera oportunidad que tengo de hablar a las mujeres de la Iglesia congregadas en todas partes del mundo. En especial, es un honor contar hoy día con la presencia del presidente Monson y del presidente Eyring. El coro nos ha llegado al corazón y nos han inspirado los mensajes de la hermana Thompson, de la hermana Allred y de la hermana Beck.
Desde que supe que estaría con ustedes hoy, he pensado en las muchas mujeres que han moldeado mi vida: mi maravillosa esposa Harriet, mi madre, mi suegra, mi hermana, mi hija, mi nuera y muchas amigas. Toda la vida me han rodeado mujeres que me inspiraron, enseñaron y alentaron. Soy quien soy hoy día en gran parte a causa de estas mujeres excepcionales. Cada vez que me reúno con las mujeres de la Iglesia, siento que estoy en la presencia de almas igualmente admirables. Estoy agradecido por estar aquí, por sus talentos, su compasión y servicio; más que nada, estoy agradecido por quienes son ustedes: preciadas hijas de nuestro Padre Celestial y de inmensa valía.
Estoy seguro de que para ustedes no es novedad, pero las diferencias que existen entre los hombres y las mujeres a menudo son muy notables, tanto en el aspecto físico y mental así como en el emocional. Uno de los mejores ejemplos que acuden a mi mente para ilustrar esto es la forma en que mi esposa y yo preparamos una comida.
Cuando Harriet prepara una comida, es una obra de arte. Su cocina es tan variada como el mundo, y con frecuencia prepara platos de países que hemos visitado. La presentación de la comida es majestuosa; de hecho, muchas veces tiene una apariencia tan hermosa que parece un crimen comerla. Es un deleite tanto para la vista como para el sentido del gusto.
Pero sin fallar, no importa lo perfecto que todo esté, la presentación y el gusto, Harriet se disculpará por algo que ella cree que no está perfecto. Ella dirá: “Me parece que usé demasiado jengibre”, o “La próxima vez sería mejor usar un poco más de curry y otra hoja de laurel”.
Permítanme comparar eso con la manera en que yo cocino. Para dar este discurso, le pedí a Harriet que me dijera qué es lo que cocino mejor.
Ella respondió: huevos fritos por un solo lado.
Pero eso no es todo. Tengo un plato especial que se llama Knusperchen. El nombre suena como un manjar que encontrarían en un restaurante exclusivo; permítanme decirles cómo se prepara: Cortan el pan francés en pequeñas rodajas y las tuestan dos veces.
¡Esa es la receta!
Así que, entre los huevos fritos, aunque estén grasosos, y Knusperchen, aunque las tostadas estén quemadas, cuando cocino, me siento un héroe.
Tal vez este contraste entre mi esposa y yo sea una leve exageración, pero ilustra algo que quizás vaya más allá de la preparación de comidas.
A mí me parece que nuestras estupendas hermanas a veces subestiman sus habilidades; se centran en la deficiencia o en lo imperfecto en lugar de en lo que se ha logrado y en quiénes son en realidad.
Quizás reconozcan esa característica en alguien a quien conocen muy bien.
Lo bueno es que eso también destaca una cualidad admirable: el deseo innato de complacer al Señor lo mejor que podamos. Lamentablemente, también puede conducir a la frustración, al agotamiento y al descontento.
A todas las que están abatidas
Hoy quisiera hablarles a las personas que alguna vez se han sentido ineptas, desanimadas o abatidas; en otras palabras, a todos nosotros.
También ruego que el Espíritu Santo amplíe mis palabras y que les dé mayor significado, perspectiva e inspiración.
Sabemos que a veces es difícil mantenerse a flote. En realidad, en nuestro mundo de cambios, desafíos y listas de control, a veces parece casi imposible evitar sentirse abrumado por el sufrimiento y el dolor.
No sugiero que simplemente podamos encender un interruptor y detener los sentimientos negativos que nos afligen; no es mi intención darles una infusión de ánimo o alentar a los que se están hundiendo en un pantano a que se imaginen que están descansando en una playa. Me doy cuenta de que en la vida de todos existen verdaderas preocupaciones; sé que aquí, este día, hay personas que sufren grandes pesares; otras luchan con temores que las afligen y, para otras, la soledad es su sufrimiento secreto.
Estas cosas no son insignificantes.
Sin embargo, me gustaría hablar de dos principios que pueden ayudarles a encontrar un sendero de paz, esperanza y regocijo, aún en tiempos de pruebas y angustia. Deseo hablar de la felicidad de Dios y cómo cada uno de nosotros puede disfrutarla a pesar de las cargas que nos agobian.
La felicidad de Dios
Primero les haré una pregunta: “¿Cuál consideran que es la clase de felicidad más grande?”. Para mí, la respuesta a esa pregunta es: “la felicidad de Dios”.
Eso nos conduce a otra pregunta: “¿Qué es la felicidad de nuestro Padre Celestial?”.
Eso tal vez sea imposible de responder, ya que Sus caminos no son nuestros caminos. “Como son más altos los cielos que la tierra, así son [los caminos de Dios] más altos que [nuestros] caminos, y [Sus] pensamientos más que [nuestros] pensamientos”1.
Aunque “no [sabemos] el significado de todas las cosas”, sabemos que Dios “ama a Sus hijos”2, porque ha dicho: “Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre”3.
Nuestro Padre Celestial puede lograr esas dos grandes metas: la inmortalidad y la vida eterna del hombre, porque Él es un Dios que crea y que tiene compasión. Crear y tener compasión son dos objetivos que contribuyen a la felicidad perfecta de nuestro Padre Celestial. Crear y tener compasión son dos actividades que nosotros, como hijos Suyos, podemos y debemos emular.
La obra de crear
El deseo de crear es uno de los anhelos más profundos del alma humana. No importa cuáles sean nuestros talentos, formación, orígenes o aptitudes, todos tenemos un deseo inherente de crear algo que no existía.
Toda persona puede crear algo. No se necesita dinero, posición social ni influencia para crear algo que tenga valor o belleza.
Crear algo trae profunda satisfacción y realización. Nos mejoramos a nosotros mismos y a los demás cuando tomamos “materia desorganizada” en nuestras manos y moldeamos algo hermoso, y no me refiero al proceso de limpiar los cuartos de sus hijos adolescentes.
Tal vez digan: “Yo no soy creativa. Cuando canto siempre estoy medio tono arriba o debajo de la nota. No puedo trazar una línea sin una regla, y mi pan casero sólo sirve para usar de pisapapeles o de freno para la puerta”.
Si es así como se sienten, reconsidérenlo y recuerden que son hijas espirituales del Ser más creativo del universo. ¿No es extraordinario pensar que nuestros propios espíritus fueron creados por un Dios infinitamente creativo y eternamente compasivo? Piensen en esto: el cuerpo espiritual de ustedes es una obra de arte, creada con belleza, funcionalidad y capacidad que va más allá de la imaginación.
Pero, ¿con qué fin fuimos creados? Se nos creó con el propósito y el potencial específicos de sentir una plenitud de gozo4. Nuestro derecho inalienable, y el propósito de nuestro gran trayecto en esta tierra, es buscar y sentir felicidad eterna. Una de las formas en que lo logramos es al crear algo.
Si son madres, ustedes participan con Dios en Su obra de crear, no sólo al proporcionar cuerpos físicos para sus hijos, sino también al instruirlos y nutrirlos. Si aún no son madres, los talentos creativos que desarrollen las prepararán para cuando lleguen a serlo, en esta vida o la venidera.
Tal vez piensen que no tienen talentos, pero esa es una suposición falsa, ya que todos tenemos dones y talentos, cada uno de nosotros5. Los límites de la creatividad van más allá de los bordes de un lienzo o de una hoja de papel, y no requieren un pincel, ni un lápiz ni las teclas de un piano. Crear significa dar vida a algo que no existía antes: jardines coloridos, casas armoniosas, recuerdos familiares, risas contagiosas.
Lo que creen no tiene que ser perfecto. ¿Qué importa si los huevos están grasosos o si las tostadas se queman? No permitan que el temor al fracaso las desanime. No dejen que las voces de los críticos las paralicen, ya sea que la voz venga de afuera o de su interior.
Si aún se sienten incapaces de crear algo, comiencen con algo simple. Vean cuántas sonrisas pueden suscitar, escriban una carta de agradecimiento, aprendan una nueva destreza, escojan un lugar y embellézcanlo.
Hace casi un siglo y medio, el presidente Brigham Young les habló a los santos acerca de su época: Él dijo: “Los santos tienen una gran obra que realizar. Avancen y mejoren, y embellezcan todo lo que los rodea; cultiven la tierra y su mente; construyan ciudades, adornen sus moradas, planten jardines, huertos y viñedos, y hagan que la tierra sea tan agradable que cuando miren sus obras lo hagan con placer, y que los ángeles se deleiten en venir a visitar sus hermosos lugares. Mientras tanto, procuren continuamente engrandecer su mente con la virtuosa influencia del Espíritu de Cristo”6.
Cuanto más confíen en el Espíritu y dependan de él, mayor será su capacidad para crear. Ésa es su oportunidad en esta vida y su destino en la vida venidera. Hermanas, confíen en el Espíritu y dependan de él. Si aprovechan las oportunidades comunes de la vida diaria y crean algo bello y útil, mejorarán no sólo el mundo que las rodea, sino también su mundo interior.
Tener compasión
El tener compasión es otra gran obra de nuestro Padre Celestial y una característica fundamental de quienes somos como pueblo. Se nos manda “[socorrer] a los débiles, [levantar] las manos caídas y [fortalecer] las rodillas debilitadas”7. Los discípulos de Cristo en todas las edades del mundo se han distinguido por su compasión. Aquellos que siguen al Salvador, “[lloran] con los que lloran; sí, y [consuelan] a los que necesitan de consuelo”8.
Al extender una mano para bendecir la vida de los demás, nuestra vida también es bendecida. El servicio y el sacrificio abren las ventanas de los cielos, permitiendo que bendiciones especiales desciendan sobre nosotros. Ciertamente nuestro amado Padre Celestial está complacido con los que se ocupan del más pequeño de Sus hijos.
Al levantar a los demás, nosotros también nos elevamos. El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “…cuanto más sirvamos a nuestros semejantes en la forma adecuada, más se ennoblecerá nuestra alma”9.
El presidente Gordon B. Hinckley creía en el poder sanador del servicio. Después de la muerte de su esposa, él fue un gran ejemplo para la Iglesia en el modo en que se consagró a la obra y a servir a los demás. Se dice que el presidente Hinckley le dijo a una mujer que acababa de perder a su esposo: “El trabajo curará su pena. Preste servicio a los demás”.
Esas son palabras profundas. Al perdernos en el servicio a los demás, descubrimos nuestra propia vida y felicidad.
El presidente Lorenzo Snow expresó una idea similar: “Cuando se sientan algo apesadumbrados, miren a su alrededor y busquen a alguien que se halle en una situación peor que la de ustedes; vayan a esa persona y averigüen qué problema le aqueja, y entonces, traten de ayudarle ejercitando la sabiduría con la que el Señor los ha investido; y antes de que se den cuenta de ello, su pesadumbre habrá desaparecido, se sentirán elevados espiritualmente y el Espíritu del Señor estará sobre ustedes, y hará que todo parezca iluminado”10.
En el mundo actual de la psicología popular, la televisión burda y los manuales de autoayuda sobre cómo sentirse bien, este consejo puede parecer sin sentido común. Se nos dice que la respuesta a nuestros males es centrarnos en nosotros, consentirnos, gastar primero y pagar después, y satisfacer nuestros deseos aun a expensas de quienes nos rodean. Aunque a veces sea prudente considerar primero nuestras necesidades, a la larga, eso no conduce a una felicidad duradera.
Un instrumento en las manos del Señor
Creo que las mujeres de la Iglesia, sin tener en cuenta la edad o condición familiar, son las que más comprenden y ponen en práctica las palabras de James Barrie, el autor de Peter Pan: “Quienes llevan luz a la vida de los demás no pueden evitar que esa luz también brille sobre ellos”11. Con frecuencia he sido testigo de callados actos de bondad y compasión realizados por mujeres nobles que prestan ayuda desinteresada. Mi corazón se conmueve al oír relatos de hermanas de la Iglesia que se apresuran a socorrer a los necesitados.
Hay quienes, en la Iglesia, tanto hombres como mujeres, se preguntan cómo pueden contribuir al reino. A veces, mujeres solteras, divorciadas o viudas dudan que haya un lugar para ellas. Toda hermana de la Iglesia es de importancia vital, no sólo para nuestro Padre Celestial, sino también para la edificación del Reino de Dios. Hay mucho trabajo que hacer.
En la reunión como ésta que se efectuó hace un año, el presidente Monson enseñó que ustedes “se encuentran rodeadas de oportunidades para prestar servicio… Muchas veces, todo lo que se requiere son pequeños actos de servicio para elevar y bendecir a los demás”12. Miren a su alrededor. Allí, en la reunión sacramental, hay una madre joven con varios hijos: ofrézcanse a sentarse con ella y ayudarla. Allí en su vecindario hay un jovencito que parece estar desanimado: díganle que disfrutan de estar en su presencia, que pueden sentir su bondad. Las palabras sinceras de aliento sólo requieren un corazón amoroso e interesado, pero puede que tengan una influencia eterna en la vida de quienes les rodean.
Ustedes, maravillosas hermanas, brindan servicio caritativo a los demás por motivos que reemplazan al deseo de beneficiarse personalmente. En eso, se asemejan al Salvador, quien, aunque era rey, no buscaba posición social ni se preocupaba si los demás lo tenían en cuenta. No se molestaba en competir con otras personas; Sus pensamientos siempre estaban dirigidos a ayudar a los demás. Enseñó, sanó, habló y escuchó a los demás. Sabía que la grandeza no tenía nada que ver con las indicaciones externas de prosperidad ni la posición social. Enseñó y vivió según esta doctrina: “El que es mayor de vosotros, sea vuestro siervo”13.
Al final, el número de oraciones que hacemos contribuirán a nuestra felicidad, pero el número de oraciones que contestemos será aún de mayor importancia. Abramos los ojos y veamos los corazones abrumados, notemos la soledad y la desesperación; percibamos las silenciosas oraciones de las personas que nos rodean y seamos instrumentos en las manos del Señor para dar respuesta a esas oraciones.
Conclusión
Mis queridas hermanas, mi fe es simple. Creo que a medida que sean fieles y diligentes en obedecer los mandamientos de Dios, se acerquen a Él con fe, esperanza y caridad, las cosas obrarán juntamente para su bien14. Creo que al entregarse a la obra de nuestro Padre —al crear belleza y al tener compasión por los demás— Dios las estrechará entre los brazos de Su amor15. El desánimo, la ineptitud, el abatimiento darán paso a una vida llena de significado, gracia y satisfacción.
En calidad de hijas espirituales de nuestro Padre Celestial, la felicidad es su legado.
Ustedes son hijas escogidas de nuestro Padre Celestial y, por medio de las cosas que crean y mediante su servicio caritativo, son un gran poder para bien. Harán del mundo un lugar mejor. Tengan ánimo, caminen con la cabeza en alto. Dios las ama; nosotros las amamos y las admiramos.
De esto testifico, y les dejo mi bendición como Apóstol del Señor, en el nombre de Jesucristo. Amén.