Una canción preferida de Navidad
La autora vive en Washington, EE. UU.
No aprecié su canción hasta que me di cuenta a quién le estaba cantando.
Recuerdo que era una fiesta típica de Navidad de un barrio: mesas cubiertas con manteles de papel color verde y rojo, la cena servida en platos de cartón, niños corriendo por todos lados y el alegre sonido de los miembros del barrio conversando. De alguna manera, alguien había logrado silenciar al grupo para bendecir los alimentos y luego todos se pusieron a comer. El programa estaba a punto de empezar.
Ése no era mi barrio; había ido con una amiga a la fiesta del suyo, así que no conocía a mucha gente. Queríamos irnos temprano, pero su mamá nos convenció de que nos quedáramos para el programa.
El primer número del programa estuvo a cargo de los niños de la Primaria, quienes subieron al escenario con coronas de papel brillante color oro en la cabeza. Cantaron la canción y luego bajaron del escenario a empujones, riéndose y dejando una estela de papel brillante a su paso.
A continuación, dos pianistas tocaron canciones de júbilo. El primer pianista tocó: “Venid, adoremos” (Himnos, Nº 124) sin equivocarse ni una nota. El otro, un niño, se sentó al piano y tristemente miró de reojo a su madre, quien comenzó a marcar el ritmo. El niño suspiró, miró el piano y comenzó a tocar su versión de “Up on the Housetop” [Sobre el tejado] lo mejor que pudo.
El siguiente número del programa era una de mis canciones preferidas: “C-h-r-i-s-t-m-a-s” [N-a-v-i-d-a-d].
Levanté la vista y vi a una hermana de hombros caídos, con una mano apretada contra su cuerpo, que caminaba con dificultad hacia el piano. De pie, con un lado de la cadera más bajo que el otro, esbozó una sonrisa torcida antes de comenzar. Debo admitir que, equivocadamente, pensé que la canción sería un desastre.
“Cuando era jovencita, la Navidad significaba una cosa”, cantó. La canción hablaba de cómo un niño aprende a deletrear Navidad y descubre de lo que realmente se trata la festividad.
La hermana tenía la boca torcida y tenía dificultad para pronunciar las palabras.
Con cautela, miré alrededor del salón y observé las caras de los miembros del barrio. Nadie parecía estar abochornado; es más, sonreían y escuchaban con satisfacción.
Siguió cantando y dirigió la mirada hacia arriba, manteniendo la vista fija en un punto del techo. Después de unos momentos, yo también miré hacia arriba, pero sólo vi las tejas del cielo raso. Al volver la mirada hacia ella, vi que se asomaban lágrimas a sus ojos.
Cuando terminó, los aplausos retumbaron en el salón. Ella se sonrojó, y al caminar de vuelta a su asiento, los miembros del barrio extendieron la mano para tocarle el brazo o el hombro y le expresaron agradecimiento genuino. Una hermana que estaba sentada cerca de mí le dijo que lo había hecho muy bien, a lo cual ella contestó tímidamente: “Gracias, espero que a Él le haya gustado”.
¿Él? ¿A quién le había estado cantando? Incluso mientras hacía la pregunta, yo sabía cuál era la respuesta. Me di cuenta de que no había cantado para nadie en el salón; no había actuado buscando la aprobación de la audiencia. Le había cantado al Salvador para alabarlo.
Han pasado muchas Navidades desde aquella fiesta en ese barrio y he escuchado la canción “N-a-v-i-d-a-d” interpretada por muchas buenas voces; pero la versión que escuché esa Navidad, de alguien cuya actuación fue fuera de lo común, pero con verdadero sentimiento, es la que mejor recuerdo.