Un profeta para nuestro tiempo
Me siento profundamente honrado y agradecido por el privilegio de rendir tributo al presidente Thomas S. Monson, un profeta de Dios, y mi atesorado amigo.
En este tierno momento, calan hondo los sentimientos y pensamientos, y las palabras resultan insuficientes para expresar mi amor, gratitud y tristeza.
Harriet y yo expresamos nuestro más sincero pésame, condolencias y gratitud a la familia, a todos los que lo aman y a las muchas personas que lo atendieron con tanto esmero. Extendemos especial gratitud a Ann Monson Dibb, hija del presidente Monson. Tras la muerte de Frances, la amada esposa del presidente Monson, el servicio dedicado de Ann, apoyado por sus hermanos y familiares, fue una gran bendición para el presidente Monson en el invierno de su vida.
¡Cuánto lo echo de menos! Lo consideré un amigo mucho antes de conocerlo. Creo que todos los que lo conocieron, lo escucharon o lo vieron, aunque fuese desde la distancia, se consideraban sus amigos.
Cuando la hermana Uchtdorf y yo viajábamos por el mundo, la gente transmitía su amor, gratitud y oraciones por su amado profeta. Esos cordiales saludos provenían de jóvenes, de ancianos y de personas de todas las edades.
Thomas S. Monson fue un hombre extraordinario, verdaderamente un gigante espiritual. Poseía gran conocimiento, fe, amor, visión, testimonio, valor y compasión, y lideraba y servía, no desde un pedestal, sino siempre frente a frente. Tenía un lugar especial en el corazón por los pobres y los necesitados. Extrañaremos su voz, su firmeza, su confianza en el Señor, su sonrisa, su sentido del humor, su entusiasmo, su optimismo y sus historias, que considero son parábolas de un profeta de Dios de estos últimos días.
Han pasado ya 24 años desde que el presidente Monson nos invitó a Harriet y a mí a su oficina y me llamó a servir como Autoridad General de la Iglesia. Harriet y yo nos esforzamos por hacer frente a la importancia del momento y al impacto trascendental que eso tendría en nuestras vidas.
Sin embargo, la calidez del presidente Monson, así como su interés personal, ánimo, entusiasmo por la obra y dignidad profética nos infundieron tranquilidad y paz. Sentimos que nos encontrábamos en presencia de alguien que conocía al Salvador, que era Su siervo, a quien nuestro Padre Celestial conocía.
El presidente Monson bendijo en especial a Alemania y a su gente. Su fe firme sirvió para fortalecer la nuestra durante los años de la Guerra Fría. No solo llevó maletas llenas de ropa y otras cosas para los miembros de Alemania Oriental, sino que la potente oración apostólica que pronunció en 1975 prometió bendiciones espirituales inimaginables. El presidente Monson regresó con quien entonces era el élder Russell M. Nelson, y dio seguimiento a esas promesas divinas. Todas se cumplieron, paso por paso. Un profeta de Dios había hablado, y Dios honró la fe y la labor de Su siervo fiel.
Cuando Harriet y yo acompañamos al presidente Monson a una conferencia en Hamburgo, preguntó por Michael Panitsch, un expresidente de estaca y patriarca, uno de los fieles pioneros de la Iglesia en Alemania. El hermano Panitsch estaba gravemente enfermo, postrado en cama y no podía asistir a nuestras reuniones. No obstante, el presidente Monson deseaba visitarlo.
Poco antes, el presidente Monson se había operado de un pie y casi no podía caminar sin dolor. El hermano Panitsch vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensores, y tendríamos que subir muchos escalones. Sin embargo, el presidente Monson insistió, de modo que fuimos.
Le fue muy difícil subir, pero con alegría siguió adelante. Llegamos al lecho del hermano postrado en cama, y el presidente Monson ofreció una hermosa bendición del sacerdocio, le dio las gracias por su vida de servicio fiel y lo alegró con una sonrisa.
Siempre que pienso en esa experiencia, recuerdo lo que el apóstol Pedro dijo de Jesús, su amigo y maestro: “[Él] anduvo haciendo bienes”1.
Lo mismo se puede decir del hombre que amamos, respetamos y sostuvimos como profeta de Dios, nuestro amigo y amigo de Dios, Thomas Spencer Monson.
El servir como uno de los consejeros del presidente Monson en la Primera Presidencia de la Iglesia ha sido una experiencia de lo más satisfactoria y gratificante espiritualmente. Ha abarcado felicidad y dolor, risa y pesar, conversaciones profundas, y muchos momentos proféticos inspirados.
Hace poco, cuando el presidente Eyring y yo nos disponíamos a salir después de una visita en casa del profeta, el presidente Monson nos detuvo y dijo: “Amo al Salvador Jesucristo, y sé que Él me ama”. ¡Qué testimonio más dulce y poderoso del profeta de Dios!
El presidente Monson fue en verdad un profeta para nuestros días. Fue un hombre para todas las épocas. Todo lo que conocemos y amamos del presidente Thomas S. Monson seguirá adelante. Su espíritu se ha ido a casa, a Dios, nuestro Padre Celestial, que le dio la vida. Dondequiera que vaya en este hermoso mundo, siempre me acompañará una parte de este atesorado amigo.
Brindo una afectuosa despedida a nuestro amado profeta: Gracias, presidente Thomas S. Monson. Para siempre Dios esté con vos. En el sagrado nombre de Jesucristo, nuestro Salvador y nuestro Redentor. Amén.