2018
Somos mejores debido a él
EN MEMORIA DE Presidente Thomas S. Monson


Somos mejores debido a él

Querida familia, hermanos, hermanas y amigos, qué honor hablar en el funeral de mi líder, mentor y querido amigo, el presidente Thomas S. Monson.

Me siento conmovido por este hombre a quien he conocido y amado por más de 50 años. En nombre de todas las Autoridades Generales y los Oficiales Generales, proclamamos nuestro amor y gratitud por el presidente Monson. A su familia —Thomas, Ann y Clark, junto con sus cónyuges, hijos y nietos— también expresamos nuestro más profundo amor y pésame. Agradecemos enormemente los mensajes sinceros de Ann M. Dibb, el presidente Dieter F. Uchtdorf y el presidente Henry B. Eyring, y lo que el Coro del Tabernáculo Mormón cantó tan hermosamente.

El presidente Monson vivió de manera excepcional. ¡Nunca habrá alguien como él! Hubo y aún habrá muchas lágrimas derramadas por cada uno de nosotros por esta separación. ¡Realmente lo extrañaremos! Pero nuestro pesar lo alivia la expiación del Señor Jesucristo. Su copa amarga hace que nuestra pérdida sea soportable. Su Expiación hace que la Resurrección sea una realidad. Su Expiación hace posible que las familias estén juntas para siempre en el plan del Padre Celestial. Nos regocijamos en saber que el presidente Monson está de nuevo con su querida Frances y que algún día nosotros también podremos reanudar nuestra relación con ellos.

Desde el fallecimiento del presidente Monson, los recuerdos de su vida han sido muy bien preparados y presentados por los medios de comunicación. Han sido emocionantes para mí. Además, dignatarios y amigos de todo el mundo han enviado sus condolencias y expresado su profunda admiración.

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Esto se espera de un hombre que ha influido en la vida de millones de personas de todo el mundo y moldeado su destino. Todos somos mejores debido a él y la Iglesia está mejor gracias a él. Deja un legado de crecimiento. Desde su ordenación como Apóstol en 1963, los miembros de la Iglesia pasaron de 2,1 millones a casi 16 millones. El número de misioneros que actualmente está sirviendo ha crecido de 5700 a más de 70 000. Y los templos —en ese entonces solo 12— ahora son 159, y vendrán más.

Pero con todo esto, el presidente Monson constantemente se centró en la persona. Nos lo recordaba con expresiones como “Envíen una nota al amigo que han olvidado”, “Abracen a un niño”, “Digan ‘Te amo’ más seguido”, “Siempre den las gracias” y “Nunca permitan que el problema que se tenga que resolver llegue a ser más importante que la persona a la que se tenga que amar”.

El presidente Monson nunca buscó publicidad. En un mundo saturado con “selfis”, él fue modelo de desinterés. Él personificó la declaración del Salvador, quien dijo: “El que es el mayor entre vosotros será vuestro siervo”1. Dio de su propio tiempo para visitar, bendecir y amar a los demás. Incluso cuando comenzó a debilitarse, continuó ministrando, haciendo visitas frecuentes a hospitales y geriátricos.

A través de los años, compartí muchas experiencias queridas con el presidente Monson. Permítanme relatar solo una que muestra cómo él usó la persuasión, la longanimidad, la benignidad, la mansedumbre y el amor sincero para lograr metas extraordinarias2.

En 1985, me dieron la responsabilidad de la Iglesia en Europa, una asignación que el presidente Monson tuvo por muchos años. Yo era su compañero menor en mucho de todo ese trabajo desafiante. Detrás de la Cortina de Hierro, el presidente Monson había trabajado por casi dos décadas para establecer confianza con los líderes del gobierno de la República Democrática Alemana.

En 1988, él y yo viajamos con una pequeña delegación de nuestros líderes locales de la Iglesia a su ciudad capital de Berlín Este. En este país que había estado cerrado para la obra misional por más de 50 años, sentimos la impresión de pedir autorización para que los misioneros sirvieran allí. También pedimos permiso para que los élderes dignos de ese país tuvieran la oportunidad de servir al Señor como misioneros en otro lado.

Esa reunión decisiva se llevó a cabo el gris y lúgubre 28 de octubre de 1988. Nos reunimos con Erich Honecker, presidente del consejo de estado de la República Democrática Alemana, y su personal. Él comenzó con un largo discurso sobre los méritos del comunismo. (Todo lo que podíamos hacer era escuchar).

Luego, bajo las luces de incontables cámaras, se invitó al presidente Monson a hablar. Con firmeza, pero amablemente, presentó su mensaje de cómo y por qué los misioneros serían buenos para ese país.

Luego de la petición del presidente Monson, todos esperaron la respuesta del presidente Honecker con suma ansiedad. Nunca olvidaré su respuesta: “Presidente Monson, ¡lo conocemos! ¡Lo hemos visto por muchos años! ¡Confiamos en usted! ¡Su pedido respecto a los misioneros está aprobado!”.

Cuando dejamos la reunión, las nubes se apartaron por un momento y el sol brilló fuertemente sobre nosotros. Parecía que el cielo nos estaba dando la señal de aprobación de lo que acababa de ocurrir.

Ahora, cuando la vida del presidente Monson ha llegado a su final, sentimos que la bendición del Señor a Su profeta Nefi se aplica de igual manera a nuestro querido y fallecido líder:

“Bienaventurado eres tú, [presidente Thomas S. Monson], por las cosas que has hecho; porque he visto que has declarado infatigablemente a este pueblo la palabra que te he dado. Y no les has tenido miedo, ni te has afanado por tu propia vida, antes bien, has procurado mi voluntad y el cumplimiento de mis mandamientos.

“Y porque has hecho esto tan infatigablemente, he aquí, te bendeciré [a ti y a tu familia] para siempre”3.

Solemnemente proclamo que el presidente Thomas S. Monson fue un profeta de Dios. Enseñó como profeta y testificó como profeta. Tuvo el valor y la bondad de un profeta. Recibió revelación como profeta y respondió como profeta. Vivió como profeta y murió como profeta, sellando con su vida su testimonio de que Dios vive, de que Jesús es el Cristo, de que Su Iglesia ha sido restaurada en la tierra y que esta obra sagrada es verdadera. Al testimonio que él compartió tantas veces desde este púlpito, humildemente agrego el mío, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.