El gozo del servicio desinteresado
Le hemos prometido a nuestro Padre Celestial que le serviremos a Él y a los demás con amor y que haremos Su voluntad en todas las cosas.
Después de la última conferencia general, muchas personas se acercaron a mí con la misma pregunta: “¿Son cómodos esos asientos?”. Mi respuesta siempre fue la misma: “Esos asientos son muy cómodos si no tienes que discursar”. Es verdad, ¿no es cierto? Mi silla no ha sido tan cómoda en esta conferencia, pero estoy realmente agradecida por la bendición y el honor de hablarles a ustedes esta noche.
A veces, cuando servimos, nos toca sentarnos en diferentes asientos. Algunos son bastante cómodos y otros no lo son, pero le hemos prometido a nuestro Padre Celestial que le serviremos a Él y a los demás con amor y que haremos Su voluntad en todas las cosas.
Hace unos años, los jóvenes de la Iglesia aprendieron que “cuando se ‘[embarcan] en el servicio de Dios’ [Doctrina y Convenios 4:2] comienzan la travesía más extraordinaria del mundo; ayudan a Dios a apresurar Su obra y es una experiencia grandiosa, gozosa y maravillosa”1. Es una travesía disponible para todos, de cualquier edad, y también es una travesía que nos lleva a lo que nuestro amado profeta ha mencionado como “[la senda] de los convenios”2.
Desafortunadamente, sin embargo, vivimos en un mundo egoísta en el que las personas constantemente preguntan: “¿Qué gano yo?”, lugar de preguntar: “¿A quién puedo ayudar hoy?” o “¿Cómo puedo servir mejor al Señor en mi llamamiento?”, o “¿Estoy dándolo todo al Señor?”.
Un gran ejemplo en mi vida de servicio desinteresado es la hermana Victoria Antonietti. Victoria era una de las maestras de la Primaria de mi rama en Argentina, donde yo crecí. Cada martes por la tarde, cuando nos reuníamos para la Primaria, ella nos traía una torta de chocolate. A todos les encantaba la torta; bueno, a todos menos a mí. ¡Yo odiaba la torta de chocolate! Y aunque ella trataba de compartir la torta conmigo, yo siempre rechazaba su ofrecimiento.
Un día, después de que ella había compartido la torta de chocolate con el resto de los niños, le pregunté: “¿Por qué no trae un sabor diferente, como naranja o vainilla?”.
Después de reír un poco, me preguntó: “¿Por qué no pruebas tú un pedacito? Esta torta está hecha con un ingrediente especial y te prometo que, si lo pruebas, ¡te gustará!”.
Miré a mi alrededor y, para mi sorpresa, todos parecían estar disfrutando aquella torta. Accedí a probarla. ¿Adivinan qué sucedió? ¡Me encantó! Esa fue la primera vez que disfruté de una torta de chocolate.
No fue hasta muchos años después que descubrí cuál era el ingrediente secreto de la torta de chocolate de la hermana Antonietti. Mis hijos y yo visitábamos a mi madre cada semana. En una de esas visitas, mi mamá y yo estábamos disfrutando de un trozo de torta de chocolate y le conté cómo me había comenzado a gustar dicha torta. Entonces ella me contó el resto de la historia.
“Verás, Cris”, dijo mi mamá, “Victoria y su familia no tenían muchos recursos y cada semana ella tenía que elegir entre pagar el autobús para llevarla a ella y a sus cuatro hijos a la Primaria o comprar los ingredientes para hacer la torta de chocolate para su clase de la Primaria. Siempre eligió la torta de chocolate antes que el autobús, y ella y sus hijos caminaban más de tres kilómetros de ida y de vuelta, sin importar el clima”.
Ese día aprecié más su torta de chocolate. Más importante aún, aprendí que el ingrediente secreto de la torta de Victoria era el amor que ella tenía por aquellos a quienes servía y su sacrificio desinteresado por nosotros.
Pensar en la torta de Victoria me ayuda a recordar un sacrificio desinteresado que se encuentra en las grandes y eternas lecciones que enseñó el Señor a Sus discípulos cuando se dirigió hacia las arcas de la ofrenda del templo. Ya conocen la historia. El élder James E. Talmage enseñó que había trece arcas “en [las cuales] la gente depositaba sus donaciones para los [diferentes propósitos] indicados por las inscripciones sobre los cofres”. Jesús observaba las filas de donantes, formadas por diferentes tipos de personas. Algunos daban sus ofrendas con “sinceridad de propósito” mientras que otros echaban “grandes sumas de oro y plata”, esperando ser vistos, observados y alabados por sus donaciones.
“Entre la multitud se hallaba una viuda pobre, la cual… echó en una de las arcas dos pequeñas monedas de bronce conocidas como blancas. El total de su contribución no llegaba ni a medio centavo de dólar. El Señor [llamando a Sus discípulos alrededor de sí, les dirigió su atención a la acción de aquella pobre viuda y lo que había hecho, y les] dijo: ‘De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado al arca, porque todos han echado de lo que les sobra; pero esta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento’ [Marcos 12:43–44]”3.
La viuda no parecía tener una posición notable en la sociedad de su tiempo. Ella en realidad tenía algo más importante: sus intenciones eran puras y dio todo lo que tenía para dar. Tal vez dio menos que otros, más silenciosamente que otros, de manera diferente que otros. A los ojos de algunos, lo que ella dio era insignificante; pero a los ojos del Salvador, quien “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”4, ella lo dio todo.
Hermanas, ¿estamos dándolo todo al Señor sin reservas? ¿Estamos sacrificando nuestro tiempo y nuestros talentos para que la nueva generación pueda aprender a amar al Señor y guardar Sus mandamientos? ¿Estamos ministrando tanto a quienes nos rodean como a aquellos que se nos han asignado con amor y con diligencia, sacrificando tiempo y energía que podrían utilizarse de otras maneras? ¿Estamos viviendo los dos grandes mandamientos, amar a Dios y amar a Sus hijos?5 A menudo, ese amor se manifiesta como servicio.
El presidente Dallin H. Oaks enseñó: “Nuestro Salvador se entregó al servicio desinteresado. Él enseñó que cada uno de nosotros debe seguirle al desechar los intereses egoístas a fin de servir a los demás”.
Él continuó:
“Un ejemplo familiar de lo que significa perder nuestra vida al servicio de los demás… es el sacrificio que los padres hacen por sus hijos. Las madres sufren dolor y la pérdida de prioridades y comodidades personales para dar a luz y criar a cada hijo. Los padres ajustan sus vidas y prioridades para proveer para la familia…
“Nos regocijamos también por aquellos que cuidan a familiares discapacitados y padres ancianos. Ninguno de los que prestan ese servicio se pregunta: ‘¿Qué gano yo?’. Todo ello requiere dejar a un lado la comodidad personal para servir desinteresadamente…
“[Y] todo esto ilustra el principio eterno de que somos más felices y nos sentimos más satisfechos cuando actuamos y servimos por lo que damos, y no por lo que recibimos.
“Nuestro Salvador nos enseña a seguirlo al hacer los sacrificios necesarios para perder nuestra vida en el servicio desinteresado a los demás”6.
El presidente Thomas S. Monson asimismo enseñó que “quizás cuando comparezcamos ante nuestro Hacedor, no se nos pregunte: ‘¿Cuántos cargos desempeñó?’, sino más bien: ‘¿A cuántas personas ayudó?’. En realidad, nunca podrán amar al Señor hasta que no lo sirvan a Él al servir a Su pueblo”7.
En otras palabras, hermanas, no importará si nos sentamos en los asientos cómodos o si nos esforzamos por llegar hasta el final de la reunión en una silla plegable oxidada en la última fila. Ni siquiera importará si, por necesidad, salimos al vestíbulo para consolar a un bebé que llora. Lo que importará es que vengamos con un deseo de servir, que notemos a aquellos a quienes ministramos y los saludemos con alegría, y que nos presentemos a aquellos que comparten nuestra fila de sillas plegables, brindándoles amistad, aunque no estemos asignados a ministrarles. Y sin duda importará que todo lo que hagamos sea hecho con el ingrediente especial del servicio combinado con el amor y el sacrificio.
He llegado a saber que no tenemos que hacer una torta de chocolate para ser maestros de Primaria exitosos, porque lo que importa no es la torta, sino el amor detrás de aquella acción.
Testifico que ese amor se vuelve sagrado por medio del sacrificio: el sacrificio de una maestra y aún más a través del sacrificio supremo y eterno del Hijo de Dios. ¡Doy testimonio de que Él vive! Lo amo y anhelo desechar los deseos egoístas a fin de amar y ministrar como Él lo hace. En el nombre de Jesucristo. Amén.