Hallar gozo en compartir el Evangelio
Tenemos un amoroso Padre en los Cielos que está esperando que acudamos a Él para bendecir nuestra vida y la de los que nos rodean.
Una de mis canciones favoritas de la Primaria comienza así:
Yo soy de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Yo sé quién soy;
sé el plan de Dios.
Lo seguiré con fe.
Creo en Jesucristo el Salvador1.
¡Qué declaración tan sencilla y hermosa de las verdades que creemos!
Como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, sabemos quiénes somos. Sabemos que “Dios es el Padre de nuestro espíritu; Somos […] Sus hijos y Él nos ama. Antes de [venir a la] tierra, vivíamos con Él en el cielo”.
Conocemos el plan de Dios; estuvimos con Él cuando lo presentó. “Todo el propósito de [nuestro Padre Celestial] —Su obra y Su gloria— es permitirnos a cada uno disfrutar de todas Sus bendiciones. Él [nos ha dado] un plan perfecto para lograr Su propósito. Nosotros entendimos y aceptamos ese plan antes de venir a la tierra”.
“Jesucristo es el fundamento del plan de Dios. Por medio de Su expiación, Jesucristo llevó a cabo el propósito de Su Padre e hizo posible que todos nosotros disfrutáramos de la inmortalidad y la exaltación. Satanás, o el diablo, es enemigo del plan de Dios” y lo ha sido desde el principio.
“El albedrío, o la facultad de escoger, es uno de los dones más grandes que Dios ha dado a Sus hijos […] Debemos elegir entre seguir a Jesucristo o a Satanás”2.
Estas son verdades sencillas que podemos compartir con los demás.
Les voy a dar un ejemplo de cuando mi madre compartió verdades sencillas como esa, solo por estar dispuesta a tener una conversación y reconocer esa oportunidad.
Hace muchos años, mi madre y mi hermano iban a Argentina de visita. Ya que a mamá nunca le gustó viajar en avión, le pidió a uno de mis hijos que le diera una bendición de consuelo y protección. Él recibió la impresión de bendecir a su abuela con guía y dirección del Espíritu Santo para fortalecer y conmover el corazón de los que estuvieran deseosos de aprender el Evangelio.
En el aeropuerto de Salt Lake, mi madre y mi hermano conocieron a una niña de siete años que regresaba a casa con su familia después de un viaje a esquiar. Al percatarse sus padres de cuánto tiempo había pasado hablando con mi mamá y mi hermano, se unieron a la conversación. Se presentaron como Eduardo, María Susana y, su hija, Giada Pol. La conexión fue natural y cálida con esa linda familia.
Todos estaban entusiasmados de viajar juntos en el mismo vuelo a Buenos Aires, Argentina. Durante la conversación, mi madre se dio cuenta de que, hasta ese momento, ellos nunca habían escuchado sobre la Iglesia restaurada de Jesucristo.
Una de las primeras preguntas que Susana hizo fue: “¿Podría contarme sobre el hermoso museo que tiene la estatua de oro arriba?”.
Mi madre le explicó que el hermoso edificio no era un museo, sino un templo del Señor en el que se hacen convenios con Dios para poder regresar a vivir con Él algún día. Susana le confesó a mamá que antes de su viaje a Salt Lake había orado pidiendo algo que fortaleciera su espíritu.
Durante el vuelo, mi madre testificó del Evangelio de manera sencilla pero poderosa, e invitó a Susana a buscar a los misioneros en su ciudad. Susana le preguntó a mi mamá: “¿Cómo puedo encontrarlos?”.
Mamá contestó: “No hay manera de que los pases por alto; serán dos jóvenes de camisa blanca y corbata, o dos jovencitas bien vestidas; siempre llevan una placa con su nombre y ‘La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días’”.
Las familias intercambiaron números de teléfono y se despidieron en el aeropuerto de Buenos Aires. Susana, quien desde entonces es una buena amiga mía, me ha dicho muchas veces que se sintió muy triste cuando se separaron en el aeropuerto. Dijo: “Tu mamá resplandecía. No puedo explicarlo, pero brillaba de tal forma que yo no quería separarme de ella”.
En cuanto Susana regresó a su casa, ella y su hija, Giada, fueron a compartir la experiencia con la madre de Susana, que vivía a solo unas cuadras de su casa. En el trayecto, Susana vio a dos jóvenes caminando por la calle vestidos tal como mi mamá le había dicho. Detuvo el auto a mitad de la calle, salió y les preguntó: “¿Son ustedes por casualidad de la Iglesia de Jesucristo?”.
Le dijeron que sí.
“¿Son misioneros?”, les preguntó.
Los dos contestaron: “Sí, somos misioneros”.
Luego les dijo: “Súbanse a mi auto; tienen que venir a mi casa a enseñarme”.
Dos meses después, María Susana se bautizó; su hija, Giada, también se bautizó al cumplir nueve años. Seguimos trabajando con Eduardo, a quien amamos sin importar lo que pase.
A partir de entonces, Susana se ha convertido en una de las mejores misioneras que he conocido. Es como los hijos de Mosíah, llevando muchas almas a Cristo.
En una de nuestras conversaciones, le pregunté: “¿Cuál es tu secreto? ¿Cómo compartes el Evangelio con los demás?”.
Me dijo: “Es muy sencillo. Todos los días, antes de salir de la casa, oro a nuestro Padre Celestial que me guíe hacia los que necesiten el Evangelio en su vida. A veces llevo un Libro de Mormón para compartir, o tarjetas de obsequio de los misioneros, y cuando empiezo a hablar con alguien, simplemente les pregunto si han oído de la Iglesia”.
Susana también dijo: “En otras ocasiones simplemente sonrío cuando espero el tren. Un día un hombre me miró y me dijo: ‘¿Por qué sonríe?’, lo cual me tomó un poco desprevenida.
“Le respondí: ‘¡Sonrío porque estoy feliz!’.
“Luego dijo: ‘¿Y qué la tiene tan feliz?’.
“Le respondí: ‘Soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y eso me hace feliz. ¿Ha oído hablar de ella?’”.
Cuando dijo que no, ella le entregó una tarjeta de obsequio y lo invitó a asistir a los próximos servicios dominicales. El siguiente domingo, ella lo recibió en la puerta.
El presidente Dallin H. Oaks ha enseñado:
“Hay tres cosas que todos los miembros pueden hacer para ayudar a compartir el Evangelio […]
“Primero […] podemos orar y pedir el deseo de ayudar en esta parte fundamental de la obra de salvación…
“Segundo, podemos guardar los mandamientos […] [L]os miembros fieles siempre tendrán el Espíritu del Salvador consigo para guiarlos a medida que procuren participar en la gran obra de compartir el evangelio restaurado de Jesucristo.
“Tercero, podemos orar para recibir inspiración sobre lo que nosotros podemos hacer […] para compartir el Evangelio con los demás […] [y orar] con el compromiso de actuar de acuerdo con la inspiración que [recibamos]”3.
Hermanos, hermanas, niños y jóvenes, ¿podemos ser como mi amiga Susana y compartir el Evangelio con los demás? ¿Podemos invitar a un amigo que no sea de nuestra religión a asistir con nosotros a la Iglesia el domingo? ¿O quizás compartir un ejemplar del Libro de Mormón con algún familiar o amigo? ¿Ayudar a otras personas a encontrar a sus antepasados en FamilySearch? ¿Compartir con los demás lo que hemos aprendido durante la semana al estudiar Ven, sígueme? ¿Podemos ser más como nuestro Salvador Jesucristo y compartir aquello que nos brinda gozo en nuestras vidas? La respuesta a todas estas preguntas es: ¡Sí! ¡Podemos hacerlo!
En las Escrituras leemos que, como miembros de la Iglesia de Jesucristo, se nos manda “obrar en su viña en bien de la salvación de las almas de los hombres” (Doctrina y Convenios 138:56). “Esta obra de salvación incluye la obra misional de los miembros, la retención de conversos, la activación de los miembros menos activos, la obra del templo y de historia familiar, y la enseñanza del Evangelio”4.
Hermanas y hermanos, el Señor nos necesita para recoger a Israel. En Doctrina y Convenios, Él nos ha enseñado: “Ni os preocupéis tampoco de antemano por lo que habéis de decir; mas atesorad constantemente en vuestras mentes las palabras de vida, y os será dado en la hora precisa la porción que le será medida a cada hombre”5.
Además, nos ha prometido:
“Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me traéis aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!
“Y ahora, si vuestro gozo será grande con un alma que me hayáis traído al reino de mi Padre, ¡cuán grande no será vuestro gozo si me trajereis muchas almas!”6.
La canción de la Primaria con la que comencé termina con esta profunda afirmación:
Creo en Jesucristo el Salvador.
Su nombre honraré.
Lo bueno haré,
iré tras Su luz,
Su verdad proclamaré7.
Testifico que estas palabras son verdaderas y que tenemos un amoroso Padre en los Cielos que está esperando que acudamos a Él para bendecir nuestra vida y la vida de los que nos rodean. Que tengamos el deseo de llevar a nuestros hermanos y hermanas a Cristo, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.