La manera del Señor
Hermanos y hermanas, cuán agradecido me siento por esta oportunidad de dirigirme a ustedes y tratar un tema que tanto aprecio como es el programa de bienestar de la Iglesia.
El servicio en proyectos de bienestar
En una calle no muy recorrida de Salt Lake City, hay un lugar bien conocido donde, de una manera apacible, y motivados por un amor cristiano, quienes trabajan allí se sirven los unos a los otros siguiendo el plan divino del Maestro. Me refiero a la Manzana de Bienestar, también conocida como el almacén de los obispos. En ese lugar y en muchos otros distribuidos por el mundo, se enlatan frutas y verduras, y se procesan, se etiquetan y almacenan otros productos para después repartirlos entre los necesitados. Allí no se reciben subsidios gubernamentales ni el dinero cambia de manos, puesto que sólo se aceptan pedidos firmados por un obispo debidamente ordenado.
Entre 1950 y 1955 tuve el privilegio de presidir en calidad de obispo más de 1.080 miembros que vivían en la zona centro de Salt Lake City. En la congregación había 84 viudas y unas 40 familias, que en diversas ocasiones y hasta cierto punto, precisaban ayuda de bienestar.
Las unidades de la Iglesia recibieron asignaciones concretas para atender a los necesitados. En una unidad, los miembros procesaban carne, en otra, naranjas, en otra, verduras o trigo y varios alimentos de primera necesidad para que los almacenes estuvieran aprovisionados y, tanto los ancianos como los necesitados, fueran satisfechos. El Señor señaló el camino cuando declaró: “Y se mantendrá el almacén por medio de las consagraciones de la iglesia; y se proveerá lo necesario a las viudas y a los huérfanos, como también a los pobres”. (D. y C. 83:6) Y luego nos recuerda: “Pero es preciso que se haga a mi propia manera” (D. y C. 104:16).
En el vecindario donde yo vivía y prestaba servicio, nos encargábamos de una granja avícola que la mayoría de las veces se administraba con eficacia y aprovisionaba al almacén de miles de docenas de huevos frescos y cientos de kilos de pollo. Sin embargo, unas pocas veces la experiencia de ser granjeros voluntarios de ciudad no sólo nos dejó varias ampollas en las manos, sino una gran frustración.
Por ejemplo, nunca olvidaré cuando reunimos a los jóvenes del Sacerdocio Aarónico para darle una limpieza a fondo a la granja. Aquella multitud de jóvenes entusiastas y rebosantes de energía comenzó el proyecto, y con una velocidad pasmosa quitaron y quemaron grandes cantidades de maleza y basura. A la luz de las hogueras comimos salchichas y nos felicitamos por un trabajo bien hecho. La granja estaba limpia y reluciente. Sin embargo, se produjo el desastre: el ruido y las llamas afectaron a la frágil y temperamental población de 5.000 gallinas ponedoras que de repente mudaron la pluma y dejaron de poner. De allí en adelante dejamos crecer algunas hierbas malas para producir más huevos.
Ningún miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que haya enlatado guisantes, cercenado remolachas, acarreado heno, paleado carbón o dado algún otro tipo de servicio nunca olvida ni lamenta la experiencia de proveer para los necesitados. Hay hombres y mujeres devotos que se encargan de este vasto e inspirado programa. De hecho, jamás tendría éxito si se basara sólo en el esfuerzo, puesto que funciona gracias a la fe, a la manera del Señor.
Motivado por la fe
Compartir con los demás no es algo desconocido para nuestra generación. Basta con leer el relato que se halla en Primer Reyes, en la Biblia, para valorar de nuevo el principio de que cuando obedecemos el consejo del Señor; cuando cuidamos del necesitado, el resultado nos beneficia a todos. En este pasaje leemos de una gravísima sequía que asolaba la tierra, y tras la sequía vino el hambre. Elías el profeta recibió del Señor lo que le debió de parecer un mandato asombroso: “Vete a Sarepta… he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente”. Cuando encontró a la viuda, Elías le dijo:
“Te ruego que me traigas un poco de agua en un vaso, para que beba.
“Y yendo ella para traérsela, él la volvió a llamar, y le dijo: Te ruego que me traigas también un bocado de pan en tu mano”.
La mujer describió la penosa situación en la que se hallaba mientras le explicaba al profeta que estaba preparando su última comida para ella y su hijo, para después dejarse morir.
Qué poco creíble debió parecerle la respuesta de Elías:
“No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo.
“Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra.
“Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías; y comió él, y ella, y su casa, muchos días.
“Y la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó” (1 Reyes 17:9-11, 13-16).
Ésta es la fe que siempre ha motivado e inspirado el programa de bienestar del Señor.
El verdadero ayuno
Al ayunar un día al mes y aportar una generosa ofrenda de ayuno por lo menos equivalente a las comidas de las que nos hemos privado, no olvidemos las palabras de Isaías con las que describió el verdadero ayuno:
“¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en casa; que cuando veas al desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano?
“Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto; e irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Jehová será tu [recompensa].
“Entonces invocarás, y te oirá Jehová; clamarás, y dirá él: Heme aquí…
“Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma… y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan” (Isaías 58:7-9, 11).
Nuestras sagradas ofrendas de ayuno financian los almacenes, cubren las necesidades económicas de los pobres y brindan atención médica a los enfermos que carecen de fondos.
En muchos lugares, los jovencitos del Sacerdocio Aarónico recogen las ofrendas de ayuno cada mes, por lo general el día de reposo bien temprano. Recuerdo que los jóvenes de la congregación que yo presidía se reunieron una mañana, soñolientos, algo despeinados y quejumbrosos por tener que levantarse tan temprano para cumplir con su asignación. Nadie les recriminó su actitud, pero la semana siguiente llevamos a los muchachos a un recorrido por la Manzana de Bienestar. Allí vieron a una persona discapacitada manejando la central telefónica, a un anciano surtiendo las estanterías, a mujeres, preparando ropa para ser distribuida… hasta una persona ciega etiquetando latas. Se ganaban el sustento con su trabajo. Los jovencitos enmudecieron al ver cómo los esfuerzos que ellos hacían cada mes para recaudar las sagradas ofrendas de ayuno asistían al necesitado y daban empleo a quienes, de otro modo, estarían ociosos.
Desde aquel día santo en adelante, no hubo que convencerlos. Los domingos de ayuno por la mañana, allí estaban todos, a las 7 en punto, ataviados con su mejor vestimenta dominical, y ansiosos por cumplir con su deber como poseedores del Sacerdocio Aarónico. Sabían que no sólo repartían y recogían sobres, sino que ayudaban a proveer alimentos para el hambriento, un techo para la gente sin hogar y todo ello a la manera del Señor. Sonreían más y caminaban con más entusiasmo. Tal vez ahora entendían mejor el pasaje: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).
Un milagro de amor
Podríamos preguntarnos en relación a quienes colaboran en el programa de Bienestar: ¿Qué provoca tanta devoción por parte de cada colaborador? La respuesta es bien sencilla: un testimonio personal del evangelio del Señor Jesucristo, un deseo sincero de amar al Señor con todo el corazón, mente y alma, y al prójimo como a nosotros mismos.
Esto es lo que motivó a un comerciante amigo mío, ya fallecido, a llamarme por teléfono durante aquellos días en los que serví como obispo y decirme: “Voy a enviar al almacén un camión de cítricos para los necesitados. Dígale al gerente del almacén que el envío está en camino y que es gratuito. Una cosa, obispo: no les diga quién lo envía”. Raras veces he visto tanto gozo y aprecio como los que emanaron de ese acto tan generoso, y tampoco me cuestioné jamás la recompensa eterna de la que ahora goza ese benefactor anónimo.
Actos generosos como ése no son infrecuentes; todo lo contrario. Donde ahora está la autopista que circunvala Salt Lake City se hallaba la casa de un anciano que vivía solo llamado Louis quien, debido a una despiadada enfermedad, no había conocido un día sin dolor ni pocos días de soledad. Cuando lo visité, un día en pleno invierno, tardó en contestar el timbre de la puerta y, al entrar en su bien arreglada casa, noté que, con excepción de la cocina, el resto de la casa estaba a unos gélidos 4 ó 5 grados porque no tenía dinero para calentar ninguna otra habitación. Hacía falta empapelar las paredes, bajar los techos y aprovisionar la alacena.
Preocupado por la situación de mi amigo, hablé con su obispo y tuvo lugar un milagro de amor. Un mes más tarde, mi amigo Louis me llamó y me pidió que fuera a presenciar lo sucedido. Al hacerlo fui testigo de aquel milagro: las aceras, rotas por las raíces de los álamos, estaban reparadas; el pórtico, reconstruido; se había colocado una puerta nueva con su picaporte y cerradura relucientes; el cielo raso estaba ahora más bajo; las paredes estaban empapeladas y la madera repintada; se había sustituido el tejado y las alacenas estaban repletas. Ahora la casa estaba caliente y resultaba acogedora, y parecía susurrar una cálida bienvenida.
Louis reservó para lo último el motivo de su orgullo y gozo: sobre su cama se encontraba un bello acolchado bordado con el escudo del clan familiar de los McDonald; las hermanas de la Sociedad de Socorro lo habían hecho con gran amor. Antes de irme descubrí que una vez por semana los Jóvenes Adultos le llevaban una cena caliente y compartían con él una noche de hogar. El calor había reemplazado al frío, las reparaciones habían transformado el desgaste de los años; pero lo más significativo era que la esperanza había disipado la desesperación y ahora el amor reinaba triunfante.
Todos los que tomaron parte en ese conmovedor drama de la vida real descubrieron un aprecio nuevo y personal hacia la enseñanza del Maestro: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35).
A todo aquel que esté al alcance de mi voz declaro que el plan de bienestar de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es inspirado por el Dios Todopoderoso. De hecho, el Señor Jesucristo es quien lo diseñó; Él nos declara a ustedes y a mí: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él” (Apocalipsis 3:20).
Que escuchemos Su voz, que le abramos de par en par las puertas del corazón y sea Él nuestro compañero constante al grado en que nos esforcemos por servir a Sus hijos; lo ruego humildemente, en Su santo nombre, sí, Jesucristo nuestro Señor. Amén.