Los Milagros De La Restauración
“Esta Iglesia, esta gran organización dirigida por Cristo, es una obra maravillosa y un prodigio, no solo por lo que hace por los fieles, sino por lo que los fieles hacen por ella.”
Mis amados hermanos, esta es la primera vez que me pongo de pie ante ustedes desde lo ocurrido el 23 de junio, que alteró para siempre el curso de mi vida y de mi servicio. Pasó hace cien días precisamente, y cada uno de esos días he orado para ser digno y capaz de cumplir esta sagrada responsabilidad. Quizás comprendan lo inadecuado que me siento y la profunda, y a veces dolorosa, introspección del alma por la que he pasado.
Por cierto, mi mayor gozo y mi mayor alegría es que tengo la oportunidad, como dijo Nefi, de “[hablar] de Cristo … [regocijarme] en Cristo, … [predicar] de Cristo, [y profetizar] de Cristo” (2 Nefi 25:26) dondequiera y con quienquiera que este, hasta el ultimo aliento de mi vida. Ciertamente, no hay propósito mas noble ni privilegio mas grande que el de ser “[testigo especial] del nombre de Cristo en todo el mundo” (D. y C. 107:23).
Pero de esa misma responsabilidad se deriva mi mayor preocupación. Una potente declaración de las Escrituras dice que “los que anuncian el evangelio, que vivan … [el] evangelio” (1 Corintios 9:14). Además de mis palabras, enseñanzas y expresiones de testimonio, mi vida misma debe formar parte de ese testimonio de Jesucristo; mi propia persona debe reflejar la divinidad de esta obra. No podría soportarlo si por cualquier cosa que yo dijera o hiciera disminuyera la fe que ustedes tienen en Cristo, su amor por esta Iglesia, y su estima por el Santo Apostolado. Pero les prometo, como se lo he prometido al Señor y a estos, mis hermanos, que trataré de ser digno de esa confianza y de servir al máximo de mi capacidad.
Se que no puedo tener éxito sin la dirección del Maestro, de quien es esta obra. A veces, la belleza de Su vida y la magnitud de Su don penetran mi corazón de tal forma que me sobrecoge la emoción. La pureza de Su vida, Su misericordia y compasión hacia todos nosotros me han hecho pensar una y otra vez en “la grandeza de Su poder y Su infinito amor” y proclamar desde el alma “Señor y Dios: (Grande eres Tu!” (véase Himnos, N° 41).
Doy gracias a mi querida esposa Pat y a los hijos que Dios nos mandó, por sus oraciones y su amor, no sólo en estas ultimas semanas, sino siempre. Mi esposa posee la fe mas pura y la espiritualidad mas profunda que he visto. Nunca en su vida ha esperado recibir recompensa ni la ha movido un deseo egoísta. Así como el Adán de Mark Twain dijo acerca de su Eva, lo mismo digo yo de ella: Dondequiera que ella ha estado, era el paraíso.
Y a nuestros hijos les digo: “Gracias por ser la clase de personas que, cuando nacieron, pedí en mis oraciones que llegaran a ser”. Es en verdad un gran privilegio cuando los mejores amigos y ejemplos mas nobles del padre son sus propios hijos. A mi esposa, mis hijos, mis santos padres y a tantos otros que he conocido, que enseñan, sirven y se sacrifican para que seamos lo que somos, les expreso mi mas profundo agradecimiento.
Me gustaría testificar en cuanto a dos clases de milagros que he visto en el proceso de llegar a este nuevo llamamiento.
Una de las manifestaciones divinas que he visto es el llamamiento profético del presidente Howard W. Hunter, a quien tuvimos el privilegio de sostener esta mañana en la asamblea solemne. Debido a que recibí mi propio inesperado llamamiento en las primeras semanas de su ministerio como Profeta, tuve la oportunidad de observar el milagro de su renovación, la profunda evidencia de la mano de Dios sobre este líder escogido.
En una rápida sucesión de acontecimientos aquel jueves por la mañana, el presidente Hunter me entrevistó largo tiempo, me extendió el llamamiento, me presentó oficialmente a la Primera Presidencia y a los Doce que estaban reunidos en el templo, me dio mi mandato apostólico y un bosquejo de mis deberes, me ordenó Apóstol y me apartó como miembro del Quórum de los Doce, agregando una maravillosa y hermosa bendición personal, considerablemente larga; luego, prosiguió a dirigir los asuntos sagrados de la primera de mis reuniones en el templo, la cual duró unas dos o tres horas mas.
Y todo eso lo hizo personalmente. Durante todo ese tiempo se mostró firme, determinado y eficaz; de hecho, me pareció que a medida que el día progresaba, el se iba haciendo cada vez mas fuerte. Considero que ha sido uno de los grandes privilegios de mi vida el haber observado al Ungido del Señor trabajando de tal manera; y en ese tributo incluyo a los presidentes Gordon B. Hinckley y Thomas S. Monson, que sirven tan fielmente al lado del presidente Hunter, en la Primera Presidencia, y al presidente Boyd K. Packer, que encabeza el Quórum de los Doce Apóstoles.
Sí, testifico que Dios ha manifestado Su voluntad en Howard William Hunter. El ha tocado sus labios y ha puesto el manto apostólico de liderazgo sobre sus hombros. El presidente Hunter es un milagro que ha sido forjado, moldeado, refinado y sostenido para el servicio que ahora presta; es una extraordinaria mezcla de acero y terciopelo. Así como todos los profetas que le precedieron, incluso José Smith hijo, y todos los profetas que le sucederán, el presidente Hunter fue llamado y preordenado en los consejos de los cielos antes de que el mundo fuese. Doy testimonio solemne de ese hecho y del principio que nos enseña sobre el gobierno de la Iglesia. )Y la edad? La edad no tiene nada que ver con eso. Ya se trate de un incomparable jovencito de catorce años en 1820 o de un invencible hombre de ochenta y seis años en 1994, es obvio que la edad de la persona no es importante, que “sólo para los hombres esta medido el tiempo” (Alma 40:8). Presidente Hunter, nos regocijamos ante todas las velitas que se encienden en su pastel de cumpleaños, y esperamos poner otra dentro de seis semanas.
He presenciado también otro milagro. Ese milagro son ustedes, los miembros fieles y humildes de la Iglesia que toman parte en la constante epopeya de la Restauración. En un sentido muy literal, la maravilla y la belleza de este día histórico no serían completas sin ustedes.
Por cierto, he derivado una gran fortaleza de ustedes hoy; ustedes, que provienen de cientos de naciones diferentes y de infinidad de estilos de vida; ustedes, que se han alejado de lo superficial y mundano, y de las “vanas ilusiones” (1 Nefi 12:18) del mundo para buscar una vida mas pura en el esplendor de la ciudad de Dios; ustedes, que aman a su familia y a su prójimo y, si, “a los que os maldicen … a los que os aborrecen … Ios que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44); ustedes, que con certeza pagan su diezmo aun cuando enfrenten incertidumbre en todos los aspectos de su futuro económico; ustedes, que mandan a sus hijos a la misión, vistiéndolos con mejores prendas de ropa que las que jamas puedan comprar para si, durante los dieciocho o veinticuatro meses de sacrificio que tienen por delante; ustedes, que suplican bendiciones para los demás, especialmente para los que sufren física y espiritualmente, dispuestos a darles su propia salud y felicidad si Dios lo permitiera. Ustedes, los que viven solos, o en circunstancias difíciles, o sin alcanzar ningún éxito en la vida. Ustedes, los que siguen adelante con valor, viviendo fielmente. Rindo tributo a cada uno de ustedes y me siento profundamente honrado de estar en su presencia.
Especialmente les doy las gracias por sostener a sus lideres, no obstante las limitaciones personales que estos puedan tener. Esta mañana, de común acuerdo, y voluntariamente, dieron su apoyo, mas aun, su promesa de sostener a los oficiales presidentes del Reino, aquellos que poseen las llaves y la responsabilidad de la obra, ninguno de los cuales busco ese cargo ni se siente totalmente capaz de desempeñarlo. Y aun cuando el nombre de Jeffrey Holland se propuso como el ultimo y el menor de los recién ordenados, ustedes levantaron la mano derecha en señal de sostenimiento. Y le dicen al hermano Holland en sus lágrimas y noches en vigilia: “Puede apoyarse en nosotros; apóyese en nosotros, los que estamos en Omaha, en Ontario, en Osaka, en los que nunca lo hemos visto y apenas sabemos quien es. Pero usted es una de las Autoridades Generales, de manera que ya no es extranjero ni advenedizo entre nosotros, sino conciudadano y miembro de la familia de Dios [véase Efesios 2:19]. En nuestra familia oraremos por usted y lo tendremos en nuestro corazón. Nuestra fortaleza será su fortaleza; nuestra fe edificara su fe; su obra será nuestra obra”.
Esta Iglesia, esta gran organización dirigida por Cristo, es una obra maravillosa y un prodigio, no solo por lo que hace por los fieles, sino por lo que los fieles hacen por ella; su vida es el corazón mismo de esa obra maravillosa; ustedes son evidencia de esa maravilla.
Veinticuatro horas después de recibir el llamamiento de Apóstol, en junio pasado, salí para una asignación de la Iglesia en el sur de California, en donde al poco tiempo me encontré al lado de los lechos de Debbie, Tanya y Liza Avila. Estas encantadoras hermanas, de treinta y tres, treinta y dos y veintitrés años de edad respectivamente, enfermaron de distrofia muscular cuando tenían siete años; desde esa tierna edad, cada una de ellas ha tenido que sufrir con pulmonía, traqueotomías, neuropatía y aparatos ortopédicos; mas tarde, se vieron forzadas a andar en sillas de ruedas, a estar en un pulmón de acero, y, por ultimo, a la inmovilidad total.
Tanya ha soportado el período mas largo de inmovilidad de las tres, habiendo estado acostada durante diecisiete años, sin poder moverse jamas de la cama en todo ese tiempo. En esos diecisiete años nunca ha visto un amanecer ni un atardecer, ni ha sentido la lluvia sobre la cara; en esos diecisiete años nunca ha cortado una flor, ni ha visto un arco iris ni ha contemplado el vuelo de un pájaro. Debbie y Liza también
han vivido con las mismas restricciones físicas, aunque no tantos años. Sin embargo, a través de todo eso, esas hermanas no sólo han perseverado sino que han triunfado, obteniendo los premios de logro personal de las Mujeres Jóvenes, graduándose de la escuela secundaria, incluso de seminario, haciendo cursos universitarios completos por correspondencia y leyendo los libros canónicos una y otra vez.
Pero había otro anhelo que estas extraordinarias hermanas estaban resueltas a ver cumplido. Acertadamente, se consideraban hijas del convenio, simiente de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob y Raquel, y tomaron la determinación de que de algún modo, por algún medio, algún día irían a la Casa del Señor a reclamar esas promesas eternas. Y ahora, han alcanzado incluso esa meta.
“Fue el día mas emocionante y maravilloso de mi vida”, dijo Debbie. “Verdaderamente me sentí como si fuera mi propio hogar. Todos fueron tan amables y serviciales, a pesar de los innumerables y aparentemente imposibles arreglos que tuvieron que hacerse. Jamas había sentido tanto amor y aceptación”.
En cuanto a esa experiencia, Tanya comentó:
“El templo es el único lugar en donde verdaderamente me he sentido sana. Siempre supe que soy una hija de Dios, pero únicamente en el templo pude comprender lo que eso significa. El hecho de que haya tenido esa experiencia en una posición horizontal, conectada a un respirador, no disminuyó en absoluto la belleza de esa ocasión sagrada”.
El elder Douglas Callister, quien junto con la presidencia y los obreros del Templo de Los Ángeles ayudaron a estas hermanas a convertir su sueno en realidad, me dijo:
“Ahí estaban, vestidas de blanco, con el largo cabello obscuro que casi tocaba el suelo por estar ellas acostadas, con los ojos llenos de lágrimas, sin poder mover las manos ni ninguna otra parte del cuerpo, excepto la cabeza, gozando, absorbiendo y atesorando cada palabra, cada momento, cada aspecto de la investidura del templo”.
Mas tarde, Debbie dijo: “Ahora se cómo será cuando resucitemos, rodeados de ángeles celestiales y en la presencia de Dios”.
Un año después de recibir su propia investidura, Debbie Avila fue otra vez al templo, y nuevamente fueron necesarios infinidad de arreglos y ayuda especiales, para hacer la obra por su querida abuela, que literalmente dio su vida al cuidado de esas tres nietas. Durante veintidós años consecutivos, sin alivio, descanso ni excepción, la hermana Esperanza Lamelas cuidó a las tres día y noche; casi todas las noches, durante veintidós años, despertó cada hora para darles vuelta en la cama a fin de que pudieran dormir cómodas y evitar el problema de que les salieran llagas. En 1989, a los setenta y cuatro años de edad, habiéndosele deteriorado la salud, murió, dando nuevo significado a la exhortación del profeta José de que “consumamos y agotemos nuestras vidas … [haciendo] cuanta cosa este a nuestro alcance … [para beneficio de] la generación que va creciendo, y … todos los puros de corazón” (D. y C. 123:13,17,1 1).
El “milagro” constante de la Restauración; los convenios; los templos; vidas de silencioso servicio cristiano que no reciben elogios; la obra del Reino hecha por manos cansadas, manos desgastadas, manos que en algunos casos no se pueden levantar en alto, pero que ciertamente sostienen en todo el sentido sagrado de la palabra.
Ahora para concluir. A mediados del siglo 17 fue una época terrible en Inglaterra. Los revolucionarios puritanos habían dado muerte al rey, y la política, incluso el parlamento, se encontraba en un caos total. Una epidemia de fiebre tifoidea tornó a toda la isla en un hospital; la terrible plaga, a la que siguió un gran incendio, la convirtió en un depósito de cadáveres.
En Leicestershire, cerca de donde mi esposa y yo vivimos y trabajamos durante tres magníficos años, hay una pequeña iglesia que tiene una placa en la pared que dice: “En el año 1653, en que todas las cosas sagradas fueron … destruidas o profanadas, Sir Robert Shirley edificó esta iglesia; a el se le rinde alabanza por haber hecho las cosas mejores en los peores tiempos, y por haberlas sonado en las épocas de mayor calamidad”.
“Haber hecho las cosas mejores en los peores tiempos, y haberlas sonado en las épocas de mayor calamidad”. Esas son las palabras que yo emplearía para elogiar a los profetas y a los fieles miembros de la Iglesia de Jesucristo a través de los años, a las legiones de héroes silenciosos en las décadas de esta dispensación, guiados por el ungido del Señor, cuyos brazos también pueden fatigarse y cuyas piernas son a veces débiles.
En el espíritu de ese legado recibido de aquellos que tanto han dado Cprofetas y apóstoles, y gente como ustedesC, me comprometo a “seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres” (2 Nefi 31:20). Prometo “asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” (Filipenses 3:12).
Testifico de El, el Redentor del mundo y el Maestro de todos nosotros. El es el Hijo Unigénito del Dios viviente, que ha exaltado el nombre de Su Hijo por sobre todos los otros, y le ha dado principado, autoridad, poder y Señorío a Su diestra en los ámbitos celestiales. Este Mesías es “santo, inocente, sin mancha” (Hebreos 7:26), el portador de un sacerdocio inmutable (véase Hebreos 7:24, 26). El es el ancla de nuestras almas y nuestro sumo sacerdote de la promesa. El es nuestro Dios de todo lo bueno que recibiremos. En esta vida y en la eternidadCy, por cierto, al esforzarme por cumplir esta nueva responsabilidad que he recibidoC siempre estaré agradecido por Su promesa: “No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5). Le agradezco el habernos dado a todos esa bendición, en Su nombre, el Señor Jesucristo. Amen.