2000–2009
Un testimonio cada vez mayor
Octubre 2000


Un testimonio cada vez mayor

”Al reflexionar en mi vida, distingo una fuente de fortaleza y bendición singulares; es mi testimonio y conocimiento de que Jesús es el Cristo”.

Mis amados hermanos, hermanas y amigos, he vivido un largo tiempo. Al reflexionar en mi vida, distingo una fuente de fortaleza y bendición singulares; es mi testimonio y conocimiento de que Jesús es el Cristo, el Salvador y el Redentor de todo el género humano. Me siento profundamente agradecido por que toda mi vida he tenido una fe sencilla en que Jesús es el Cristo. Ese testimonio me ha sido confirmado cientos de veces. Es el conocimiento supremo de mi alma. Es la luz espiritual de mi ser. Es la piedra angular de mi vida.

Como uno de los hermanos más pequeños entre ustedes, pero en mi llamamiento de apóstol del Señor, testifico del Cristo que es nuestro Salvador y el Redentor del mundo. Puesto que este testimonio ha sido forjado con toda una vida de experiencias, estimo necesario relatar algunas de ellas que son de naturaleza muy personal. Pero este testimonio es mío y entiendo que el Salvador sabe que yo sé que él vive.

La primera piedra angular de mi testimonio se estableció hace mucho tiempo. Uno de mis recuerdos más remotos es el haber tenido una aterradora pesadilla cuando era muy pequeño. Todavía la recuerdo vívidamente. Debo de haber gritado de miedo durante la noche. Mi abuela fue a despertarme. Yo lloraba y ella me tomó entre sus brazos, me abrazó y me consoló. Fue a buscar un tazón de mi arroz con leche predilecto que había quedado de la cena, yo me senté en su falda y ella me lo dio a comer en la boca. Me dijo que estábamos seguros en casa porque Jesús velaba por nosotros. Percibí en ese entonces que así era en realidad y todavía lo creo. Me sentí reconfortado en cuerpo y alma, y volví apaciblemente a acostarme, seguro de la divina realidad de que Jesús vela por nosotros.

Aquella primera y memorable experiencia condujo a otras poderosas confirmaciones de que Dios vive y de que Jesús es nuestro Señor y Salvador. Muchas de ellas vinieron en respuesta a la oración ferviente. De niño, cuando perdía cosas como mi valiosísima navaja, aprendí que si oraba con fervor por lo general podía encontrarlas. Y siempre pude hallar las vacas perdidas que se habían confiado a mi cuidado. A veces, tenía que orar más de una vez, pero mis oraciones siempre eran contestadas. En ocasiones la respuesta era no, pero más a menudo eran positivas y de confirmación. Aun cuando la respuesta era no, llegué a saber que, en la gran sabiduría del Señor, la respuesta que recibía era para mi beneficio. Mi fe siguió creciendo como bloques que se van colocando sobre la piedra angular, línea por línea, precepto por precepto. Son demasiados como para mencionarlos uno por uno; algunos son demasiado sagrados para exponerlos.

Esas primeras semillas de fe retoñaron aún más cuando, siendo yo un muchachito del Sacerdocio Aarónico, recibí una confirmación de fuente original del notable testimonio de los tres testigos referente a la veracidad del Libro de Mormón. El presidente de mi estaca era el presidente Henry D. Moyle, y su padre era James H. Moyle. En el verano, el hermano James H. Moyle visitaba a su familia y asistía a nuestro pequeño barrio del sureste del Valle del Lago Salado.

Un domingo, el hermano James H. Moyle nos contó un hecho excepcional. De joven había ido a la Universidad de Michigan a estudiar derecho. Cuando estaba para terminar sus estudios, su padre le dijo que David Whitmer, uno de los testigos del Libro de Mormón, todavía vivía. El padre sugirió al hijo que en el camino de regreso a Salt Lake City pasara a visitar a David Whitmer. El objetivo del hermano Moyle era preguntarle acerca de su testimonio con respecto a las planchas de oro del Libro de Mormón.

Durante esa visita, el hermano Moyle dijo a David Whitmer: ”Señor, usted es un hombre mayor y yo soy un joven. He estado estudiando de atestiguaciones y testimonios. Le ruego me diga la verdad sobre su testimonio como uno de los testigos del Libro de Mormón”. Entonces, David Whitmer le dijo: ”Sí, yo sostuve las planchas en mis manos y un ángel las puso ante nosotros. Mi testimonio con respecto al Libro de Mormón es verdadero”. David Whitmer estaba fuera de la Iglesia, pero nunca negó su testimonio de la visitación del ángel, de haber tocado las planchas de oro y de la veracidad del Libro de Mormón. El haber oído con mis propios oídos esa experiencia notable de labios del hermano Moyle produjo un efecto poderoso y confirmante en mi creciente testimonio. Una vez que lo oí, vino a ser irrevocable para mí.

Una de las piedras del fundamento de mi testimonio se estableció cuando de joven fui a mi primera misión a Brasil. En aquel tiempo, nuestro trabajo era infructuoso y difícil. No podíamos ni siquiera vislumbrar el gran derramamiento del Espíritu del Señor que ha habido tanto en ese país como en los demás países de Sudamérica, de Centroamérica y en México en los años subsiguientes. Hace sesenta años, había sólo una estaca en todos esos países. Ahora hay 643 estacas en Latinoamérica. Y creo que eso es tan sólo el principio. Lo que ha ocurrido excede a todo lo que hubiese esperado o soñado. Es uno de los muchos milagros que he presenciado. Doy fe de que todo eso no hubiera podido suceder sin la intervención divina del Señor, que vela por esta santa obra, no sólo en Latinoamérica, sino en todos los países del mundo.

En mi larga vida he hallado paz, regocijo y felicidad mucho más grandes de los que hubiera anhelado. Una de las bendiciones supremas de mi vida ha sido el haberme casado con una fiel hija de Dios. La quiero con todo mi corazón y con toda mi alma. He sido conducido en las alas de su espíritu.1 Nos casamos en el Templo de Salt Lake hace 57 años cuando me fui de soldado a la Segunda Guerra Mundial sin saber si volvería vivo. Su fe firme e inquebrantable y su apoyo han fortalecido mi propio testimonio en los momentos difíciles. La promesa de mi jornada eterna, si tengo la bendición de recibirla, será magnífica con ella a mi lado.

Otra gran bendición de mi vida ha sido el haber tenido hijos aun cuando pensábamos que nunca podríamos tenerlos. Nuestra alegría se ha incrementado con nuestros nietos y bisnietos. Sólo por el poder de una bendición del sacerdocio eso se hizo posible.

No obstante, junto con las bendiciones, he conocido grandes dificultades y pesares. Estoy agradecido por las lecciones que he aprendido con esos golpes de la adversidad. De jovencito, viví en los años de la gran depresión económica cuando los bancos quebraron y muchísimas personas perdieron el empleo y su casa, y pasaron hambre. Por fortuna, yo tenía trabajo en una fábrica de enlatados donde me pagaban 25 centavos por hora. ¡Quizás eso era todo lo que yo valía! Pero me sirvió para proseguir mis estudios. Estuve tres largos años en el servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. La ocasión en que estuvimos en peligro de que el barco en que viajábamos se volcara en medio de una terrible tempestad en el Océano Pacífico, me puse en las manos del Señor y le prometí con fervor que si sobrevivía procuraría servirle todos los días de mi vida.

En ocasiones, he tropezado y he sido menos de lo que debía haber sido. Todos nos enfrentamos con el tener que tomar decisiones dolorosas, determinantes y difíciles que nos llevan a un nivel más elevado de espiritualidad. Son los Getsemanís de nuestras vidas que traen consigo intenso dolor y angustia. A veces son demasiado sagradas para darlas a conocer públicamente. Son las experiencias decisivas que nos ayudan a desterrar los anhelos injustos cifrados en las cosas del mundo. Al caer de nuestros ojos las escamas de tinieblas, vemos con mayor claridad quiénes somos y cuáles son nuestras responsabilidades con respecto a nuestro destino divino.

Reconozco humildemente que esas muchas experiencias han alimentado mi conocimiento firme de que Jesús es nuestro Salvador y Redentor. He oído Su voz y he sentido Su influencia y Su presencia, las que han sido como un manto de cálido abrigo espiritual. Lo asombroso de ello es que todos los que a conciencia se esfuercen por guardar los mandamientos y por apoyar a sus líderes pueden recibir ese mismo conocimiento en cierta medida. El privilegio de prestar servicio en la causa del Maestro brinda gran satisfacción y paz interior.

El testimonio y la fe unidos de los primeros miembros de la Iglesia los llevó desde Palmyra a Kirtland, y de Nauvoo al Valle del Lago Salado. Con el tiempo, esa fe establecerá esta obra por todo el mundo. Esa fuerza del testimonio y de la fe hace avanzar la obra de Dios de un modo prodigioso. El poder del Señor está en esta obra, como lo evidencian los extraordinarios sucesos de nuestros tiempos.

El presidente Gordon B. Hinckley preside lo que posiblemente es el mayor número de personas fieles que han vivido sobre la faz de la tierra. Testifico que él es de verdad un gran profeta. Él necesita seguidores fieles. La gran fuerza de esta Iglesia proviene de nuestros testimonios colectivos e individuales, cultivados con nuestras propias pruebas y fidelidad. La fidelidad de los santos ha hecho posible que este gran Centro de Conferencias se construyera y se dedicara en el nombre del Señor en este día histórico. Es único en su género en el mundo entero. Cuán asombrosas y grandes son las obras del Señor en nuestra época. Como pueblo, no somos todavía lo que debemos ser… estamos lejos de ello. Sin embargo, confío en que nos esforzaremos con mayor ahínco por llegar a ser un pueblo más recto, digno de seguir recibiendo las bendiciones del cielo.

La celeridad con que se han edificado templos en nuestros días ha sido extraordinaria. Por la visión profética del presidente Hinckley ahora tenemos cien templos, 39 de los cuales han sido dedicados desde la conferencia de octubre del año pasado. Ese logro notable ha sido posible gracias a los fieles pagadores de diezmos. Esto a su vez ha hecho que el Señor cumpla la promesa que hizo por medio de Malaquías: ”…y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde”2 . Todos estos bellísimos y santos edificios son un testimonio de nuestra creencia en que el Salvador rompió las ligaduras de la muerte y nos abrió el camino para que hiciéramos convenios que serán válidos en otro mundo.

Al igual que Alma, puedo testificar que ”todas las cosas indican que hay un Dios, sí, aun la tierra y todo cuanto hay sobre ella, sí, y su movimiento, sí, y también todos los planetas que se mueven en su orden regular testifican que hay un Creador Supremo”3.

En una revelación manifestada al profeta José Smith que sé es verdadera, el Salvador testificó de sí mismo con estas palabras: ”…yo soy la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo;

”…soy en el Padre, y el Padre en mí, y el Padre y yo somos uno…”4.

El Señor ha prometido que ”…toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy…”5.

Cuando fui llamado al santo apostolado hace ya muchos años, mi testimonio firme me indujo a testificar en aquella ocasión con las siguientes palabras:

”Considero que un requisito fundamental para el sagradoapostolado es el de ser testigo personal de que Jesús es el Cristo y el Divino Redentor. Tal vez solamente sobre la base de ese concepto pueda yo llenar los requisitos necesarios. He llegado a conocer esta verdad por medio de la indecible paz y el poder del Espíritu de Dios”6.

Desde que acepté ese llamamiento, mi testimonio indudable ha aumentado enormemente. Ello se debe a mi testimonio inquebrantable de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios.

Mi mayor deseo es ser leal y fiel hasta el fin de mis días en la tierra. Que ello sea así para todos nosotros, ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Véase 2 Nefi 4:25.

  2. Malaquías 3:10.

  3. Alma 30:44.

  4. D. y C. 93:2:3.

  5. D. y C. 93:1.

  6. ”Mi respuesta al llamamiento”, Liahona, febrero de 1979, pág. 26.