El dar a conocer el Evangelio
”Dada la importancia del mensaje, la ayuda que ofrece el Espíritu, el número de misioneros y el tamaño del campo que está listo para la siega, 300.000 nuevos conversos al año no es suficiente”.
Me emociona oír al profeta declarar desde este púlpito la forma en que él ve la obra del Señor rodar hasta los extremos de la tierra, como la piedra que fue cortada no con mano, que vio Daniel en visión (véase Daniel 2:34:35).
Esta obra se dirige bajo el Espíritu del Señor y por medio del ejercicio de la autoridad del sacerdocio dado al hombre. Pero avanza sobre las ruedas de la obra misional mediante aquellos que han respondido al llamamiento del Señor: ”Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15).
El Evangelio de Jesucristo, con toda su pureza, belleza y simplicidad, ha sido restaurado sobre la tierra en estos últimos días, por medio de José Smith, el gran profeta de esta dispensación.
Nosotros, los que hemos probado los dulces frutos del Evangelio, lo conocemos como una fuente de fe, de esperanza, de paz, un manantial constante de dicha. En efecto, es una rara joya que se ha de atesorar y una rara joya que se ha de compartir. Existen 60.000 misioneros regulares dedicados a la labor de compartir el mensaje. Sus esfuerzos, unidos a los de los misioneros de estaca y los de los miembros resultaron en unos 300.000 nuevos conversos el año pasado.
Pero eso no es suficiente. Dada la importancia del mensaje, la ayuda que ofrece el Espíritu, el número de misioneros y el tamaño del campo que está listo para la siega, 300.000 nuevos conversos al año no es suficiente.
De hecho, el año pasado el presidente Hinckley instó a los miembros de la Iglesia a aumentar considerablemente el número de conversos. Todavía no nos encontramos en esa trayectoria proféticamente motivada.
Eso es lo que hacen los profetas: nos ayudan a alcanzar nuevas alturas. El presidente David O. McKay aconsejó: ”Todo miembro un misionero”1; el presidente Kimball: ”Alarguemos el paso”2 y ”Hazlo ahora”3; el presidente Benson: ”Inundar… la tierra con el Libro de Mormón”4; y ahora el presidente Hinckley: ”Aumenten el númerode conversos y reténganlos”. ¿Necesitamos instrucciones más específicas?
Permítanme repasar las instrucciones, que consisten de cuatro pasos, que hemos recibido con respecto a la obra de miembros y misioneros:
-
Determinen, por medio de la oración, quiénes, de entre sus amigos y vecinos, serían los más receptivos al mensaje del Evangelio.
-
Presenten a los misioneros a dichas personas.
-
Participen ustedes mismos en la enseñanza del Evangelio, de preferencia en sus hogares.
-
Integren a sus amigos y a cualquier miembro nuevo a la Iglesia, al ser atentos y serviciales.
Por medio de este proceso sencillo y compacto, podemos aumentar el número de conversos y, lo que es más importante, podemos lograr que los miembros nuevos sientan un hermanamiento total. El aumento en la participación de los miembros es la única forma de aumentar nuestra tasa actual de conversión.
Todo esto lo hemos escuchado muchas veces. ¿Por qué no mejoramos en proporcionar referencias? No es pereza, porque los Santos de los Últimos Días no son perezosos. Yo creo que el miedo al rechazo o el temor a ofender a una amistad son los obstáculos más comunes para compartir el Evangelio.
Pero, ¿son válidos estos temores? Cuando ustedes invitan a un amigo a reunirse con los misioneros, están ofreciendo compartir algo que es muy valioso y preciado. ¿Es ofensivo eso? La hermana Oaks y yo hemos comprobado que eso no es el caso. De hecho, hemos descubierto que cuando ofrecemos compartir el Evangelio, se fortalece la amistad, aun cuando nuestros amigos tal vez no abracen el mensaje del Evangelio.
Supongan que se les ha invitado a tomar desayuno a la casa de un amigo. En la mesa ven una jarra grande de jugo de naranja recién hecho, de la cual el anfitrión llena su vaso; pero no les ofrece a ustedes. Por fin, ustedes preguntan: ”¿Podría darme un vaso de jugo de naranja?”.
El anfitrión responde: ”Perdone, pensé que a usted no le gustaría el jugo de naranja y no quise ofenderlo ofreciéndole algo que no deseaba”.
Esto suena absurdo, pero no es muy diferente de lo que sucede cuando vacilamos en ofrecer algo que es mucho más dulce que el jugo de naranja. A menudo me he preocupado por la manera que voy a contestar a algún amigo sobre mi vacilación cuando lo encuentre más allá del velo.
Un relato que contó el Élder Christoffel Golden, de Sudáfrica, trajo a colación mis inquietudes. Recientemente estuvo en Lusaka, Zambia, en una reunión de nuevos conversos. Un desconocido, refinado en el hablar y en el modo de vestir, con un Libro de Mormón en la mano, entró en la capilla. Dijo que había pasado varias veces frente al edificio y se había preguntado qué iglesia habría allí y qué doctrina enseñaban.
Al término de la reunión, ese caballero se puso de pie, alzó en alto su ejemplar del Libro de Mormón y preguntó: ”¿Por qué han mantenido escondido este libro de la gente de Lusaka? ¿Por qué lo han mantenido en secreto?”.
Al escuchar el relato, me sentí incómodo, de que un día algún amigo me pudiese preguntar: ”¿Por qué guardaste en secreto este Libro de Mormón, con su mensaje de verdad y salvación?”.
Mi respuesta: ”Tuve miedo de perjudicar nuestra amistad”, no será muy satisfactoria ni para mí ni para mi amigo.
Hermanos y hermanas, ruego que podamos poner de lado nuestros temores y nuestra indecisión y ya no mantengamos en secreto el gran tesoro que poseemos.
Permítanme expresar un pensamiento más con respecto a la obra misional: Durante mi breve temporada en el sudeste de África, me ha sorprendido sobremanera el servicio extraordinario que prestan los matrimonios misioneros. A diario hacen contribuciones de importancia al fortalecimiento de los miembros y a hacer rodar hacia adelante, en su curso eterno, esa piedra cortada no con mano. ¡Qué equipo imponente de rectitud forman con los misioneros más jóvenes y los miembros locales!
Ya sea en cuestiones de liderazgo, de proselitismo, de la obra del templo, de ayuda humanitaria, de bienestar o de los servicios educativos de Iglesia, la contribución que hacen estas almas, con su gran experiencia y testimonio, es inmensurable. Y sin excepción, veo que de su servicio derivan gran satisfacción personal.
Si ustedes se han jubilado, o están por hacerlo, y se preguntan qué cosa útil podrían hacer con el resto de su vida, pónganse en contacto con su obispo. Permítanle compartir con ustedes su fascinante lista de oportunidades misionales.
Hoy día, tomen de la mano a su cónyuge y vean si no están de acuerdo en que lo mejor para todos, incluso los nietos, sería que ustedes aceptaran una asignación de servir al Señor como misioneros. Ésta es Su obra y él nos llama a unirnos con él en ella.
Testifico que Dios, nuestro Padre Eterno y Su Hijo Unigénito, Jesucristo, viven. Cristo vino a la tierra y cumplió con Su llamamiento como Redentor de todo el género humano. Testifico que Su Evangelio ha sido restaurado, en su plenitud, y que hay un profeta viviente, Gordon B. Hinckley, que guía esta obra bajo la dirección del Padre y del Hijo. Y esto lo hago en el nombre de Jesucristo. Amén.