Testimonio puro
El testimonio —el verdadero testimonio, nacido del Espíritu y confirmado por el Espíritu Santo— cambia vidas.
Hace poco regresé de una asignación en Asia donde nos reunimos con fieles santos y misioneros. Una de las reuniones se efectuó en un área metropolitana donde hay cerca de 14.000 miembros de la Iglesia que viven entre una población de casi 21 millones de personas. Si se aplicara esa misma proporción a esta reunión, en el Centro de Conferencias sólo tendríamos 13 miembros de la Iglesia esparcidos entre esta congregación de más de veinte mil personas.
Esa experiencia me hizo ver cuán profundamente agradecidos debemos estar todos por saber que, después de muchos años de oscuridad y apostasía, José Smith tuvo una maravillosa visión del Padre y del Hijo en la Arboleda Sagrada. Claramente, en el mundo de hoy, es algo raro y precioso tener un testimonio de que Dios nuestro Padre Celestial vive, de que Su Hijo Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor y de que la autoridad del sacerdocio para administrar el Evangelio de Jesucristo se ha restaurado de nuevo en la tierra. La enorme bendición de tener un testimonio de estas verdades no se puede medir ni tomarse a la ligera.
El testimonio personal es el fundamento de nuestra fe; es el poder unificador que hace que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días sea algo singular en la vida de sus miembros, en comparación con todas las demás denominaciones religiosas del mundo. La doctrina de la Restauración es gloriosa de por sí, pero lo que la hace poderosa y le da gran significado son los testimonios personales de los miembros de la Iglesia de todo el mundo que aceptan la restauración del Evangelio y se esfuerzan por vivir sus enseñanzas cada día.
Un testimonio es un testigo o una confirmación de la verdad eterna grabado en el corazón y en el alma de las personas mediante el Espíritu Santo, cuyo ministerio principal es testificar de la verdad, en particular en lo relativo al Padre y al Hijo. Cuando una persona recibe un testimonio de la verdad a través de este proceso divinamente señalado, inmediatamente empieza a tener un efecto en la vida de esa persona. Según dijo Alma, hijo: “…empezará a hincharse en vuestro pecho; y al sentir esta sensación de crecimiento, empezaréis a decir dentro de vosotros: Debe ser que ésta es una semilla buena, o que la palabra es buena, porque empieza a ensanchar mi alma; sí, empieza a iluminar mi entendimiento; sí, empieza a ser deliciosa para mí” (Alma 32: 27–28).
En palabras sencillas, el testimonio —el verdadero testimonio, nacido del Espíritu y confirmado por el Espíritu Santo— cambia vidas; cambia su manera de pensar y lo que hagan; cambia lo que digan; afecta todo a lo que den prioridad y toda decisión que tomen. El tener un testimonio verdadero y perdurable del Evangelio de Jesucristo es haber “nacido espiritualmente de Dios”, “[es recibir] su imagen en vuestros rostros” y experimentar un “gran cambio en vuestros corazones” (Alma 5:14).
Así como todo en la vida, los testimonios crecen y se cultivan mediante la experiencia y el servicio. Con frecuencia escuchamos a algunos miembros, y especialmente a los niños, expresar su testimonio, enumerando las cosas por las que están agradecidos: su amor por la familia, la Iglesia, sus maestros y sus amigos. Para ellos, el Evangelio es algo por lo que están agradecidos porque les hace sentir felices y seguros. Ése es un buen comienzo, pero los testimonios deben ser mucho más; desde temprana edad, deben estar afianzados en los primeros principios del Evangelio.
Un testimonio de la realidad del amor de nuestro Padre Celestial, de la vida y del ministerio de Jesucristo y del efecto que Su expiación tiene en todo hijo e hija de Dios produce el deseo de arrepentirse y de vivir para ser digno de la compañía del Espíritu Santo. Asimismo, recibimos una confirmación en el alma en cuanto a la restauración del Evangelio en estos últimos días. Recibimos un testimonio verdadero de esas preciosas verdades por medio del Espíritu Santo y después de hacer un esfuerzo sincero y dedicado, lo que incluye la enseñanza en el hogar, la oración, el estudio de las Escrituras, el servicio a los demás y la obediencia diligente a los mandamientos de nuestro Padre Celestial. El obtener un testimonio y aferrarnos para siempre en las verdades del Evangelio vale cualquier precio de preparación espiritual que se nos exija pagar.
La experiencia que he tenido por toda la Iglesia me lleva a preocuparme de que demasiados testimonios de nuestros miembros se basan en decir “Estoy agradecido” y “Amo a”, y que muy pocos son capaces de decir con humilde pero sincera claridad: “Yo sé”. Como resultado de ello, nuestras reuniones a veces carecen del fundamento espiritual rico en testimonio que conmueve el alma y que surte un impacto significativo y positivo en la vida de las personas que los escuchen.
Nuestras reuniones de testimonio se deben centrar más en el Salvador, en las doctrinas del Evangelio, en las bendiciones de la Restauración y en las enseñanzas de las Escrituras. Debemos reemplazar los relatos, los itinerarios de viajes y los sermones con testimonios puros. Aquellas personas a quienes se les encomiende hablar y enseñar en nuestras reuniones deben hacerlo con poder doctrinal que se pueda tanto escuchar como sentir, y que eleve el espíritu y edifique a nuestros miembros. Recordarán que en la parte central del poderoso sermón del rey Benjamín a su pueblo, se encontraba el testimonio personal del Salvador, quien en aquel tiempo aún no había nacido.
En un momento del sermón del rey, cuando acababa de dar testimonio al pueblo, “el Espíritu del Señor descendió sobre ellos, y fueron llenos de gozo… a causa de la gran fe que tenían en Jesucristo que había de venir” (Mosíah 4: 3).
La razón de ello es porque el Espíritu no se puede restringir cuando se expresa el testimonio puro de Cristo. Por esa razón, los del pueblo del rey Benjamín se sintieron tan inspirados por su testimonio, que sus vidas fueron cambiadas en ese instante y llegaron a ser como una gente nueva.
Recuerden también a Abinadí y a Alma. Abinadí enfureció al inicuo rey Noé con su valiente testimonio del Señor Jesucristo. Al final, ese gran misionero ofreció el máximo sacrificio por su testimonio y fe, pero no sin antes conmover, con su testimonio puro, a un alma creyente. Alma, uno de los sacerdotes del rey Noé, “se arrepintió de sus pecados e iniquidades, [aceptó a Jesús como el Cristo] y fue secretamente entre el pueblo, y empezó a enseñar las palabras de Abinadí” (Mosíah 18: 1). Muchos se convirtieron al Evangelio de Jesucristo como resultado directo del testimonio del Salvador que Abinadí expresó de forma tan poderosa, y que creyó un solo ser: Alma.
El apóstol Pablo también dio un ferviente testimonio de Cristo y convirtió a muchas personas mediante sus labores misionales. Él no se acobardó al dar su testimonio ante el rey Agripa y sus palabras fueron tan poderosas que incluso ese destacado representante del Imperio Romano se sintió impulsado a exclamar: “…Por poco me persuades a ser cristiano” (Hechos 26:28).
Creo que la lección es clara: el sólo tener un testimonio no es suficiente; de hecho, cuando nuestra conversión ha sido sincera, no podemos refrenarnos de testificar. Y así como lo fue para los apóstoles y los miembros fieles de antaño, para nosotros es también nuestro privilegio, nuestro deber y nuestra solemne obligación “[declarar] las cosas que… [sabemos] que son verdaderas” (D. y C. 80: 4).
Repito, tengan presente que nos referimos al compartir un verdadero testimonio, no simplemente a hablar de las cosas por las que estamos agradecidos. Si bien siempre es bueno expresar amor y gratitud, esas expresiones no constituyen la clase de testimonio que encenderá la llama de la creencia en los demás. El dar testimonio es “dar testimonio por el poder del Espíritu Santo; hacer una declaración solemne de la verdad basada en el conocimiento o la creencia personal” (Guía para el Estudio de las Escrituras, “Testificar” pág. 201). La clara declaración de la verdad influye en las personas; eso es lo que cambia corazones; eso es lo que el Espíritu Santo puede confirmar en el corazón de los hijos de Dios.
Aunque, como miembros de la Iglesia, podemos tener testimonio de muchas cosas, hay verdades básicas que debemos enseñarnos constantemente unos a otros y compartirlas con aquellos que no son de nuestra fe: testificar que Dios es nuestro Padre y que Jesús es el Cristo; que el plan de salvación se centra en la expiación del Salvador; que José Smith restauró la plenitud del Evangelio eterno de Jesucristo y que el Libro de Mormón es evidencia de que nuestro testimonio es verdadero.
Ocurren cosas maravillosas cuando los miembros se unen con los misioneros y comparten un testimonio puro con aquellos que no son miembros de la Iglesia. Por ejemplo, aunque muchas personas se conmovieron por el testimonio de Alma en la tierra de Ammoníah, cuando Amulek se puso de pie y agregó su testimonio al de Alma, “el pueblo comenzó a asombrarse, viendo que había más de un testigo que daba testimonio” (Alma 10:12). Lo mismo puede suceder con nosotros hoy día. Si unimos fuerzas, el Señor nos ayudará a encontrar a muchas más de Sus ovejas que conocerán Su voz al compartir unidos nuestros testimonios con ellos.
Hace muchos años, Brigham Young contó el relato de uno de los primeros misioneros de la Iglesia a quien se le pidió que compartiera su testimonio con un grupo numeroso de personas. Según el presidente Young, ese élder en particular “nunca había sido capaz de decir que sabía que José Smith era un profeta”. Habría preferido decir sólo una oración e irse, pero las circunstancias lo hicieron imposible. De modo que empezó a hablar, y “tan pronto como pudo enunciar el nombre ‘José’, le siguió ‘es un profeta’; y desde ese momento, se le soltó la lengua y continuó predicando hasta casi al anochecer”.
El presidente Young se valió de esa experiencia para enseñar que “el Señor derrama Su Espíritu sobre el hombre que testifica aquello de lo que el Señor desea que testifique” (Millenial Star, suplemento, 1853 pág. 30).
Hyrum, el hermano del Profeta, comprendió eso y testificó con valentía sobre la verdad divina, tal como le había sido revelada a su hermano José, y le había sido confirmada en su propio corazón. Su testimonio fue una bendición para muchas personas, incluso para Parley P. Pratt. Cuando Parley encontró por primera vez el Libro de Mormón, Hyrum lo llevó a su propio hogar y pasó la noche enseñándole y testificándole. Él dio testimonio del manto profético que descansaba sobre José y de la veracidad del Libro de Mormón. Poco después, Hyrum puso a un lado sus propias necesidades y se fue con Parley para concederle su petición para el bautismo (véase Autobiography of Parley P. Pratt, ed. Parley P. Pratt Jr., 1938, págs. 35–42).
Tal vez nunca lleguemos a comprender plenamente ni podamos medir los efectos de largo alcance del testimonio que Hyrum le expresó a Parley P. Pratt. Además de la fiel posteridad de Parley, su testimonio apostólico y su servicio misional trajeron a innumerables almas al reino de Dios. Es interesante que entre los que se unieron a la Iglesia como resultado directo de su ministerio en Canadá se encontraban Joseph Fielding y sus hermanas, Mary y Mercy. Después de la muerte de su primera esposa, Jerusha, Hyrum conoció a Mary Fielding, con quien se casó, y de ese matrimonio desciende el presidente Joseph F. Smith y otros innumerables líderes de la Iglesia. Me doy cuenta de que no todos los testimonios resultarán en una bendición como ésa, como lo hizo el de Hyrum.
Joseph Kimber, un nuevo y humilde converso de Thatcham, Inglaterra, expresó su sencillo testimonio a un compañero de trabajo de la granja. Creo que el testimonio del hermano Kimber acerca de José Smith y de la Restauración es lo que encendió la llama de la creencia en el corazón de Henry Ballard, de 17 años de edad, y que lo hizo pedir ser bautizado. Las generaciones de la familia Ballard son los beneficiarios de ese humilde testimonio.
Los miembros y los misioneros de hoy en día podemos tener la experiencia de convertir a otras personas al vivir de la mejor manera que podamos y estar preparados para “ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar” (Mosíah 18:9). Recientemente un amigo me contó de cuando iba en autobús en un viaje de 90 minutos en Brasil. Sintió la impresión de pasar a la parte posterior del autobús para hablar con los jóvenes que habían servido de guías para el grupo de hombres de negocios. Un colega de su padre lo siguió hasta la parte de atrás del autobús y oyó su testimonio de la veracidad del Evangelio restaurado. Ese hombre dijo más tarde: “Cuando oí su testimonio, pasó por mi cuerpo el claro sentimiento de que esas cosas eran verdaderas”. Él y su esposa se bautizarán dentro de poco.
Los misioneros se preparan actualmente para enseñar las lecciones, no como un diálogo memorizado o una presentación mecánica, sino que ellos bosquejarán los principios del Evangelio de forma organizada, solicitando la ayuda del Espíritu para que los dirija en cuanto a la manera de comunicar las verdades del Evangelio a los investigadores, de espíritu a espíritu, y de corazón a corazón. Hermanos y hermanas, únanse con los misioneros para compartir su valioso testimonio cada día, testificando en toda oportunidad del glorioso mensaje de la Restauración. El fervor de su testimonio es todo lo que necesitan para presentar el Evangelio a muchos más hijos de nuestro Padre. Confíen en el Señor y nunca subestimen el impacto que su testimonio puede tener en la vida de los demás a medida que lo expresan con el poder del Espíritu. La duda y el temor son los instrumentos de Satanás. Ha llegado el momento de que todos superemos cualquier temor y que con valentía aprovechemos toda oportunidad para compartir nuestro testimonio del Evangelio.
Que el Señor los bendiga a medida que continúan cultivando su testimonio por medio de sus oraciones, su estudio personal del Evangelio y sus actos de servicio. Con gran gozo les testifico humildemente que nuestro Padre Celestial nos ama, que Jesús es el Cristo, que José Smith restauró la plenitud del Evangelio eterno y que el Libro de Mormón testifica de esas verdades. Nos guía hoy día un profeta viviente y pido que el Señor les bendiga, mis queridos hermanos y hermanas, a medida que enseñan y testifican, ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.