Caminando hacia la luz de Su amor
Las relaciones forjadas entre las mujeres del convenio en la Sociedad de Socorro… pueden iluminar, alegrar y enriquecer el trayecto de la vida.
En las primeras mañanas de primavera y cuando el sol apenas se asomaba por las cimas de las montañas, Jan y yo empezamos a caminar juntas. Habiendo sido recientemente asignadas compañeras para ser maestras visitantes, ambas éramos madres jóvenes con familias con hijos pequeños y con horarios ocupados y exigentes.
Jan y su familia se acababan de mudar a nuestro barrio y no estaba segura de qué conversaríamos. Con esfuerzo y sin aliento, caminábamos día tras día, subiendo y bajando las pendientes de un camino montañés.
Al principio, nuestras conversaciones eran charlas alegres acerca de nuestros esposos e hijos, de sus intereses y de las escuelas en la localidad. Poco a poco abrimos nuestros corazones la una a la otra, conversando de ideas espirituales y tratando en detalle nuestras experiencias para encontrar los principios de verdad. Parecía que a medida que nos esforzábamos para poner nuestro cuerpo en forma, empezamos a poner en forma nuestras almas. Disfruté de ese maravilloso ejercicio.
Aprendí dos lecciones inolvidables de mi jornada con Jan, las cuales siguen iluminando mi mente y llenando mi alma de gozo. La primera es que, cualesquiera sean las circunstancias de la vida de ustedes, si están espiritualmente preparadas, no deben temer (véase D. y C. 38:30).
Mucho después de empezar nuestras caminatas juntas, me enteré que años antes Jan había tomado decisiones que la habían ido apartando, paso a paso, de la Iglesia y hacia un sendero que ahora ella lamentaba. Cerca del tiempo en que nuestras vidas se cruzaron, ella había tomado la determinación de poner su vida en orden. El anhelo de su corazón era prepararse para ser sellada a su esposo y a sus hijos en el templo. Ella había deseado una sola cosa, tal como Nefi lo expresó: “[reconciliarse] con Cristo y [entrar] por la puerta angosta, y [caminar] por la senda estrecha que guía a la vida eterna, y [continuar] en la senda hasta el fin del día de probación” (2 Nefi 33:9).
Tal vez se imaginarían que una vez que Jan hubiese determinado de todo corazón, como el padre de Lamoni en el Libro de Mormón, de “[abandonar] todos [sus] pecados para [conocer al Señor] (Alma 22:18), que su vida sería fácil, pero ese no fue el caso. Ella tuvo que enfrentar algunos de los desafíos más angustiosamente difíciles de la vida: le diagnosticaron un tumor cerebral, su esposo perdió el trabajo y posteriormente la familia perdió la casa y el auto.
Aun así, la fe que Jan tenía en Jesucristo aumentó con más firmeza a medida que su vida se tornaba más difícil. Al andar con dificultad en nuestras caminatas, aprendí mucho de Jan en cuanto a cómo la fe en el Señor y la preparación espiritual diaria le ayudaron a vencer el temor. Ella parecía entender perfectamente lo que el presidente Gordon B. Hinckley ha enseñado: “Sería prudente que nos arrodilláramos delante de nuestro Dios en súplica. Él nos ayudará; Él nos bendecirá; Él nos consolará y nos sostendrá” (Standing for Something, 2000, pág. 178).
Aunque pasaba por terribles pruebas, era obvio para mí que Jan sabía que las palabras de nuestro Profeta son verdaderas. Nunca interrumpió su preparación espiritual personal a medida que seguía adelante sin temor, un día a la vez, con un radiante sentido de tranquilidad en su vida. En el transcurso de aquellas tempranas horas que pasábamos juntas, literalmente vi que “[rompía] el alba de la verdad… el día glorioso amanecer” (“Ya rompe el alba”, Himnos, Nº 1), a medida que el arrepentimiento le infundía a Jan alivio de sus pecados y un profundo esclarecimiento espiritual.
Le pregunté a Jan cómo había llegado a sentir paz cuando su vida se encontraba en tal estado de conmoción y las cosas colapsaban en su derredor. Creo que las palabras de un himno captan mejor lo que ella sentía y que después compartió conmigo acerca del poder de la Expiación en su vida:
Jesús es mi luz; Él es mi poder,
y con Su amor podré yo vencer.
Mis faltas, con gracia Él puede
borrar; andando por fe fuerzas
he de cobrar”.
(“Jesús es mi luz”, Himnos, Nº 42).
Debido a su perdurable fe, la Expiación del Señor le brindó a Jan renovación diaria; ella sometió su voluntad a la del Señor, mediante una oración, una escritura y un acto de servicio a la vez.
Poco antes de su fallecimiento, cuando tenía treinta y tantos años, me encontraba yo entre los que se habían reunido en el templo, regocijándonos silenciosamente cuando ella, su esposo y sus hijos se arrodillaron ante el altar y fueron sellados juntos por la eternidad.
La segunda lección inolvidable que aprendí de Jan es que, cuando las hermanas de la Sociedad de Socorro miran “con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios” (D. y C. 4:5), pueden experimentar ricas percepciones personales y compartir una profunda fortaleza espiritual.
Al comenzar nuestras caminatas, Jan y yo no caminábamos al mismo ritmo. A medida que nuestros corazones llegaron a estar “entrelazados… con unidad y amor”(Mosíah 18:21), caminamos más en armonía mutua, tanto física como espiritualmente. Nos fortalecíamos la una a la otra con nuestros testimonios, llevábamos las cargas la una de la otra, nos fortalecíamos y consolábamos la una a la otra como siempre lo han hecho las hermanas de la Sociedad de Socorro.
Como resultado de mi amistad con Jan, llegué a darme cuenta del sagrado parentesco que nos une como hermanas de la Sociedad de Socorro. Jan y yo, como muchas de ustedes, cultivamos nuestra asignación como compañeras de maestras visitantes hasta llegar a ser hermanas y amigas queridas. Testifico que las relaciones forjadas entre las mujeres del convenio en la Sociedad de Socorro en verdad pueden iluminar, alegrar y enriquecer el trayecto de la vida porque nos podemos ayudar mutuamente a aprender a poner al Señor primero en nuestro corazón y en nuestra vida. Lo sé porque hace más de veinte años Jan me ayudó a acercarme más a nuestro Salvador por la forma en que ella vivía; me alentó a mirar más allá de mis problemas, a regocijarme con gratitud en la majestuosidad de la Expiación del Salvador por mis pecados, me ayudó a mirar hacia delante con fe a lo que cada día traiga y a disfrutar de las profundas relaciones espirituales que sólo se encuentran en la Sociedad de Socorro.
Todavía salgo a caminar por las mañanas, en cada oportunidad que se presenta; todavía me detengo a estudiar las bellezas de esta tierra y agradecer al Padre Celestial la misión de nuestro Salvador Jesucristo. A menudo recuerdo con profunda gratitud el espíritu que Jan trajo a nuestras caminatas debido a su gran deseo de sentir el amor redentor del Salvador. El amor de ella por el Señor inundó mi corazón en aquel entonces, tan plenamente como los rayos del sol naciente siguen llenando la tierra con luz cada amanecer.
Testifico de nuestro Salvador, quien dijo de Sí mismo: “He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios. Soy la vida y la luz del mundo” (D. y C. 11:28). Hermanas, sé que al prepararnos en forma cotidiana, un paso a la vez, cada una de nosotras, al igual que Jan, puede seguir adelante sin temor, encontrando nuestro sendero hacia Él a medida que en forma personal sintamos las bendiciones de Su infinita Expiación. Sé que una de las excelsas bendiciones de la Sociedad de Socorro es nuestra conexión con mujeres que también testifican de nuestro Señor. Mi ruego es que caminemos siempre lado a lado, hacia la luz de Su amor redentor. En el nombre de Jesucristo. Amén.