El glorioso plan de nuestro Padre
Gracias al santo plan de Dios, sabemos que el nacimiento y la muerte realmente constituyen momentos significativos en nuestro viaje hacia la vida eterna con nuestro Padre Celestial1.
En los inicios de mi formación como médico, tuve el privilegio de ayudar a una joven madre a dar a luz a su primer hijo. Ella estaba tranquila, centrada y feliz. Cuando nació el bebé, le entregué a la madre su preciado recién nacido. Con lágrimas de felicidad que le rodaban por las mejillas, ella tomó en sus brazos a ese bebé recién nacido y lo examinó de pies a cabeza. Lo estrechó y acarició como solo una madre puede hacerlo. Para mí fue un privilegio estar en esa habitación con ella.
De ese modo comenzó la vida para todos nosotros. Sin embargo, ¿fue nuestro nacimiento realmente el comienzo? El mundo considera el nacimiento y la muerte como el principio y el fin. Sin embargo, nosotros sabemos, gracias al santo plan de Dios, que el nacimiento y la muerte realmente constituyen momentos significativos en nuestro viaje hacia la vida eterna con nuestro Padre Celestial. Son componentes esenciales del plan de nuestro Padre; son momentos sagrados en los que el cielo entra en contacto con la mortalidad. Hoy, al reflexionar en lo que aprendí al observar nacimientos y muertes a lo largo de los años de practicar la medicina y de servir en la Iglesia, deseo testificar del glorioso plan de nuestro Padre.
“Antes de nacer, vivíamos con Dios, el Padre de nuestros espíritus. Todas las personas de la tierra [somos] literalmente hermanos y hermanas de la familia de Dios”, y cada uno de nosotros es valioso para Él. Vivimos con Él millones de años antes de nuestro nacimiento terrenal, aprendiendo, eligiendo y preparándonos.
Debido a que el Padre Celestial nos ama, desea que tengamos el don más grande que Él puede dar: el don de la vida eterna. Él no podía darnos ese don sin más; para recibirlo, teníamos que elegirlo a Él y Sus caminos. Para ello, era necesario que saliéramos de Su presencia y emprendiéramos un maravilloso y desafiante viaje de fe, crecimiento y desarrollo. El viaje que el Padre preparó para nosotros se llama el Plan de Salvación o el plan de felicidad.
En un gran concilio preterrenal, nuestro Padre nos presentó Su plan. Cuando lo entendimos, nos sentimos tan felices que exclamamos de gozo, y “las estrellas del alba cantaron alabanzas”.
El plan está edificado sobre tres grandes pilares: los pilares de la eternidad.
El primer pilar es la Creación de la tierra, el entorno para nuestra trayectoria terrenal.
El segundo pilar es la Caída de nuestros primeros padres: Adán y Eva. Gracias a la Caída, se nos concedieron algunas cosas maravillosas. Pudimos nacer y recibir un cuerpo físico. Siempre estaré agradecido a mi madre por traernos a mis hermanos y a mí al mundo, y por enseñarnos la palabra de Dios.
Dios además nos dio el albedrío moral: la capacidad y el privilegio de escoger y actuar por nosotros mismos. A fin de ayudarnos a escoger bien, el Padre Celestial nos dio mandamientos. Cada día, conforme guardamos Sus mandamientos, mostramos a Dios que lo amamos, y Él bendice nuestras vidas.
Al saber que no siempre escogeríamos bien —o en otras palabras, que pecaríamos— el Padre nos dio el tercer pilar: el Salvador Jesucristo y Su expiación. Mediante Su sufrimiento, Cristo pagó el precio tanto de la muerte física como del pecado. Él enseñó: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Jesucristo vivió una vida perfecta, y siempre guardó los mandamientos de Su Padre. “Él recorrió los caminos de Palestina”, enseñó las verdades de la eternidad, sanó a los enfermos, hizo que los ciegos vieran y levantó a los muertos”. Él “anduvo haciendo bienes” y “alentó a los demás a seguir Su ejemplo”.
Hacia el final de Su vida terrenal, Él se arrodilló y oró, diciendo:
“Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya…
“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a tierra”.
Cristo nos ayudó a comprender mejor la magnitud de Su sufrimiento, cuando le dijo al profeta José Smith:
“Yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;
“mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;
“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu”.
Allí, en el Jardín de Getsemaní, Él comenzó a pagar el precio por nuestros pecados y nuestras enfermedades, por nuestros dolores y nuestras debilidades. Gracias a que Él lo hizo, nunca estaremos solos con esas debilidades, si decidimos caminar con Él. “Fue arrestado y condenado por acusaciones falsas, se le declaró culpable para satisfacer a la multitud y se le sentenció a morir en la cruz del Calvario”. Sobre la cruz, “Él dio Su vida para expiar los pecados de todo el género humano en una gran dádiva vicaria en favor de todos los que habitaran la tierra”.
Él declaró:
“He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
“Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo”.
Y el primer día de la semana, Él se levantó de la tumba con un cuerpo resucitado y perfecto, para nunca más volver a morir. Gracias a que Él lo hizo, nosotros también lo haremos.
Testifico que Cristo efectivamente se levantó de la tumba, pero para levantarse de la tumba, tuvo primero que morir. Así debe ser también con nosotros.
Otra de las grandes bendiciones de mi vida ha sido sentir la cercanía del cielo en esos momentos en que estaba sentado junto a la cama de personas que fallecían. Hace algunos años, llegué una mañana temprano a la habitación de una fiel Santo de los Últimos Días que era viuda y tenía cáncer. Dos de sus hijas estaban sentadas cerca de ella. Al acercarme a su cama, descubrí rápidamente que ella ya no sufría más, porque acababa de fallecer.
En ese momento de muerte, la habitación se llenó de paz. Sus hijas manifestaban una dulce tristeza, pero sus corazones estaban llenos de fe. Sabían que su madre no se había ido, sino que había regresado a casa. Incluso en los momentos de más profunda aflicción, cuando el tiempo se detiene y la vida parece tan injusta, podemos hallar consuelo en nuestro Salvador, porque Él también sufrió. Fue un privilegio para mí estar en esa habitación.
Cuando morimos, nuestro espíritu abandona el cuerpo y pasamos a la siguiente fase de nuestro viaje: el mundo de los espíritus. Ese es un lugar de aprendizaje, arrepentimiento, perdón y desarrollo, donde esperamos a que llegue la Resurrección.
En algún día grande y futuro, todos los que hayan nacido se levantarán de la tumba. Nuestros espíritus y nuestros cuerpos físicos serán reunidos otra vez en su perfecta forma. Todos resucitarán, “tanto viejos como jóvenes… varones así como mujeres, malvados así como justos”; y “todo será restablecido a su perfecta forma”.
Después de la Resurrección, tendremos la suprema bendición de ser juzgados por nuestro Salvador, quien dijo:
“Atraeré a mí mismo a todos los hombres, para que sean juzgados según sus obras.
“Y sucederá que cualquiera que se arrepienta y se bautice en mi nombre, será lleno; y si persevera hasta el fin, he aquí, yo lo tendré sin culpa ante mi Padre el día en que me presente para juzgar al mundo”.
Y luego, mediante Cristo y Su expiación, todos los que escojan seguirle por la fe, el arrepentimiento, el bautismo, la recepción del Espíritu Santo y el perseverar hasta el fin hallarán que el propósito de su jornada es recibir “su destino divino como herederos de la vida eterna”. Estos regresarán a la presencia del Padre para vivir con Él para siempre. Ruego que escojamos bien.
Nuestra existencia es mucho más que solo lo que sucede entre el nacimiento y la muerte. Los invito a venir y seguir a Cristo.
Invito a todos los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días a que cada día “[vengan] a Cristo, y [se perfeccionen] en él, y [se abstengan] de toda impiedad… [para que] mediante el derramamiento de la sangre de Cristo… [lleguen] a ser santos, sin mancha”.
Invito a todos los que todavía no son miembros de esta Iglesia a venir y leer el Libro de Mormón, y a escuchar a los misioneros. Vengan, tengan fe y arrepiéntanse de sus pecados. Vengan, bautícense y reciban el Espíritu Santo. Vengan, y vivan una vida feliz, llena de Cristo. Si vienen a Él y guardan Sus mandamientos, les prometo que podrán hallar paz y propósito en esta experiencia terrenal, muchas veces turbulenta, y “la vida eterna en el mundo venidero”.
A aquellos que hayan conocido estas verdades y, por cualquier motivo, se hayan alejado, los invito a regresar. Regresen hoy mismo. Nuestro Padre y el Salvador los aman. Testifico que Cristo tiene el poder para contestar sus preguntas, sanar sus dolores y pesares, y perdonar sus pecados. Sé que eso es verdad. Testifico que todas esas cosas son verdaderas. ¡Cristo vive! Ésta es Su Iglesia. En el nombre de Jesucristo. Amén.