2010–2019
Nuestro Buen Pastor
Abril de 2017


15:21

Nuestro Buen Pastor

Jesucristo, nuestro Buen Pastor, siente gozo al ver que Sus ovejas enfermas progresan hacia la sanación.

Podemos hacernos una idea del carácter de nuestro Padre Celestial cuando reconocemos la inmensa compasión que tiene por los pecadores y apreciamos la distinción que hace entre el pecado y los que pecan. Esta idea nos ayuda a tener un “[entendimiento más] correcto de Su carácter, perfecciones y atributos”, y es fundamental para ejercer la fe en Él y en Su Hijo, Jesucristo. La compasión del Salvador ante nuestras imperfecciones nos acerca a Él y nos motiva en nuestros repetidos intentos por arrepentirnos y emularlo. A medida que llegamos a ser más como Él, aprendemos a tratar a los demás como Él lo hace, sin que importe ninguna característica o comportamiento externos.

El efecto de distinguir entre las características externas de una persona y la persona en sí es la esencia de la novela Los miserables, del escritor francés Víctor Hugo. Al comienzo de la novela, el narrador nos presenta a Bienvenue Myriel, obispo de Digne, y analiza el dilema que enfrenta. ¿Debe visitar a un hombre que es un ateo confeso y que es despreciado en la comunidad a causa de su pasado durante la Revolución francesa?

El narrador declara que, naturalmente, el obispo podría sentir una profunda aversión hacia ese hombre, pero entonces formula una pregunta sencilla: “Igualmente, ¿la costra de las ovejas hará que el pastor retroceda?”. Respondiendo por el obispo, el narrador da una respuesta definitiva, “No”; y luego añade un comentario cómico: “¡Pero qué oveja!”

En ese pasaje, Hugo compara la “iniquidad” del hombre con una enfermedad cutánea de las ovejas, y al obispo con un pastor que no retrocede cuando tiene ante sí a una oveja enferma. El obispo muestra empatía y más adelante en el libro demuestra una compasión similar por otro hombre, el protagonista de la novela, Jean Valjean, un expresidiario degradado. La misericordia y la empatía del obispo motivan a Jean Valjean a cambiar el curso de su vida.

Dado que Dios utiliza en las Escrituras la enfermedad como una metáfora del pecado, cabe preguntarse: “¿Cómo reacciona Jesucristo cuando afronta nuestras enfermedades metafóricas: nuestros pecados?”. Después de todo, el Salvador dijo que Él “no [puede] considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia”; entonces, ¿cómo es capaz de mirarnos, imperfectos como somos, sin retroceder horrorizado e indignado?

La respuesta es clara y sencilla. Como es el Buen Pastor, Jesucristo ve la enfermedad de Sus ovejas como una dolencia que necesita tratamiento, atención y compasión. Este pastor, nuestro Buen Pastor, siente gozo al ver que Sus ovejas enfermas progresan hacia la sanación.

El Salvador predijo que “como pastor [apacentaría] su rebaño”, “[buscaría] a la oveja perdida… [haría] volver a la descarriada… [vendaría] a la perniquebrada y [fortalecería] a la débil”. Si bien se representó al Israel apóstata como consumido por “heridas, y moretones y llagas” pecaminosas, el Salvador alentó, exhortó y prometió la curación.

En verdad, el ministerio terrenal del Salvador se caracterizó por el amor, la compasión y la empatía. Él no recorrió con desprecio los caminos polvorientos de Galilea y Judea, sobresaltándose ante los pecadores, ni los evitó con vil horror. No; Él comió con ellos. Les ayudó, los bendijo, los elevó y edificó, y reemplazó el temor y la desesperación con esperanza y gozo. Como el verdadero pastor que es, Él nos busca y nos encuentra para brindarnos alivio y esperanza. Comprender Su compasión y amor nos ayuda a ejercer fe en Él, arrepentirnos y ser sanados.

El Evangelio de Juan registra el efecto que la empatía del Salvador tiene en una pecadora. Los escribas y fariseos le llevaron una mujer sorprendida en el acto mismo de adulterio. Los acusadores insinuaban que había que apedrearla, en cumplimiento de la ley de Moisés. Jesús, en respuesta a sus preguntas insistentes, les dijo finalmente: “El que de entre vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”.

Los acusadores se fueron “y quedaron solo Jesús y la mujer, que estaba en medio.

“Y… no viendo [Jesús] a nadie más que a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?

“Y ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.

Ciertamente, el Salvador no aprobó el adulterio, pero tampoco condenó a la mujer, sino que la animó a reformar su vida. Ella se animó a cambiar gracias a la compasión y la misericordia de Él. La Traducción de José Smith de la Biblia da fe de su discipulado consiguiente: “Y la mujer glorificó a Dios desde aquella hora, y creyó en su nombre”.

Si bien Dios es empático, no debemos creer erróneamente que acepta el pecado ni que está abierto a considerarlo, porque no lo está. El Salvador vino a la tierra para salvarnos de nuestros pecados y, lo que es importante, no nos salvará en nuestros pecados. Zeezrom, un hábil interrogador, intentó una vez que Amulek cayera en su trampa al preguntarle: “¿Salvará [el Mesías futuro] a su pueblo en sus pecados? Y Amulek contestó y le dijo: Te digo que no, porque le es imposible negar su palabra… no puede salvarlos en sus pecados”. Amulek declaró la verdad fundamental de que para poder ser salvos de nuestros pecados, debemos cumplir con “las condiciones del arrepentimiento”, las cuales liberan el poder del Redentor para salvar nuestra alma.

La compasión, el amor y la misericordia del Salvador nos atraen a Él. Gracias a Su expiación ya no nos satisface nuestro estado pecaminoso. Dios es claro en cuanto a lo que es correcto y aceptable para Él y lo que es malo y pecaminoso. Y no es así porque desee tener seguidores obedientes y sin discernimiento. No, nuestro Padre Celestial desea que Sus hijos escojan, conscientemente y a sabiendas, llegar a ser como Él y reúnan los requisitos para el tipo de vida que Él disfruta. Al hacerlo, Sus hijos cumplen con su destino divino y llegan a ser herederos de todo lo que Él tiene. Por esta razón, los líderes de la Iglesia no pueden alterar los mandamientos de Dios ni la doctrina en contra de Su voluntad para que resulten convenientes o populares.

Sin embargo, en nuestro esfuerzo de toda la vida por seguir a Jesucristo, Su ejemplo de bondad hacia quienes pecan resulta particularmente instructivo. Nosotros, que somos pecadores, debemos, al igual que el Salvador, tender a los demás una mano de compasión y amor. Nuestra función consiste en ayudar y bendecir, elevar y edificar, y reemplazar el temor y la desesperación con esperanza y gozo.

El Salvador reprendió a personas que evitaban a quienes consideraban impuros y que se creían mejores porque los demás eran pecadores. Esa es la lección punzante que el Salvador dirigió a quienes “confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros”, y declaró esta parábola:

“Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro, publicano.

“El fariseo, de pie, oraba para sí de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano;

“ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.

“Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, ten compasión de mí, pecador”.

Entonces Jesús concluyó: “Os digo que este [el publicano] descendió a su casa justificado antes que el otro [el fariseo], porque cualquiera que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.

El mensaje para nosotros es claro: un pecador que se arrepiente se acerca más a Dios que el que se considera mejor persona y condena a ese pecador.

La tendencia humana a considerarse mejores y emitir juicios también estaba presente en la época de Alma. La gente empezó a “establecer la iglesia más completamente… los de la iglesia empezaron a llenarse de orgullo… los del pueblo de la iglesia empezaban a ensalzarse en el orgullo de sus ojos… empezaron a despreciarse unos a otros, y a perseguir a aquellos que no creían conforme a la propia voluntad y placer de ellos”.

Esta persecución estaba específicamente prohibida: “Ahora bien, había una estricta ley entre el pueblo de la iglesia, que ningún hombre que perteneciese a la iglesia se pusiera a perseguir a aquellos que no pertenecían a la iglesia, y que no debía haber persecución entre ellos mismos”. El principio rector para los Santos de los Últimos Días es el mismo. No debemos ser culpables de perseguir a nadie ni dentro ni fuera de la Iglesia.

Los que han sido perseguidos por cualquier razón conocen bien la injusticia y la intolerancia. De adolescente viví en Europa en la década de los años sesenta; en repetidas ocasiones me sentí criticado e intimidado por ser estadounidense y miembro de la Iglesia. Algunos de mis compañeros de clase me trataban como si yo fuera personalmente responsable de la impopular política exterior de EE. UU. También me trataban como si mi religión fuese una afrenta a las naciones en las que viví porque difería de la religión estatal. Más adelante, en diversos países del mundo, he podido observar la crueldad del prejuicio y la discriminación que sufrieron quienes se convierten en víctimas a causa de su raza u origen étnico.

La persecución se presenta de muchas formas: ridículo, acoso, intimidación, exclusión y aislamiento, u odio hacia los demás. Debemos cuidarnos de la intolerancia que alza su fea voz contra quienes tienen opiniones diferentes. En parte, la intolerancia se manifiesta en la falta de disposición para garantizar la misma libertad de expresión. Todos, incluso las personas religiosas, tienen derecho a expresar sus opiniones en público, pero nadie tiene licencia para ser odioso con los demás cuando se expresan esas opiniones.

La historia de la Iglesia ofrece amplia evidencia de cómo se ha tratado a nuestros miembros con odio e intolerancia. Qué triste ironía sería que tratásemos a los demás como se nos ha tratado a nosotros. El Salvador enseñó: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos”. Para pedir respeto, debemos ser respetuosos. Es más, nuestra verdadera conversión trae “la mansedumbre y la humildad de corazón” que invita al “Espíritu Santo” y nos llena de “amor perfecto”, un “amor… no fingido” por los demás.

Nuestro Buen Pastor es inmutable y siente lo mismo hoy acerca del pecado y los pecadores como cuando caminaba sobre la tierra. Él no se aleja de nosotros porque pecamos, aun cuando a veces piense: “¡Pero qué oveja!”. Él nos ama tanto que preparó un camino para que nos arrepintamos y lleguemos a ser limpios para regresar a Él y a nuestro Padre Celestial. Al hacerlo, Jesucristo también nos dio el ejemplo a seguir: demostrar respeto a todos y no odiar a nadie.

Como discípulos Suyos, reflejemos plenamente Su amor y amémonos unos a otros tan abierta y completamente que nadie se sienta abandonado, solo o falto de esperanza. Testifico que Jesucristo es nuestro Buen Pastor, que nos ama y se preocupa por nosotros. Él nos conoce y dio Su vida por Sus ovejas. También vive para nosotros y quiere que lo conozcamos y ejerzamos fe en Él. Le amo y lo venero, y estoy profundamente agradecido por Él, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Lectures on Faith, 1985, pág. 38.

  2. La novela Los miserables, de Víctor Hugo (1802–1885), cuenta la historia de Jean Valjean, que cometió un delito menor al robar una hogaza de pan para alimentar a la familia de su hermana. Condenado a cinco años de cárcel, Valjean pasa 19 años de trabajos forzados a causa de cuatro intentos frustrados de huida y sale de la cárcel convertido en un hombre endurecido y amargado.

    Por causa de sus antecedentes penales, Valjean no puede encontrar trabajo, comida ni alojamiento. Agotado y desmoralizado, por fin logra alojarse con el obispo de Digne, que trata a Valjean con bondad y compasión. Por la noche, Valjean se rinde a un sentimiento de desesperanza, roba la cubertería de plata del obispo y huye.

    Valjean es capturado y devuelto al obispo. Inexplicablemente, y en contra de las expectativas de Valjean, el obispo dice a la policía que le había regalado la cubertería a Valjean e insiste en que tome también dos candelabros de plata. (Véase Hugo, Los Miserables, 1987, libro 2, capítulos 10-12.)

  3. (Véase Hugo, Los Miserables , libro 1, capítulo 10.)

  4. El narrador pregunta, Toutefois, la gale de la brebis doit-elle faire reculer le pasteur? (Hugo, Los Miserables, 1985, libro 1, capítulo 10, pág. 67). Gale, en patología veterinaria, alude a cualquier variedad de enfermedades de la piel causada por ácaros y caracterizadas por la pérdida de vello y la presencia de erupciones costrosas. Esta frase se ha traducido de varias maneras al español.

  5. El comentario jocoso del narrador acerca del convencionista es Mais quelle brebis!, que en ocasiones se ha traducido como: “Qué oveja negra”.

  6. Doctrina y Convenios 1:31.

  7. Véanse Juan 10:11, 14; Alma 5:38; Doctrina y Convenios 50:44.

  8. Isaías 40:11.

  9. Ezequiel 34:16.

  10. Isaías 1:6.

  11. Véase Isaías 1:18.

  12. Véase Lucas 15:1–2.

  13. Véase Mateo 18:11.

  14. Véase Juan 8:3–11.

  15. Traducción de José Smith, Juan 8:11 (en Juan 8:11, nota c al pie de página).

  16. Véase D.Todd Christofferson, “Permaneced en mi amor”, Liahona, noviembre de 2016, pág. 48.

  17. Alma 11:34, 37.

  18. Véase Helamán 5:10–11.

  19. Véase 3 Nefi 27:14–15.

  20. El Señor aclaró en tiempos modernos: “Aquello que traspasa una ley, y no se rige por la ley, antes procura ser una ley a sí mismo, y dispone permanecer en el pecado, y del todo permanece en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, ni por la justicia ni por el juicio. Por tanto, tendrá que permanecer sucio aún” (Doctrina y Convenios 88:35).

  21. Véase 2 Nefi 2:26–27.

  22. Véase Doctrina y Convenios 14:7; 132:19–20, 24, 55.

  23. Véanse Romanos 8:16–17; Doctrina y Convenios 84:38.

  24. Véase Mateo 23:13.

  25. Lucas 18:9–14.

  26. Alma 4:4, 6, 8.

  27. Alma 1:21.

  28. Véase Diccionario de la Lengua Española, “intolerancia” e ”intransigencia”, rae.es.

  29. Mateo 7:12.

  30. Moroni 8:26.

  31. 1 Pedro 1:22.

  32. Véase Artículos de Fe 1:3.

  33. Véase Juan 10:11–15.